Corazón tan blanco

Corazón tan blanco

Alfaguara

Esto sí que es llamar

En el acto II de "Macbeth", el protagonista de la tragedia acaba de cumplir uno de sus asesinatos. Siente miedo de su crimen y, una vez más, lady Macbeth increpa al cobarde: ella lleva las manos tintas en sangre, igual que las de su marido, pero se avergonzaría de "tener el corazón tan blanco" como el de su indeciso esposo. Es el final de la escena segunda, de la que Javier Marías ha tomado un lema ("Corazón tan blanco") que valdrá para algún personaje de su novela: por su indecisión, por su cobardía, por su temor a su propia maldad.

La novela de nuestro joven autor es una gran novela. El argumento es válido porque mantiene un apasionado interés que no decae, pero es, también, una teoría de formalizaciones que la hacen ser de un valor singular. Estamos en una cuestión que se nos suscita mil veces, y que nos suscitará otras mil: la cuestión de la forma. Y aquí sí que el mundo de los significantes es de una excepción, maestría. Porque Javier Marías no cuenta, sino que hace: no es esto u otro lo que debe caber dentro de sus propósitos; somos nosotros quienes nos introducimos en un relato apasionante y entendemos lo que es el "tempo lento" que el narrador se impone. "Tempo lento" que no aparece como una deliberada morosidad, sino que se va logrando por las exigencias a las que obliga un vivir, que puede ser trepidante. Aquí se nos plantea un primer motivo: ¿Qué piensa el autor de lo que es la novela? En un momento nos dice: "quizá sea esto lo que nos lleva a leer novelas y crónicas, y a ver películas, la busca de la analogía, del símbolo, la búsqueda del reconocimiento, no del conocimiento". Y con esto sobre su cabal sentido el testimonio de "Macbeth": hay una analogía con el personaje de Shakespeare o un símbolo que actúa sobre un vivir harto dispar, pero que permite re-conocer acontecimientos muy discrepantes, como si hubiéramos encontrado la cuerda que asocia las cuentas de aquel imaginario collar. Ha cobrado sentido la negación de un pertinaz silencio que, de pronto, aflora el reencontrarse en el conocimiento silenciado. Tal vez sea ésta la conducta de Ranz, sepultada como una laguna abisal y borbotada por indicios personales o por denuncias ajenas.

Lo dijo Ortega hace muchos años: la novela es un género abierto. En él -o en ella- no encontramos lo que se nos cuenta, sino, que por indicios, intuimos lo que se nos oculta. Y ésta es una de las grandes maestrías de Javier Marías: parte de unas páginas espléndidas donde está todo lo que van a ser las vidas de quienes protagonizan la historia. Más aún, aquel personaje bello y débil que se suicida, va a ser la mano del auriga que tiene las riendas todas de la cuádriga y las tensará o relajará conforme sea la exigencia del relato: "No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados". Es todo, y aquí está todo. Trescientas páginas para aclarar este suicidio. Se me dirá al deambular de unos pasos policiales y tendré que decir cuán abismalmente lejos estamos de ello. Una novela policíaca es trepidante porque necesita contar cosas, muchas cosas, para que el lector se sienta en una maraña de la que el autor -omniscente- le dejará salir. Pero aquí no. Se ha logrado un tempo lento en el que los resultados van brotando por su propia existencia y no por la imposición del demiurgo. He hablado de novelas negras; cuentan por su propia técnica, repetidas mil veces en mil ocasiones diferentes. Ahora no, lo que tenemos es una estructura generosamente alerta en la que caben mil cosas de apariencia ajena al relato. De apariencia ajena, pero que van estructurando la propia condición de la novela. Ortega -repito- decía de ella que era una estructura abierta en la que caben mil manifestaciones literarias; no podemos pensar en la lírica con su condición hermética, ni en el teatro con las cancillas que lo constriñen. La novela es la vida misma, como el río que se despeña o las aguas que se remansan. No se trata de la historia de una pasión, como serían las "nívolas" de Unamuno, sino la vida de lejos de un quehacer restringido. Leyendo "Corazón tan blanco" pienso en Cervantes, en Galdós o en Baroja, no por parecido o vinculaciones, sino por la naturaleza de un arte extendido a un mundo en el que los portillos se han caído y entra un vendaval que viene de treinta y seis rumbos diferentes. Podríamos pensar en un cosmos cumulativo o en pluralidad de muchos inscritos en una estructura que los abarca a todos. Entonces, este relato al servicio de aclarar las causas de un suicidio, tiene también la necesidad de otras vidas que son otras tantas novelas diferentes: la aventura intuida en La Habana, la sátira del mundo de la traducción, la historia de Berta en Nueva York. Y como sustento: el rencor hacia el padre que acabaría en el descubrimiento de los móviles del suicidio.

Pero si la novela es plural en su propia realización, no podemos decir que no sea el demorado análisis psicológico que hubiera gustado a Unamuno. Hay personajes retratados de manera magistral, como aquel Ranz, tan poco grato, que "hablaba pausadamente, como solía, buscando algunas palabras con mucho cuidado (picaflor, alcauzas, sombras) no tanto para ser preciso cuanto para causar efecto y asegurarse de ser escuchado con atención". El propio Ranz "se tocó el pelo polar con un poco de presunción, como hacía a veces sin proponérselo. Se lo colocaba mejor o más bien hacía ademán de colocárselo, apenas si se lo rozaba con las yemas de los dedos, como si su intención inconsciente fuera arreglárselo pero el contacto le diera temor y le hiciera tomar conciencia". Acumular informes no sería difícil: unas veces porque el texto ajeno sirve de amparo a lo que se dice (la cita de Clerk o Lewis, aplicada un par de páginas más adelante) o porque la propia experiencia es motivo de meditación (la vida de Nieves) o por consideraciones sobre la muerte, el valor de los actos o la capacidad de discernimiento. En otros casos, motivos trascendentes sobre las motivaciones del mundo o sobre el comportamiento de Berta nos sitúan ante una novela en la que poco cuentan las circunstancias (que naturalmente existen) para dejar paso a las turbulencias del ser interior. Pero esto afecta al contenido; no menos importante es saber cómo se organiza el plano de la forma.

