Todas las almas

Todas las almas

Alfaguara

 

INTRODUCCIÓN


Para muchos escritores contar una historia es vencer el tiempo, salvando la sustancia de su paso. Para Javier Marías contar una historia es rendirse al tiempo, destruyendo la exactitud de su medida. La palabra y la vida están hechas de tiempo, pero no sólo la palabra no se parece a la vida, ni la reemplaza o la simula, sino que surge a raíz de su pérdida irreparable, de su definitivo ocaso. Inevitablemente, narrar es entonces recordar, porque quien actúa no escribe y quien se pone a escribir ya ha dejado de vivir. Por lo menos ha dejado de vivir en la circunstancia que le da argumento a su relato. Sería inútil buscar por lo tanto en estas páginas testimonios de alguna realidad tomada en directo. Para Javier Marías, entre la experiencia y la literatura el desfase es permanente y necesario. En el más clásico de los sentidos, la mayoría de sus historias son antes que nada memorias, subrayadas de manera cada vez más explícita por la presencia de un personaje que desde el principio justifica su narración como acto lingüístico y como texto escrito. La función más imprescindible del lenguaje, es decir, la capacidad de transformar el desorden de los acontecimientos en el orden del relato, tiene así voz y también figura. Inventando alguien que cuenta, el narrador Javier Marías inventa su doble, dramatiza su oficio, pone en escena el arte de contar y el origen de ese arte, con sus privilegios, sus restricciones, sus mitos.

Así como El hombre sentimental presenta desde la primera línea a un narrador que dice: "No sé si contaros mis sueños", esta otra novela, Todas las almas, también se abre con alguien anunciando un proyecto de relato: "Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford, y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperaron a que yo llegara y consumiera mi tiempo allí para darme ocasión de conocerlos y para que ahora pueda hablar de ellos. Puede, por tanto, que -siempre supersticiosamente- esté obligado a hablar de ellos". La narración tiene por argumento el pasado, y un pasado tan definitivo como el que queda sellado por la muerte. El narrador tiene la función del testigo, y un testigo tan especial como el que ha llegado a ser un superviviente. Condiciones extremas que le dan en seguida a este proyecto de narración un carácter "obligatorio" y "supersticioso" o, dicho de otra forma, trágico y sagrado, si inevitablemente trágico y sagrado es todo homenaje a quien habita o deshabita algún más allá. Lejos de hacer vivir o revivir nada, este proyecto de hablar del pasado, este propósito de reconstruir algo que ya no existe, aparece pues desde el primer momento como un extenso epitafio, como la postrera imagen de una pérdida de sustancia que incluye al propio narrador.

La novela de estas muertes anunciadas se inscribe en efecto en el género autobiográfico. "Pero para hablar de ellos -explica a continuación el personaje que va a contar la historia- tengo que hablar también de mí, y de mi estancia en la ciudad de Oxford. Aunque el que habla no sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo. Si a mí mismo me llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañando desde que nací y por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que otros me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon otros pero yo habité durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en primera persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiempos y en diferentes espacios. El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación, ni su sombra, ni su heredero, ni su usurpador."

En esta larga cita se condensa el programa aparentemente críptico de toda la novela. Como la primera página de El hombre sentimental o de Corazón tan blanco, también la primera página de Todas las almas es fundamental para el desarrollo del libro entero. Cualquiera de sus partes, aun la que pueda parecer en un primer momento más periférica, encuentra aquí su génesis y su explicación. Cada línea está llena de consecuencias futuras.

