LO MEMORABLE
Empezar una breve colección de cuentos con dos historias de ahorcados
parece una exageración, o así lo vio el inglés Thomas
Hardy (1840-1928) en un prefacio a sus Cuentos de Wessex. Es que,
se defendía Hardy en abril de 1896, las ejecuciones abundan en
las tradiciones del lugar, pues los años de 1820 fueron excepcionalmente
malos, y la horca era el destino de quien robaba una oveja para comer,
o estaba presente por casualidad cuando la multitud quemaba un montón
de paja. Fue una época memorable, de la que se hablaba ante la
chimenea y en la taberna y en la iglesia, y Hardy la convirtió
en literatura de revista ilustrada. Como escribe Manuel Rodríguez
Rivero a propósito de El brazo marchito, selección
y traducción del Hardy cuentista que Javier Marías preparó
en 1974 y que hoy seguimos leyendo con placer: "Hardy lo tenía
tan claro como los buenos narradores orales. Un suceso -real o imaginario-
debería ser lo suficientemente excepcional para justificar la narración.
Nada merece la pena ser contado a menos que la historia se salga de la
experiencia más común de los hombres y mujeres...".
Nada hay más fabuloso que un reino perdido, como ese país
agrícola, real e imaginario del sur occidental de Inglaterra al
que Hardy llamó Wessex, el universo de toda su literatura: su reino
irrescatable fue el tiempo pasado y todavía próximo. Hardy
presumía de haber conocido a quienes conocieron a sus personajes,
y tenía oído para las habladurías y creencias aldeanas,
las noticias de almanaque o periódico, las crónicas y leyendas
del lugar. Escribió unos cincuenta cuentos entre los años
1878 y 1900, y, cuando no se ocupó de aquel mundo de campesinos
sometidos a la repetida fatalidad de las estaciones, respetó su
culto al destino inevitable: sus historias se traman a partir de encuentros
fortuitos que producen violentas e irónicas contraposiciones. Digamos
que a la fiesta de un nacimiento acuden un verdugo y un condenado a muerte.
Y que los alegres pasos de baile en el bautizo son simultáneos
a las zancadas furiosas de un fuera de la ley que intenta salvar la vida.
La realidad resulta fantástica. Una pobre lechera abandonada con
un hijo sueña con la joven esposa del granjero que la descarrió:
la mujer nueva, envejecida y arrugada monstruosamente en la pesadilla,
aplasta con su peso a la lechera, que la agarra de un brazo y se la quita
de encima. Por una rara coincidencia la esposa sufre desde entonces una
magulladura en el brazo, que se le va pudriendo de verdad. Son casualidades
caprichosas, porque los personajes de Hardy están a merced de las
arbitrarias leyes humanas, con sus impuestos y patíbulos y convenciones
sociales, pero, sobre todo, sujetos a una Voluntad Superior, una Imbecilidad
Suprema, que nos ha concebido en broma y nos destruye azarosamente. Pequeñas
ironías de la vida llamó Hardy a uno de sus cuatro volúmenes
de cuentos. Hardy fue un terrible humorista. En sus cuentos, el rígido
predicador acabará hospedándose en la casa de la contrabandista
de alcohol, y enamorándose de la delincuente. Y la mujer conquistada
por un violinista tramposo irá a pararse, muchos años después,
con su marido y la hija que tuvo del músico, precisamente en un
hostal donde otra vez se oye el violín arrebatador.
En bailes y fiestas suena la música que enreda a las criaturas.
Como decía la Sue de Jude el Oscuro, la novela final de
Thomas Hardy, el mundo se parece a una melodía compuesta en sueños,
maravillosa a medio despertar e irremediablemente absurda con los ojos
bien abiertos. La heredera de una noble casa se fuga de la celebración
navideña con el hijo de un artesano: el chico es de clase baja,
pero bellísimo, y los suegros deshonrados se avendrán a
recibirlo entre los suyos y pagarle un viaje por Europa, para su educación
como caballero. Un incendio en un teatro durante el carnaval de Venecia
dejará al pobre tristemente desfigurado, repugnante. Perdido, como
una careta, el rostro excepcional, el único don que poseía
el novio, ¿qué hará la novia? Aquí Thomas
Hardy pudo pensar en el modelo literario que le había sugerido
George Meredith, el del folletinista Wilkie Collins, que, en La pobre
señorita Finch, trató el mismo tópico para bienpensantes:
la oposición entre lo bello y lo útil, lo transitorio y
lo permanente. Y, a su vez, este mismo cuento de Hardy, Barbara de
la Casa de Grebe, quizá sirvió para el Dorian Gray
de Wilde.
Hay también desencuentros decisivos: una mujer casada y soñadora
cae bajo la atracción de un poeta al que nunca conocerá,
tiene un hijo con la cara del artista que jamás llegó a
acercársele, y, sin ningún género de dudas, su marido
se siente traicionado. Pero los matrimonios breves, fastidiados por el
destino, posiblemente sean mejores que los largos matrimonios sensatos:
media docena de años pasan y la experiencia matrimonial se hunde
"en el prosaísmo y otras cosas peores", dice Hardy. Todo
se desgasta y pierde por impaciencia o indolencia, incluso las buenas
intenciones, como enseña esa historia del suicida enterrado en
un cruce de caminos, sin señal, para el olvido absoluto. No queda
lápida sobre el suicida, pero permanece su historia, otra forma
de encuentro fortuito: en una reunión alguien cuenta algo que merece
ser contado, y, aunque la hierba crezca sobre las tumbas de los personajes
del cuento, sus peripecias seguirán conociéndose y contándose
tan bien o mejor que en su época.
Justo Navarro
El País, Babelia
24 de abril de 2004
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