Manuel Alvar

BLANCO Y NEGRO

26 de junio de 1995

 
 

 

 

 

Con sus propias manos violentas

La novela de Javier Marías es una tentativa de saber el mundo por la denuncia y por el logro de su propio arte. El protagonista es traductor y sabe la miseria del mundo de la traducción y de las figuras grotescas que pululan en torno suyo. A veces, el sarcasmo fustiga con mayor rigor que la sátira ("A lo largo de mi vida yo he traducido discursos o textos de toda suerte de personajes sobre los asuntos más inesperados (...) y he sido capaz de volver a decir con mi lengua (...) largas parrafadas sobre temas tan absorbentes como las formas de regadío en Sumatra o las poblaciones marginales de Swazilandia y Burkina (antes Burkina-Faso, capital Ouagadougou (...); he reproducido complicados razonamientos acerca de la conveniencia o humillación de instruir sexualmente a los niños en dialecto véneto, etc"; "en más de una ocasión me han pasado facturas para que las tradujera, cuando lo único que había que hacer con ellas era pagarlas. Estas facturas, estoy convencido, se guardan hasta el fin de los tiempos en un archivo en francés y en chino, en español y árabe, en inglés y ruso, por lo menos". Otras veces pienso en motivos históricamente ciertos (lo que me obliga a creer que el novelista no inventa), como los episodios, tan pintorescos, que Günther Haensch vivió como traductor de Adenauer y que constituyen páginas de la más sabrosa literatura. Los pasajes de Javier Marías sobre el australiano que, desde una cabina, se traduce a sí mismo, el blablablá de los diplomáticos, la ignorancia de los altos cargos para todo lo que no sea su vacua garrulería o las aventuras político-sentimentales del delegado español (ignorantón, por supuesto) y la inglesa de alto cargo que estaba a la altura de su colega. Pienso en todos estos motivos que están motivados por el oficio del protagonista, como lo están las aventuras en el corazón de Manhattan, sorprendente historia en la que se entreveran los más espectaculares motivos caóticos y el horror al aburrimiento. Dejemos aquí el sentido de estas novelas dentro de la novela abierta que es la obra entera. Fijémonos en motivos estilísticos que acabarán elevándose a la categoría de funciones para la economía del relato.

El novelista tiene tiempo para contar, pero se le impone -a veces- una realidad trepidante. No quiero caer en el tópico de arte cinematográfico, aunque a veces cuenta ("Me asomé a la ventana para ver quién tocaba, pero ni el músico ni el instrumento entraban más allá de la esquina, los ocultaba el edificio de enfrente que no me priva de luz"); lo que quiero decir es que la técnica de Javier Marías echa mano de recursos que dan a su prosa un carácter muy personal; por tanto, son elementos intransferibles de su estilo. Voy a señalar unos cuantos de esos motivos: 1. Repetición; 2. Acumulación; 3. Aclaración; 4. Paréntesis.

La repetición va girando en torno a un solo elemento para conseguir la eficacia expresiva de un cuadro acabado: "Las mejillas mojadas por la mezcla de lágrimas y sudor y agua, ya que el chorro del grifo habría estado rebrotando contra la boca acaso y habían caído gotas sobre el cuerpo caído, gotas como la gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra o cuya piel o carne va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero o tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella, etc." Estas fórmulas repetitivas, tan reiteradas, son como motivos fundamentales que van y vienen haciendo que la sinfonía se apodere de nuestros sentimientos y cree un axfisiante ambiente del que la criatura es incapaz de sobrevivir, como la interrogación de Luisa sobre las mujeres muertas de Barbazul.

Emparentadas con la repetición están las acumulaciones de adjetivos que en cascada van produciendo una definición insoslayable o la caracterización de hechos que no deben resultar ambiguos: "Este canto fue cantado en toda ocasión y a diario, con voces eufóricas y voces apesadumbradas, estridentes y decaídas, morenas y melodiosas, desafinadas y rubias, bajo todos los estados de ánimo y en cualquier circunstancia, sin que dependiera nadie de lo acontecido en la casa ni nunca lo juzgara nadie". Otras veces, la acumulación no es adjetival, sino de breves acciones que, una junto a otra, crean la visión compleja de un movimiento o la presencia activa de lo que pudiera haber sido una fugaz presencia: "Estaba haciendo equilibrios para volverse a poner el zapato sin pisar el suelo con el pie descalzo. La falda era un poco estrecha para realizar esta operación con éxito (...). No tuvo más remedio que introducir el pie, que se le ensució al instante (...), introdujo los dedos del pie en el zapato, el empeine; luego, con el índice de una mano (la mano libre de bolso), se ajustó la tira del talón que sobresalía bajo aquella tira (la tira del sostén de Luisa seguiría caída, pero yo no la veía ahora)."

La morosidad de las repeticiones y de las acumulaciones van dando un tiempo lento, proustiano, en el que el observador desmenuza toda suerte de sensaciones hasta hacerlas independientes del conjunto y autónomas dentro del relato. Sería éste uno de los riesgos del arte de Marías: medir el tiempo literario. Como resultado, la narración de minúsculos elementos que se elevan a la categoría de motivos trascendentes. Frente a ellos, el contrapeso de las aclaraciones que amplían el desarrollo de la acción con una presencia válida en los momentos en que se aduce ("cuando nada puedo hacer, escucho sonidos que son articulados y tienen sentido y, sin embargo, me resultan indescifrables: no logran individualizarse ni tomar unidades. Esa es la maldición mayor de un intérprete en su trabajo, cuando por algún motivo (...) no separa ni selecciona y pierde comba, y todo lo que oye parece idéntico, un amasijo o un flujo que tanto da que se emita como que no se emita, etc.").

Consideremos por último la presencia activa e infinita de los paréntesis. Son aclaraciones sintéticas que en su brevedad hacen referencia a normas de conducta, a justificación de actitudes, a valoraciones (im)pertinentes de los hechos que se han vivido o que hay que vivir. Insisto, su frecuencia en inacabable y se convierte en un rasgo estilístico de una enorme validez, por cuanto son eficacísimas quintaesencias que pugnan con las acumulaciones gracias a los adensados recursos que dan por sobreentendidos o consabidos muchos otros razonamientos.