La primera toca directamente la función conmemorativa del relato que aún no existe. Lo que está a punto de aparecer no guarda ninguna relación esencial con lo que ya ha desaparecido. La naturaleza abstracta de la palabra no sólo no tiene que ver con la naturaleza concreta de la vida, sino que se da sólo en su radical negación, tras la muerte absoluta de los personajes que dejaron de ser para siempre y tras la muerte relativa del narrador que va dejando de ser día a día. En esta novela, tener memoria, contar una historia, y aún más la historia de uno mismo, es siempre un asunto de fantasmas, una ficción novelesca, una fábula de la vida. El narrador lo advierte con escrupulosa insistencia en la disociación previa de su identidad. El que en el pasado estuvo viviendo en Oxford no es el que en el presente está escribiendo en Madrid. Las palabras se dan aquí y ahora. Los hechos se dieron allá y entonces. Entre lugares y tiempos para él tan diferentes toda coincidencia es sólo apariencia, toda verdad es pura quimera, posibles trucos de un relato anómalo que tiene por argumento la historia de una perturbación. Es éste el deliberado principio organizador y desorganizador de Todas las almas: si el que fue entonces protagonista tuvo una experiencia alterada de la realidad, el que es ahora el historiador de esa experiencia produce una estructura también alterada de su discurso, cuyas articulación y lógica son mucho más complejas que las habituales. La asociación prevalece sobre la concatenación. La geografía destruye la cronología.
Escenario principal de la historia es Oxford, un lugar septentrional e insular, radicalmente opuesto a Madrid y a todos los territorios meridionales y continentales. Es una antítesis simbólica, la configuración topográfica de un malestar interior que se desencadena a partir de la diferencia y la distancia. Profesor universitario durante dos cursos en la Universidad de Oxford -donde All Souls o "Todas las almas" es uno de los colleges más representativos-, el narrador toma en seguida su condición de extranjero como un destierro de la vida misma. No haber sido conocido en su infancia y en su juventud, no tener allí testigos de su pasado madrileño, transforma la novedad del ambiente en un desvarío de la mente. Oxford es entonces la materialización de la discontinuidad del sujeto, un lugar extraño hecho de "otro elemento, el agua", "una ciudad estática y conservada en almíbar", cuyos habitantes tampoco "están en el mundo", porque "ni siquiera están en el tiempo".

No lo está el anciano portero Will, que cada día se instala al azar en una época distinta de su biografía; no lo están los profesores y los alumnos de la universidad, en cuyas ciencias ornamentales tienen el mismo peso la verdad y la mentira; no lo está Clare Bayes, "uno de esos seres para los que no está hecho el tiempo", que habla incesantemente con sus amantes ocasionales -el narrador es uno de ellos- para buscar momentos de eternidad; no lo está Cromer-Blake, el personaje que "llevaba mucho más tiempo en el agua" y que escribe un diario en la inminencia de su muerte; no lo está Toby Rylands, el profesor jubilado que rememora con pasión su larga vida de estudio y de aventura.

Éstos y otros muchos personajes, con sus aspectos y sus hábitos invariablemente anticuados, parecen existir sólo para imaginar y contar. Lo propio. Lo ajeno. En Oxford no hay más vidas que las vidas narradas, distintas formas de pasado bajo distintas formas de relato, simulacros verbales de experiencias reales hechas a menudo bajo otros cielos, en otros países, muchos de ellos exóticos y meridionales. El narrador escucha esas vidas, las cruza, amplía, las relata de nuevo, sin apenas distinguir entre la información y la ilusión, la prueba y la hipótesis, llegando a mezclar la historia de personajes vivos en la ficción con la historia de un escritor muerto en la realidad. De John Gawsworth, cuya vida auténtica es absolutamente novelesca, el narrador ofrece una biografía fascinante y hasta dos fotos llevando a límites extremos la perturbación obsesiva y supersticiosa que lo obliga a hacer asociaciones y previsiones inusitadas: su ocioso vagabundeo por Oxford y el vagabundeo de un sinnúmero de mendigos borrachos; el desolado epílogo del mendigo y borracho John Gawsworth y el imaginario epílogo no menos triste del propio narrador, que con él parcialmente se identifica.

Todas las almas avanza así, con movimientos en espiral que dejan perennemente abiertas las situaciones, pues ningún pasado es cerrado del todo y ningún futuro es razonablemente abierto. En la ciudad de Oxford que está fuera del tiempo y fuera del mundo, el único principio de realidad del narrador puede consistir a veces en la acción mínima de llenar el cubo de la basura. Admirable y alarmante alegoría de la pérdida del centro por parte del sujeto, de la crisis de la modernidad que acumula ideologías heterogéneas y parciales sin fundamento ni sistema, la "indiscriminada mezcla" del cubo de la basura se convierte en "el orden y la explicación del hombre. La bolsa y el cubo son la prueba de que ese día ha existido y se ha acumulado y ha sido levemente distinto del anterior y del que seguirá, aunque es asimismo uniforme y el nexo visible con ambos".