La novela de Javier Marías es una gran novela. Muchas palabras he utilizado para que haya constancia, pero, sobre todo, quisiera señalar la madurez de un arte: narrado lenta, lentísimamente, cuando procede o apretado en condensaciones que llevan a la síntesis. Recursos literarios pocas veces utilizados con fines tan conscientes y recursos extraliterarios acometidos a un arte que no abandona sus propias exigencias de hacer una novela tradicional y a la vez novísima.

Manuel Alvar

BLANCO Y NEGRO

2 de julio de 1995

 

 

 
 

Corazón tan blanco

Siete novelas -contando esta de "Corazón tan blanco", que acaba de aparecer-, un libro de relatos, otro de ensayos y artículos periodísticos, una inédita antología -"Cuentos únicos"- y algunas traducciones tan rigurosas como bien elegidas -de Sterne, Hardy, Conrad, Stevenson, Faulkner y Nabokov- componen la carrera literaria de este escritor tan cuidadoso como empecinado, Javier Marías (Madrid, 1951), que se resiste todavía a abandonar una juventud que, si bien parecía casi insultante cuando empezó a publicar a los diecinueve años -"Los dominios del lobo" (1971)-, a estas alturas, y dada la creciente calidad de sus trabajos, resultaría inconveniente seguir predicándosela todavía en plena madurez. Ya no hay titubeos en sus libros, su pulso es cada vez más seguro, su dominio técnico es envidiable, y su carrera tan firme que ha eliminado los numerosos reparos que su transcurrir suscitaba, de manera casi tan irremediable como en apariencia no deliberada: sin apenas entablar polémica alguna, sin aceptar otras batallas más que las precisas, le ha bastado con seguir andando hacia adelante sin apenas mirar hacia otros lados que no fueran los de su obra propia para que los obstáculos se apartaran misteriosamente a su paso.

Es curioso recordar que en 1975 firmó, junto a Vicente Molina Foix y Félix de Azúa, un breve volumen con "Tres cuentos didácticos", como si casi fuera una especie de manifiesto triangular, que sin embargo definió después las carreras de sus firmantes. Los tres procedían del grupo de los "novísimos", y al correr del tiempo los tres ganarían sucesivamente el premio Herralde de novela. Pero mientras Azúa, que quizá haya sido el máximo triunfador, tras abandonar la poesía, se ve siempre fascinado por el ensayo, y Molina Foix cada vez más por el teatro, y hasta por la ópera, Javier Marías es quien mejor de los tres prosigue la carrera más pura de narrador a secas.

De sus orígenes más o menos conectados con los citados poetas "novísimos", lo más destacable quizá sea la influencia del cine, que realzaba quizá en demasía -pues también la aplastaba convirtiéndola en un juego paródico- su primera novela ya citada; en la segunda "Travesía del horizonte", se abría ya paso lo específico literario con mayor claridad, aunque sin abandonar del todo lo lúdico; pero luego vinieron los citados cuentos didácticos, y su reaparición, en 1978, con "El monarca del tiempo", supuso un importante giro en su carrera, pues a lo paródico e imitativo angoamericano sucedía el influjo de lo germánico, y hasta del más acreditado romanticismo alemán, que se extendería ya con mayor ironía a "El siglo" (1983), y finalmente -y recargado de humor- hasta "El hombre sentimental" (1986), que le valió ya el contacto con un público mucho más extenso y que se le abrieran ya del todo -a él, tan excelente traductor- las barreras de las traducciones a otros idiomas, donde su obra ya goza de un merecido reconocimiento.

Siempre se le acusó de no ser un escritor demasiado español, pues en su formación no se advierten demasiadas influencias de lecturas nacionales, que, por otra parte, el mismo Marías ha repudiado siempre que ha podido. Pese a ello, no estoy muy seguro de que esas protestas sean del todo ciertas, pues algunas huellas, como las cervantinas -pasadas por el mundo inglés, desde luego-, o la de Juan Benet, por ejemplo, son en él evidentes. ¿Y acaso no es la lengua la máxima seña de identidad de un escritor? También se le ha reprochado ser un escritor volcado hacia lo artificial: yo diría que es un creador con ambición de objetividad, que suprime por lo general sus huellas -o las de su propia vida- de sus obras, lo que desde luego choca bastante en estos tiempos de autobiografismos excesivos. Y por último se ha solido repetir que Javier Marías es un novelista excesivamente frío. Vamos a ver: ¿cómo podría ser de otra manera si su ambición es la de introducir la ironía, la ambigüedad y la duda en nuestras mayores certezas?

Todo esto ha estallado después en su novela más reconocida, "Todas las almas" (1989), y en los cuentos -para mí novelas breves- de "Mientras ellas duermen" (1990), que en buena medida son fragmentos de posibles novelas, o material anejo, o surgido con ocasión de otros trabajos más ambiciosos, pero donde ya el influjo es mayoritariamente británico, desde las formas a los trasfondos; quizá habría que señalar el influjo creciente de Proust para completar el paisaje, desde luego.

Y ahora ¿cómo se ha atrevido a emplear en un título una palabra tan peligrosa como la de "corazón"? Pues precisamente por eso, porque aquí se insta de corazones, de corazones inocentes, pero también culpables por cobardes, por negarse a saber, lo que podría ser el colmo de la perversión. Y, además, este corazón viene directamente de Shakespeare, de "Macbeth", y la expresión es una cita, cautela máxima si las hay. Es una historia más de muerte que de amor, más de poder que de sexo, más de conocer que de saber quizá. Toda esta singular novela, tan artificial en apariencia, de una ironía tan sorda, de una frialdad tan deliberada que no hace sino quemarnos, es un "oximoron", y perdón por la pedantería lingüística aplicada. En un oximoron se reúnen palabras que en apariencia tienen significados opuestos: el ejemplo de "un elocuente silencio" es el que viene en todos los manuales. Pues bien, "Corazón tan blanco", es un prolongado y continuo oximoron de punta a cabo, lo que ya empieza a desgranarse desde el principio: "No he querido saber, pero he sabido"... y dos líneas después irrumpe la muerte con armas y bagajes, la muerte causada por otro "corazón" tan blanco, y cuya explicación va a determinar el ambiguo, oscilante, irónico y desconcertante flujo de toda la novela, en busca siempre del sentido que por mucho que se vaya descubriendo no solamente no aclarará nada, sino que lo irá oscureciendo cada vez más.

Las relaciones familiares, las conyugales primero, y las paterno-filiales después, se verán así destruidas en medio de una exquisita consideración, en una labor de demolición equilibrada, discreta, elegante y sistemáticamente rigurosa. El protagonista, un intérprete internacional de conferencias, acaba de casarse cuando empieza el libro, pero siente siniestras premoniciones que le amenazan. El contexto de su profesión ofrece al escritor algunos de los momentos más excelsos y divertidos de la novela, un verdadero "tour de force" sobre la diplomacia internacional, el mundo de los intérpretes y de los interpretados, sus multiplicaciones y meandros, para desembocar en el exceso de sentido que suprime todo sentido, donde además se inscribe -en una imaginaria entrevista entre dos líderes políticos, hombre y mujer, de España y Gran Bretaña- un proceso de seducción y equívocos que terminan en una de las preguntas fundamentales del libro: ¿cómo puede alguien obligar a los demás para que le amen?

Obligar a querer es también obligar a matar. Tras un crítptico homenaje a C. S. Lewis y su espléndido libro funeral, "Una pena observada", otro de los aciertos del libro es el personaje del padre del narrador y su mundo- el de los expertos internacionales de arte-, a cuyo través ya todo se engrana de manera definitiva. Otros episodios -como el cubano, o el norteamericano-, aunque posean valor en sí mismos, aparecen como más artificiales, como si su necesidad proviniera de la temática y trasfondo del libro, por su necesidad intelectual más que estética y carnal. Pero como preguntar no es mejor que callar, al casarse desaparece el futuro que se persigue, nada de lo que sucede, sucede, lo que se tiene ya no se desea, para que el secreto sea fecundo tiene que seguir siéndolo (secreto), imaginar evita matar, el recuerdo se anula cuando se repite, y contar es matar lo contado; mejor es pensar que todo es pasado, que nada ha sucedido y que además no se sabe. Todo ha quedado, tras esta brillante, espléndida y artificial historia, en el aire, que era lo que se pretendía demostrar.

Rafael Conte

ABC LITERARIO

1992

 

 

 
 


El fisgón


En Corazón tan Blanco, de Javier Marías, hay un recurso utilizado obstinadamente: es el del escucha escondido, o el que ve, o trata de ver algo desde un lugar que lo oculta. Como elemento motor del despliegue de las tramas, tal recurso reconoce una larga existencia: fue profusamente utilizado en la literatura occidental de los siglos XVIII y XIX. Lo que lo modifica en Corazón tan Blanco, es precisamente la persistencia con que se lo usa. Esta persistencia permite relacionarlo con el grupo de los procedimientos de los que nos habla Carlos Javier García:

Se produce de este modo un movimiento textual que establece conexiones, por yuxtaposición o por contigüidad, entre situaciones cuya afinidad viene dada por la agitación de la mente de quien no puede frenar la diseminación de significados que acaban confluyendo, por analogía, en su propia situación. [Se refiere al narrador del texto].

Dicha diseminación semántica convierte la digresión, la alusión y la analogía en principios constituyentes del discurso, y por su práctica se interrumpe la acción narrativa a la vez que quedan vinculados tiempo y circunstancias diferentes. La acción narrativa se expande por medio de interpolaciones discursivas e intertextos que, lejos de alejarse del tema, actúan de complemento iluminador" (1)

El recurso a que nos estamos refiriendo ahora, el del escucha u observador oculto, toma preferentemente en la novela la forma de "escena de balcón". Llamamos así a un grupo de seis escenas de la novela, en las que Juan, secretamente, fisgonea diálogos u acciones de los demás personajes. Actitud llamativa en quien declara haber sabido sin quererlo, pero de presencia innegable en el texto. Las múltiples declaraciones del protagonista en el sentido de lo peligroso que puede ser el saber, son así al menos parcialmente desmentidas por sus acciones.

Es el propio protagonista quien se encarga de constituir la serie de escenas de balcón que "acaban confluyendo, por analogía, en su propia situación". Lo dice así, mientras escucha a Ranz haciendo su confesión a Luisa: A continuación [Ranz] añadió: ´Cerré la puerta de la alcoba y salí y bajé a la calle, y antes de montar en el coche me volví a mirar la casa desde la esquina, todo estaba normal, era ya de noche, había caído de golpe y aún no salía humo (¨Ni le vería nadie desde lo alto´, pensé, ´desde el balcón o ventana, aunque se parara delante de ellos como Miriam cuando esperaba, o un organillero viejo y una gitana con trenza para hacer su trabajo, o como Bill primero y yo luego ante la casa de Berta aguardando ambos a que el otro se fuera, o como Custardoy una noche de lluvia de plata bajo la mía´). Pero eso fue hace mucho tiempo¨ añadió Ranz (...). (2)

La serie, de la que Juan recuerda cuatro eslabones, está constituida en realidad por seis, que pasaré a enumerar según su orden de aparición en el texto.

Las escenas de balcón

Escena primera: En Cuba, durante el viaje de bodas. A similitud del narrador de "Sarrasine", de Honoré de Balzac, inolvidablemente leído por Roland Barthes en S/Z, Juan se encuentra en un balcón límite entre un adentro oscuro y silencioso donde descansa Luisa, y un afuera bullicioso y claro donde Miriam espera impacientemente. Juan vigila a ambas: a Luisa, para controlar el curso de su sueño y de su enfermedad. A Miriam, porque le ha llamado la atención esa cubana con particulares rasgos físicos que está detenida entre la multitud en movimiento. La avidez de saber de Juan es tal como para que no responda al llamado de Luisa, desde el lecho, "porque a lo que no me atrevía en aquel instante era a abandonar mi puesto en el balcón, ni a apartar siquiera la vista de aquella mujer". (p. 27) Infructuosamente, Juan tratará de ocultar a Luisa esa vigilancia y sus consecuencias.