La otra identidad, la que depende de las relaciones interpersonales, aparece en cambio "brumosa", es decir nueva, incierta, provisional, igual que la amistad y el amor que el narrador se busca allí para tener la mente ocupada, para no caer en el vacío. Sin embargo, en el lugar de la discontinuidad, lo que no existía antes, tampoco existirá después. El amigo Cromer-Blake tiene una enfermedad mortal. La amante Clare Bayes es una mujer casada. Relaciones constitutivamente efímeras -como por otra parte parece ser toda relación no consanguínea que el narrador considera siempre "a plazo"-, pero estrechadas como si fueran perdurables, como si pertenecieran al ámbito familiar, como si encarnaran los escasos papeles primordiales que el vínculo de la sangre incansablemente reitera y asegura.

Si en este parentesco simulado el personaje de Cromer-Blake representa la función fundamental de la madre y del padre, el personaje de Clare Bayes representa la función polivalente de otros papeles femeninos. El de la mujer adulta, como "una de esas figuras devotas y secundarias que pueblan nuestra niñez", pero sobre todo el de la mujer niña, como por ejemplo una hermana. Así había sido desde el principio, cuando la primera mirada -una mirada directa e intensa, una mirada sin velo, no inglesa- transforma el conocimiento en un reconocimiento, como si los futuros amantes fueran la pareja mítica de los orígenes, los elegidos que se quieren y se protegen desde tiempo inmemorial y de forma indeleble. Dice el narrador: "Así me miraba Clare Bayes y yo la miraba a ella, como si fuéramos los ojos vigilantes y compasivos el uno del otro, los ojos que vienen desde el pasado y que ya no importan porque ya saben cómo están obligados a vernos, desde hace mucho: tal vez nos mirábamos como si fuéramos hermanos mayores ambos". Este encuentro casual de la edad adulta supone en seguida un regreso solidario a la edad infantil -madrileña para el narrador, india para Clare Bayes, las dos meridionales con respecto a Oxford-, cuando la identidad se recibe y no se elige, cuando la conciencia aún no ha crecido, cuando "el mundo es más mundo, y el tiempo tiene mayor sustancia, y los muertos aún no se han convertido en la mitad de la vida".

Clare Bayes, sin embargo, tiene en Oxford sus propias relaciones consanguíneas que deshacen las figuraciones consanguíneas del narrador. Cuando su hijo, el niño Eric, cae enfermo durante unas semanas, ella le dedica todo su tiempo y su vida, cortando con el amante cualquier forma de comunicación. El narrador se siente rechazado en la ciudad de Oxford que no es su espacio, se siente devuelto a la edad adulta que no es su tiempo. De nada le sirve que intente inventarse otros papeles familiares. El día del adiós definitivo, cuando ya sabe que esa relación ha llegado a su plazo, el narrador quiere proponerle a Clare Bayes una convivencia que lo volvería automáticamente un casi marido y un casi padre. Es una vez más un juego, una fantasía, porque en realidad el narrador seguirá siendo hasta el final sólo un amante, alguien prescindible y sustituible al que la mujer le fue contando sus historias, y al que le narra, en la despedida final, el secreto de su presente inmóvil. La época es por supuesto la infancia, el lugar es la India: allí estaba el mundo o la vida de la niña Clare Bayes antes de que su madre la abandonara para huir con un amante. Una historia tan lejana que une por última vez a Clare Bayes y al narrador, en una mezcla de fantasmas personales hecha más de imaginación que de recuerdo, más de emoción que de evidencia. Clare Bayes repite una historia que conoce poco y el narrador completa esa misma historia que acaba de saber, hasta superponer la figura de Terry Armstrong, el hombre con quien la madre de Clare se fugó sin dejar rastro, con la figura de John Gawsworth, el escritor que también había estado en la India, y cuyo nombre verdadero era Terence Ian Fytton Armstrong. Es el último acto de una aventura que para el narrador se cierra circularmente como había empezado, con una mirada descrita exactamente como la primera, salvo el final donde añade: "tal vez nos miramos como si fuéramos hermanos mayores ambos y lamentáramos no poder querernos más. O más que como tales". Entre el principio y el epílogo apenas hay diferencias, la historia puede empezar de nuevo. Como si no hubiera existido. O como si fuera un mito.