Escena segunda: En Madrid, casa de Juan. Éste trabaja en su escritorio cuando un organillero y una gitana lo distraen. "Me levanté y me asomé a la ventana para ver...", pero sólo puede ver a la gitana. Entonces "salí a la terraza para ver si desde las plantas divisaba al organillero". (p. 103) El acecho de Juan culmina en su descenso a la calle, donde se trama una situación que lo hará reflexionar sobre el poder y el dinero. Volveré sobre este tema. Escena tercera: En Madrid, casa de Juan. Luisa deambula por las habitaciones interiores. Desde la ventana y bajo la lluvia, Juan observa a Custardoy hijo, quien a su vez observa la ventana del dormitorio conyugal. La situación despierta los celos de Juan (si es que tan frío personaje puede ser objeto de esa pasión), quien guardará el secreto de la situación que ha descubierto. Esta vez, lo logra, y ninguno de los otros dos personajes sabrá nunca lo que Juan vio. (3)

Escena cuarta: En New York, casa de Berta. Juan vigila desde la calle los movimientos del interior de la casa, ya que está preocupado por el encuentr furtivo de Berta y Bill. Es posible que Berta sepa que Juan está afuera, Bill sólo puede imaginarlo. Las sospechas de Juan son infundadas, y esta vigilancia del protagonista-narrador no tiene consecuencias narrativas. Parece ser sólo un eslabón más de la serie. (Estas cuatro escenas de balcón son las que Juan recuerda mientras se desarrolla la escena quinta).

Escena quinta: en Cuba, casa de Gloria y Ranz, cuarenta años antes. En ella, Ranz trata de verificar, a través del "balcón o ventana", como agregará Juan, las consecuencias del incendio que ha provocado luego de su asesinato. Escena sexta: en Madrid, sala de la casa de Juan. Confidencia (y confesión) de Ranz, ante Luisa. El texto llega acá a un punto de tensión extremo: es el momento en que Juan (y Luisa) habrán sabido lo que "No he querido saber...". Es la segunda vez que Ranz cuenta su asesinato (aunque la primera narración, la que hizo a Teresa Aguilera, no está representada en la novela). Correspondiéndose con la gravedad y la importancia de la confesión, el balcón se ha interiorizado: Juan fisga desde el lugar más íntimo de la casa, y en la oscuridad. Ranz no sabe que Juan está allí. Luisa sí lo sabe, pero no puede saber si está escuchando, aunque ha creado ella misma las condiciones propicias para que esto pudiera ocurrir. (4)

Las escenas de balcón tienen destacables rasgos comunes. Comienzo por puntualizar que en el texto que examino, desde el título, desde los acápites que preceden al comienzo de la narración y desde la narración misma, existe un diálogo consecuente con La tragedia de Macbeth de Willliam Shakespeare. La abundancia de escenas de balcón remite, sin embargo, a la seguramente más famosa y más bella escena de balcón de la historia de la literatura. Me refiero a la escena segunda del acto segundo de La tragedia de Romeo y Julieta. Como en ésta última, las escenas de balcón de Corazón tan blanco se componen siempre de tres personajes. Volveré sobre la excepción que parece darse en nuestra quinta escena de balcón. El tercer personaje en la obra de Shakespeare es la nodriza, quien desde fuera de escena, llama dos veces a Julieta para que entre a la habitación. El escasísimo texto de la nodriza ("¡Julieta!" "¡Julieta!" [5]) no debe ser causa de menosprecio respecto de su importancia. La nodriza representa allí la voz de las conveniencia, del orden y de la ley, frente al apasionamiento de los futuros amantes.

Juan es el escucha escondido o el curioso observador de todas las escenas. Al menos uno de los personajes que son vigilados (y a veces los dos) desconoce la presencia de Juan. En su defecto, como en la escena primera, los dos personajes que completan el trío ignoran mutuamente su presencia. En todas las escenas la curiosidad de Juan es determinante para que el fisgoneo se prolongue y perfeccione. La escena segunda ironiza sobre la fisgona vocación de Juan, mostrando la banalidad del objeto de su curiosidad: "Escuché un buen rato, primero un chotis, luego algo andaluz irreconocible, después un pasodoble y entonces salí [a interrumpir el plebeyo concierto]." (p. 103)

La escena quinta es, como ya señalamos, capital para la resolución de la trama -es el momento en que conocemos la existencia de un crimen, anterior en cuarenta años al momento de la narración. También conocemos allí al asesino, y con él, al causante del suicidio de Teresa. (6) Además de estas características, es la única escena en que: a) intervienen aparentemente dos personajes, en lugar de tres, b) Juan no es su indiscreto fisgón y c) está enmarcada dentro de otra escena de balcón, la sexta. Intentaré sacar provecho de esas diferencias. En primer lugar: ¿por qué se diferencia del resto? Porque es la escena fundante del relato. Ella inicia el sujet, ocurre en el tiempo más remoto a que el texto nos lleva. Sin ella, la narración no existiría. Podríamos decir con absoluta certeza, e imitando al propio Juan, que sin ella tampoco él existiría. La condición de la existencia de Juan es la de la ocurrencia del crimen y del suicidio (y no solamente de la ocurrencia del suicidio, como Juan supone erróneamente en el inicio del apartado segundo de la novela [p. 103]). Juan es, textualmente hablando, el hijo de esas dos muertes.

En segundo lugar: en varias oportunidades las escenas de balcón son recordadas, incluso durante el transcurso de otras escenas de balcón. Pero esta es la única que está contenida dentro de otra. Como efecto de ese encuadre (escena de balcón enmarcada en escena de balcón) Juan es testigo oculto de su representación oral. Allí se constituye el tercero fisgón, que en este caso es múltiple. Asisten a esa representación Juan, pero también Luisa, pero también nosotros, los lectores. La escena pone al texto en abîme, y resuelve una contradicción que se inficiona en el texto desde su primera frase. En efecto, al decir "No he querido saber, pero he sabido...", el narrador se coloca en posición absolutamente opuesta a la del lector, que justamente quiere saber: para eso abre el libro y comienza su lectura. Ya hemos señalado que pese a sus negativas a saber, el narrador es un curioso compulsivo. Lo mismo que Luisa, lo mismo que el lector. Asistimos todos ellos (ocultos en el dormitorio, escudados detrás de las artes envolventes y seductoras de Luisa, separados de la escena por la mediación del relato de Juan, transformado en texto, en libro) a la representación que Ranz hace de la escena de balcón del asesinato. Nunca el espacio del tercer fisgón estuvo tan poblado.

Dinero, poder

La segunda escena de balcón introduce el tema del dinero, y sus relaciones con el poder. Se trata de un episodio minúsculo, pero que perturba considerablemente a Juan, y lo sume en una serie contradictoria de pensamientos: Juan da un billete a una pareja (organillero y gitana) para que dejen de distraerlo con su música. Como el protagonista reflexiona repetidas veces en el texto, para no ver basta con cerrar los ojos, pero los oídos no poseen un dispositivo de utilidad semejante. Entonces debe pagar a los músicos para que se retiren. Paga para no oír.

Las reflexiones de Juan se orientan en un doble sentido. Por un lado, tanto los organilleros como él han hecho un trato conveniente: ellos recibieron de un golpe un dinero que les hubiera costado mucho juntar entre los pocos y avaros transeúntes, y él se libra de su molestia, con la suma que "para ellos fue un dinero fácil". Pero por el otro, ha comprado la voluntad de los músicos "por tener dinero", "porque tenía dinero", "porque me dio la gana". (pp. 105-6) Para decirlo de otro modo: si bien es cierto que el trato convino a los organilleros, quienes hubieran preferido en todo caso ese pago a cualquier otra forma de proceder de Juan para que se alejaran (como por ejemplo, piensa Juan, pedírselo por favor y educadamente), también es cierto que el dinero otorga poder sobre los demás, otorga la posibilidad de cometer una violencia: la de forzar la voluntad del otro. La meticulosidad del razonamiento de Juan, los esfuerzos reiterados que realiza para analizar la situación, sus ires y venires entre el estar conforme y disconforme con su actitud, ponen al personaje en uno de los momentos que no abundan en el texto todo: lo ponen frente a un problema moral. (7)

Sin dejar resueltas sus dudas, Juan pasa a relatar otro episodio: reflexiona sobre una joven de su edad, hija de los propietarios y luego propietaria de una librería cercana a la casa de su niñez, de quien en aquella época estuvo enamorado. El meollo del episodio es este: si Juan hubiera querido, y gracias a su dinero, ella no tendría ese destino mediocre, sería "distinta y mejor". En el razonamiento y en las creencias de Juan, el hombre que tiene dinero tiene el poder de cambiar el destino de los demás. Para su bien. En el comienzo de la escena de los organilleros, el narrador estampa dos veces este sintagma: "dinero llama dinero". La reflexión es ocasionada porque es posible que las monedas que tiene la gitana en el platillo hayan sido puestas allí por ella misma, para que los transeúntes imiten esa actitud. De elemental engañifa, el procedimiento toma entidad absoluta, con brutalidad gramatical: "dinero llama dinero".

Es lo que ocurre en el texto: una vez lanzado a hablar sobre el dinero, el discurso de Juan es incontenible, y pasará sucesivamente -a continuación de los dos episodios sobre los que nos hemos ya detenido-, a hablar de su dinero y del de Ranz. Así como en el primero de los no numerados capítulos el narrador establece su genealogía biológica, acá establece la de su fortuna. Su dinero es, en realidad, el de Ranz. Ya lo poseía cuando era niño: Ranz no fue avaro con él. El joven Custardoy tuvo otra manera de tener dinero desde joven: ayudando a su padre en el taller de copias y falsificaciones de cuadros. No así el joven Juan, ni siquiera este adulto que ahora nos relata:

"...yo siempre he tenido dinero y curiosidad, (8) curiosidad y dinero, incluso cuando no dispongo de grandes cantidades y trabajo para ganármelo, como ahora y desde que salí de la casa de Ranz hace ya tanto tiempo, aunque ahora trabaje sólo seis meses al año. Quien sabe que lo va a tener ya lo tiene en buena medida, la gente se lo adelanta, sé que dispondré de mucho cuando mi padre muera y que entonces podré no trabajar apenas si no quiero, lo tuve de niño para comprar muchos lápices y heredé ya una parte a la muerte de mi madre, y una parte menor ya antes, a la de mi abuela..." (p. 111)

Juan es generoso en cuestiones de dinero, si de lo que se trata es de hablar de ellas. El tono ligero con el que relata cómo se produjo la acumulación de la riqueza de Ranz, compuesta principalmente por obras de arte, no le impide tener fija su mirada en ella: "espero que a su muerte deje un informe de experto exacto [de su herencia en obras de arte]" (p. 117)

Sigamos el recorrido de esa acumulación: Ranz, apasionado por el arte, "...durante muchos años (años de Franco y también luego) fue uno de los expertos de plantilla del Museo del Prado", su condición de experto es utilizada por "instituciones e individuos que poco a poco se fueron enterando de sus virtudes y lo contrataban", "Al cabo del tiempo era consejero de varios museos norteamericanos" y también de "delictivos bancos sudamericanos". "A lo largo de los años fue haciendo cada vez más dinero, no solo por los porcentajes -que cobraba por esas intervenciones-, sino por su corrupción paulatina y ligera" y sus "prácticas semifraudulentas", de las que se jacta ante Juan. Esos deslices tan benignamente calificados por el hijo, "consiste(n) simplemente en pasar a representar los intereses del vendedor, sin que lo note ni lo sepa, en lugar de los del comprador". Una traición en la que la mentira pasa primero por el ocultamiento (de un defecto, de un retoque, de una mala restauración de la obra de arte con que se comercia) para llegar al engaño liso y llano ("mi padre posee joyas que no le costaron nada y de algunas de las cuales nada se sabe"), para timar a vendedores confiados. "Yo no afirmo ni niego nada -dirá Juan-, pero creo que en la colección de dibujos de Ranz hay tres que juraría son de Durero". Esos dibujos desaparecieron de la Kunsthalle de Bremen, en Alemania, en 1945. Consejero de falsificadores, arranca de allí su amistad con Custardoy padre, quien llegó a ser detenido pero "sin duda mi padre hizo llamadas desde su despacho del Prado a personas que tras la muerte de Franco no habían perdido enteramente su poder" (y a las que, debemos suponer, podía también llamar para pedirles sus favores, más fácilmente obtenibles en vida del tirano). Ranz sabe aprovechar oportunidades ("por ejemplo durante y después de una guerra, en esos períodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por un tocino" [pp. 112/116])