Antes de su regreso a Madrid, antes de la vuelta a su identidad estable, a su tiempo y a su mundo de antes, el narrador ofrece el ensayo más sofisticado de su perturbación, el ejercicio más virtuoso de un pensamiento que "unifica y asocia y establece demasiados vínculos", con párrafos, frases y palabras sueltas que se repiten a menudo en los contextos más diferentes, añadiendo nuevas analogías a lo que en sí no parece guardar ninguna relación. Son asimetrías de la expresión que potencian las anomalías de la obsesión. Todo tiene que ver con todo. Lo que posee la misma calidad sustancial le presenta la misma forma verbal: el evento y el relato del evento, la experiencia de los hechos y las palabras que fijan su acontecer. Así por ejemplo no sólo están relacionados entre sí los mendigos borrachos, el John Gawsworth venido a menos, el Cromer-Blake enfermo y el propio narrador, en cuanto sujetos necesitados cada uno a su manera, sino también Toby Rylands, Clare Bayes, su padre, su madre, otra vez Cromer-Blake y los mendigos, por conocer todos una sensación de "descenso", metafórica o real.

Según las distintas perspectivas, no necesariamente congruentes las unas con las otras, varían las conexiones entre los personajes y varían también las interpretaciones de la novela, nunca sistemáticas ni complementarias. Es éste uno de los muchos aciertos estéticos de Todas las almas, cuyo estilo magnético y ambiguo desenmascara la naturaleza convencional de lo que se considera verdadero o verosímil, comprobado o fingido, histórico o novelesco. Como la locura de Hamlet, la perturbación del narrador tiene su método y su poder de revelación. Si la vida no perdura ni fuera ni dentro de la palabra, si la palabra existe sólo como carencia, nostalgia, separación de esa misma vida, entonces todo relato es autónomo, toda historia se equivale, cualquier memoria es literatura. Un arte paradójico e inmaterial, omnipotente y frágil, que no averigua ni fija los hechos: sólo construye y conoce las narraciones que hablan de ellos.

¿Qué diferencia hay entonces entre lo que cuenta el narrador ficticio de esta novela y lo que cuenta fuera de ella su verdadero autor, Javier Marías? Éste también estuvo en Oxford dos años como profesor de literatura. En varios periódicos, con su propio nombre e identidad conocida, éste también contó algo de la extraña vida universitaria de aquella ciudad septentrional, reveló anécdotas autobiográficas sobre su infancia madrileña, hizo un artículo y un cuento sobre John Gawsworth. El lector curioso puede averiguar éstas y otras cosas más en el libro de cuentos Mientras ellas duermen y en la colección de artículos Pasiones pasadas. Las coincidencias son manifiestas e inquietantes, porque nada dicen que fundamentalmente ya no se sepa: ambas vidas son narradas y escritas y sólo enseñan su relación especular. Por lo que puede ser comparado, es decir, en razón de lo que Javier Marías quiere revelar acerca de sí mismo, la más amplia vida del narrador ficticio duplica fragmentos de la vida del narrador auténtico. O al revés.

Por ambos lados, el arbitrio envenena la evidencia, el vértigo cautiva la ilusión. Como se dice en Todas las almas, "a veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse". Pero nunca sabremos a quién pertenece esa voz, ni dónde está su mundo y cómo mide su tiempo.


Elide Pittarello
Enero de 1992
Todas las almas
Circulo de lectores
Barcelona, 1992

 

 

 

 

 

 

DE LOS BUENOS MODALES (INGLESES)


Que Javier Marías (Madrid, 1951) poseía modales narrativos ingleses se había dicho ya en otras partes. Sus novelas habían aprovechado un sistema, una cuadrícula; tributaban a la fuerza de una costumbre; eran hijas de la tenacidad y de una inventiva sometida a cálculo; honraban el orden de la ficción (excepto, quizá, El monarca del tiempo -Madrid, 1978-); presentaban escenarios cultos, y el rastro de la experiencia empujaba, por lo general, los ovillos de sus historias; eran tradicionales (algunas) o de género (otra), sin serlo del todo, tal vez por servirse de dispositivos clásicos y activarlos de manera poco académica; resultaban, en suma, inteligentes y cuerdas, de una amenidad británica, y el lector apreciaba el don arquitectónico y la seguridad, algunas veces desairada, del autor, y le agradecía a éste que le hubiera alimentado el placer de leer, cerciorado de haber consumido un producto de su tiempo.