En materia de aprovechar oportunidades y tener amigos influyentes, Ranz es verdaderamente un experto: medró también en la Cuba pre-revolucionaria y, según el Profesor Villalobos, "siempre he pensado que debió ser algo así como asesor artístico de Batista". (pp. 224/250) El fruto de semejante actividad, compuesta de deslealtades, falsas tasaciones, contacto con las dictaduras de Franco y Batista, negocios sucios con bancos sudamericanos, operaciones con robos de obras de arte al fin de la segunda guerra mundial y gangas obtenidas durante la guerra civil española y poco antes de la caída de Batista, ese fruto, es el que Juan espera sea bien tasado por Ranz antes de su muerte, para su mayor
comodidad.

Política, historia

Si me he detenido largamente en la formación de la fortuna de Ranz y en las "great expectations" que Juan tiene para con ellas, no es para fundamentar la condena moral del despreciable padre ni del pusilánime hijo, sino para ponerla en contacto con algunas fechas que de la novela se infieren. Sesgadamente, la novela nos suministra esas fechas. El hoy del último capítulo se aproxima al del momento de la escritura, ya que un episodio ocurrido después del casamiento de Juan con Luisa, pero antes del final del texto, ocurre en un momento en que Felipe González es todavía Presidente de Gobierno Español, en tanto que Margaret Thatcher ya ha finalizado su actuación como primera ministra.


Ya que Ranz tiene 71 años en ese hoy narrativo, nació entonces alrededor de 1920. Conoció la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, la guerra civil, el franquismo y la transición democrática. Tenía 20 años al fin de la guerra civil: construyó su fortuna durante (y con) la guerra civil y el franquismo, y la siguió acumulando a posteriori de la muerte del dictador, gracias a sus influencias y a las operaciones realizadas en otra dictadura (¿otras dictaduras?), ahora latinoamericana.

Su caso es el de un superviviente del facismo. Como el de Casaldáliga, protagonista de la novela El Siglo, del propio Marías. Casaldáliga nació, en realidad, en 1900, pero su longevidad le permite vivir todos los períodos de la vida española que vivió Ranz. Como éste, es un self made man exitoso. Leamos un resumen de su historia moral, que nos proporciona el propio Javier Marías en su Prólogo a la reedición de 1995:

A la búsqueda de un destino ´nítido e inconfundible´ [Casaldáliga], intenta primero ser mártir por amor, luego héroe de guerra, para finalmente convertirse en delator. Aunque más que intentar los dos primeros destinos, acaricia la idea de que se lo empuje a ellos, ya que esta es la historia de un abúlico, un cobarde, un pasivo y un indeciso, al menos hasta ese año de 1939 en que por fin empezó a ser activo". (p. 18) (9) En el mismo sentido, puede leerse en el texto: "La mañana de agosto en que Casaldáliga decidió intervenir definitivamente en su destino y ofrecerse como delator..." (p. 27) Hago notar que el personaje es denostado por Marías a causa de su pasividad y abulia, y que comete un acto positivo ("empezó a ser activo", "decidió intervenir definitivamente en su destino") en el mismo momento en que comete un acto moral condenable: una delación (que Marías, en el Prólogo de El Siglo, asocia con la delación que sufrió su padre, Julián Marías en el mismo año de 1939, y con la postulación a delator a favor del franquismo, inmediatamente después de la guerra civil, por parte de Camilo José Cela).

Casaldáliga es un delator, y es también un padre terrible. Ranz es traidor y es asesino, pero su hijo no puede verlo como padre terrible: la benevolencia de Juan respecto de él proviene tanto de su pasividad y abulia (con lo que Juan se viste con los ropajes de Casaldáliga antes de la delación), como de su interés acomodaticio: la herencia bien tasada que lo espera a la futura muerte de su padre, evocada con totales cálculo y frialdad. En el conjunto de las dos historias, tenemos a Casaldáliga abúlico y pasivo antes de 1939, a Casaldáliga y a Ranz activos y dueños de su propio destino a partir de 1939, y a un Juan abúlico y pasivo que tiene 39 años en 1990. Hubo, entonces, en la historia de España, un período de decisiones, de actividad, un período heroico, de pasiones. Ese período está en el pasado. Son "pasiones pasadas", para decirlo en términos del propio Marías. El libro de Javier Marías, Pasiones Pasadas (10), no remite, en realidad, a apasionamientos tales como los de Casaldáliga y Ranz, sino que, como lo explica el autor en el prólogo, se trata de un recopilación de artículos publicados en periódicos, en un pasado cercano, y con "un grado mayor o menor de pasión".

Pasiones módicas: posfranquistas. Lo cierto es que de las dos historias contadas en Corazón tan blanco (la del asesinato y la de su revelación), sólo en la primera hay un acto de amor, que es un asesinato. Aunque la calidad moral de ese asesinato se le escape a Juan ("Lo único nuevo es que ahora lo veo más viejo y menos irónico, casi un viejo, lo que nunca ha sido" [p. 297], dirá el protagonista, para contar su reacción luego de conocida la terrible noticia), será difícil para el lector no observar que aquella pasada pasión anula cualquier mérito ante el acto homicida a que conduce. Amor y asesinato intercambian sus valores, los confunden o anulan mutuamente. O, para decirlo de otra manera: las cualidades positivas de la pasión neutralizan a las negativas del delito. O son su envés. Las pasiones pasadas de la historia de España, y también las de Ranz, conducen directamente a la guerra civil (que él vivió, aunque, al parecer, sin mezclarse en su apasionamiento: estaba ya amasando su fortuna). Período de pasiones que resultó en violencia, torturas, asesinatos, ajusticiamientos (que se prolongaron durante el período posfranquista, esto es, durante la dudosa carrera de Ranz), parece decir el texto, y que por lo tanto ahogó todo heroísmo: un acto nulo, esa guerra, en la que todo ideal condujo al fratricidio. Desde luego esto pone a las dos fuerzas enfrentadas, la de los republicanos y la de los sediciosos, en un plano de igualdad. La culpa se difumina: responde a un condenable apasionamiento, juzgada desde el punto de vista de Juan, ese desapasionado por excelencia. "Lo que oí aquella noche de labios de Ranz no me pareció venial ni me pareció ingenuo ni me provocó sonrisas, pero sí me pareció pasado". (p. 298. Las bastardillas son mías)