En Todas las almas, su última novela, Marías no abandona esas maneras. Un punto menos flemático, pero con la misma sabiduría para intrincar cualquier madeja de motivos con los cabos perdidos, aquí consigue además liberarse de cierta superfluidad narrativa que, como hilachas colgando en el vacío, menoscababa algunas de sus novelas previas. Estas aparecían en ocasiones como soldadas y dejaban a la vista los costurones. Las criaturas que andaban por ellas (incluso de León de Nápoles, de El hombre sentimental -Barcelona, 1986-) tenían ese fondo falso que conservan a veces muchos de los personajes de la prosa inglesa de pasatiempo, si bien la razón particular de los relatos de Marías era la de ofrecer no un manojo de caracteres, sino de conductas. Por el contrario, Todas las almas es una novela de una pieza, donde sin tibieza se asoma ya lo que cohíbe a los hombres, los fantasmas de la vida.

Y tal vez ocurra de esa manera porque su contexto parece declaradamente auto-biográfico, pues que hace referencia a los dos años que el autor pasara en el Wellesley College de Oxford como lector de lengua española. En el tiempo incidental y acotado de su estancia en la Universidad oxoniense, el narrador -un héroe medio sin otra ambición que el presente, sorprendido por una pasión carente de cuajo y tan imposible como inútil-, se pierde a sí mismo, se extravía, se desvanece en medio de una ciudad adormidera, en medio de un enclave fuera del mundo, invadido por una terrible calma chicha que le presta una textura de fantasmagoría, un territorio del que sólo podrá rescatarle la amistad (uno de los temas recurrentes en Marías, ese puñado de conversaciones y de afectos que le sirven a uno para descubrir facetas propias). Si el Madrid de El hombre sentimental era un lugar puntiagudo y hostil, apenas relevante para la trama, la Oxford de Todas las almas es innoble, gris, sin grosor, y además de "conservada en almíbar", tiene una presencia obsesiva en la novela. Con la sorna aprendida en Sterne, pero también en Thackeray y en James, y el hábito mental de un ensayista, Javier Marías derrumba el mito de Oxford al convertirla en un cerrado universo de fisgones, y entrega lo mejor de su novela en la caricatura de determinados aspectos de la vida contemporánea. Su humor conmueve, como el de Charlot o el de Kafka, y al mismo tiempo extrae el hollín dañino que en ciertos momentos obstruye la percepción de las cosas.

Sea o no un relato autobiográfico -en los textos autobiográficos casi siempre y únicamente se miente por omisión, de modo que si algo resulta falso, será porque no se ha dicho-, Todas las almas es "la vida imaginada" de su autor "al otro Borges -decía Jorge Luis Borges- es al que le suceden las cosas"), "la historia de una perturbación", de una excrecencia, de un desorden, contados con una acuidad fascinante. Marías pone su realismo sentimental al servicio de una voluntad que pretende fijar por escrito la vida para que ésta no se desvanezca como un sueño; efectúa una cuidadosa medición del alcance de los deseos y de las necesidades de sus criaturas al examinar las relaciones entre todas esas almas que habitan en cuerpos de ceniza. Lástima que las últimas cuarenta páginas de la novela afeen, por demasiado explícitas, la que sin duda es su mejor obra hasta hoy.