Pasado, y por lo tanto, olvidable para el narrador: un mundo ajeno ya que "la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable" y que "todo se va perdiendo. Jamás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada." Esta concepción del tiempo y de la historia concede un primer lugar a la función no querida, pero inevitable, del olvido. Pero ante ella se alza el poder del relato, tampoco querido, aunque fatalmente todo termine por saberse, aunque no se quiera: "Sólo que también es verdad que a nada se le pasa el tiempo y todo está ahí, esperando a que se lo haga volver, como dijo Luisa" (p. 294)

Al igual que el narrador de Todas las almas (11), el pensamiento de Juan oscila entre la fatalidad del olvido y la probabilidad -que a veces se transforma también en fatalidad- de que todo suceso renazca en el relato. Es la pasividad de Juan la que permite que Luisa interrogue a Ranz. Esa pasividad esconde un convencimiento temeroso: el de que "La boca está siempre llena y es la abundancia" (p. 144) Nos encontramos pues son esta contradicción: la boca, abundante de palabras, está dispuesta a contar lo que no se quiere saber. Pero eso que se cuenta es el pasado, y está radicalmente separado de nosotros: "Jamás hay conjunto". En la composición del personaje de Juan, esta contradicción se articula así: lo que no ha querido saber ha sido finalmente dicho, pero como no hay conjunto, ese saber no repercute sobre el narrador. Ha escuchado un relato incómodo, sin fuerzas para detenerlo, o bien, equilibrando su deseo de saber (fisgón al fin) con su deseo de desconocer. Sobre la existencia de esa falta de repercusión, es altamente ilustrativo el último capítulo de la novela, en el que la vida de Juan sigue desarrollándose igual que antes de saber que su padre fuera un asesino. Cuando pienso esa contradicción en clave histórica y política, lo que el narrador nos dice es que no hay conjunto entre la época pasional de la guerra civil y la España modernizada de los 90. Luisa y Ranz participan de ese convencimiento: "Descuide", le respondió Luisa con valor y humor (valor para decirlo y humor para haberlo pensado), "yo no me voy a matar por algo ocurrido hace cuarenta años, sea lo que sea." Ranz tuvo los mismos valor y humor para reír un poco. Luego contestó: "Lo sé, lo sé, nadie se mata por el pasado. Es más, no creo que tú te mataras por nada, aunque te enteraras ahora mismo de que Juan acaba de hacer algo como lo que yo hice y le conté a Teresa. Tú eres distinta, los tiempos son distintos, más leves, o más duros, lo encajan todo". (p. 269)

Es difícil juzgar este extrañamiento radical entre el pasado y el presente, esta negación absoluta de la influencia o el valor de la historia en los hechos del presente. Forma parte del juicio acomodaticio de los tres personajes principales de la novela, pero también de otros, como el caso de Berta, cuya sucesión de amantes es no sólo olvidable, sino olvidada por ella misma. Pero no puede decirse que se trate del "mensaje" del texto. Tampoco negarlo. La pulcritud de la escritura, la frialdad del protagonista, la falta de conexiones entre la figura del narrador en primera persona y la del autor (lo que debe entenderse como un elogio a la composición novelística de Javier Marías), lo impiden. El texto que Juan escribe, el relato que Juan nos cuenta, lo define como personaje. Este personaje tiene una idea del mundo como conjunto imposible en el tiempo, armado de piezas donde la memoria no juega papel alguno, por más que la boca se empeñe en relatar lo ya ocurrido. Ese personaje es deleznable, pero este aserto me pertenece, no pertenece al texto. En él, todos los valores morales, todos los juicios éticos, están borrados.

 

Oscar Calvelo
Universidad de Buenos Aires

 

Notas
(1). Carlos Javier García, "La resistencia a saber y corazón tan blanco, de
Javier Marías", en Anales de la Literatura Española contemporánea, Vol. 24,
Issues 1,2, 1999, págs. 107/108.
(2). Javier Marías, Corazón tan blanco, Barcelona, Anagrama, 1992, pág. 288.
(3). Javier Marías, op. cit. Pág. 201 y sgtes.
(4). Javier Marías, op. cit. Págs. 265 y sgtes.
(5). Cito por la traducción de Luis Astrana Marín para Aguilar, Madrid, 1945,
págs. 246 y sgtes.
(6). Corazón tan blanco acepta una lectura en clave de novelística policial,
aunque claramente esa sería una lectura sería claramente reduccionista. Se
narran en ella la investigación no querida de un crimen que no se sabe que se
haya cometido. Como señala Todorov en "Tipología de la novela policial" (en
Daniel Link, comp. El juego de los cautos, Buenos Aires, La Marca, 1992), la
novela encierra dos relatos: el del crimen, ocurrido hace cuarenta años, y el de
la involuntaria investigación, en el hoy narrativo.
(7). Efectivamente, los problemas morales están casi ausentes en la novela,
excepto en uno de sus momentos culminantes: el del comienzo, el del suicidio de
Teresa Aguilera. Teresa, cuya voz no será nunca transcripta, alcanza su mayor
estatura moral en el instante de su suicidio: es la que no transige, lo que la
pone en el lugar opuesto al de todos los otros personajes de la novela.
(8). Aunque "No he querido saber, pero he sabido..."
(9). Javier Marías, El siglo, Barcelona, Anagrama, 1995, págs. 8/9
(10). Javier Marías, Pasiones Pasadas, Barcelona, Anagrama, 1991
(11). Javier Marías, Todas las almas, Madrid, Alfaguara, 1998