Carlos Ortega

El Urogallo
número 37, 1989

 

 

 

 

 

 

 

Todas las almas, de Javier Marías: Historia de una perturbación

"Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford": así empiezan el primer capítulo y el último de Todas las almas, de Javier Marías, como si en ellos se quisieran encerrar e inmovilizar una experiencia en el pasado del narrador (sus dos años como profesor de literatura en la Universidad de Oxford) y reflejar asimismo el aletargamiento de la "ciudad estática y conservada en almíbar". A este pasado aparentemente inmóvil y al pasado aparentemente inmóvil de la muerte hay que añadir el tiempo vacío de los que no dejarán ninguna huella, con rutinas y vidas solamente imaginadas, "como las de los que escriben", y en las que el narrador ve las almas muertas de la ciudad de Oxford y el presente eterno simbolizado por Will, el anciano portero de la Tayloriana, un ser que carece absolutamente de visión de futuro, viajero del tiempo por el que se desplaza continuamente adelante y atrás, y para quien todas las almas están vivas. Estos dos presentes son, por así decirlo, las hojas (los capítulos I y XVII) de la puerta que trata de impedir el paso del flujo temporal.

El encargado de abrir estas puertas al tiempo es el narrador, quien, plenamente inmerso en la temporalidad, vive el pasado, el presente y el futuro como una experiencia y como una indagación, y no sólo es consciente de que "el que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquél que lo vio y al que le ocurrió", sino que incluso antes de regresar a Madrid estaba pensando más "en lo que me aguardaba (en el futuro, en lo diáfano y en lo plano), que en lo que dejaba (en lo pasado y en lo brumoso, en lo rugoso y quebrado)". La diferencia entre él y los personajes que ha dejado atrás está, desde luego, en que él "no iba a seguir en Oxford y no llegaría a ser nunca una de sus verdaderas almas", pero sobre todo en que "ellos no fantasean, y yo en cambio sigo fantaseando con lo que ha de venir".

Desgajado del tiempo, el narrador vive, en Oxford, la historia de una perturbación, pues allí no hay ninguna persona que le haya conocido en su juventud o en su infancia: "eso es lo que me resulta perturbador, dejar de estar en el mundo y no haber estado antes en este mundo. Que no haya ningún testigo de mi continuidad". De ahí nace precisamente la necesidad de narrar: "por eso estoy haciendo ahora este esfuerzo de memoria y este esfuerzo de escritura, porque de otro modo sé que acabaría borrándolo todo"; una narración que sólo se hace posible al adquirir plena conciencia de su condición perturbada, que le llega ante la inesperada aparición de su infancia en la mirada de Clare Bayes. Si en este origen de la conciencia de la perturbación, al que asistimos en la escena de la high table de los capítulos VI y VII, se encuentra la génesis de la novela en la naturaleza de la perturbación, revelada en las escenas del museo y del restaurante del capítulo XIV, encontramos el desarrollo y el carácter de la novela: hastiado de pensar perturbadamente, el narrador siente la necesidad de "descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y establece demasiados vínculos".

Oxford es, pues, un lugar inmóvil que se pone en marcha el día en que el narrador pisa su suelo por primera vez, "sólo que yo no lo he sabido hasta esta noche de perturbación". La ciudad resucita y ahora podemos escuchar su ritmo narrativo de sístole y diástole, contemplar sus espacios amenos y luminosos y los oscuros y cargados de significados simbólicos. Más concretamente: la escena de la high table es una escena divertida, parodia de un rito y caricatura de un "warden" fácilmente identificable para cualquiera que esté familiarizado con Oxford: guiño o falso guiño para compartir con un grupo de iniciados, un tipo de complicidad frecuente en "los narradores puros". Como relato independiente, esta escena y otras muchas escenas de la novela es anecdótica, brillante y divertida, con esta facilidad y felicidad narrativas que identificamos con el mejor Marías y que es atributo de muy contados escritores. En este nivel de normalidad, el observador sólo podría encontrar un cuerpo atractivo, "un escote de excelente gusto", en el que se han extraviado los ojos del "warden" y una mirada neutra. Sin embargo, gracias a su perturbación, él la mira abiertamente "y, sin conocerla, la vi como alguien que pertenecía ya a mi pasado" y descubre que "por aquellos ojos oscuros y azules atravesaba ese río brillante y claro en la noche, el río Yamuna o Jumna que atraviesa Delhi"; al mismo tiempo, se da cuenta de que Clara Bayes le miraba "como si conociera mi infancia en Madrid y hubiera asistido a mis juegos con mis hermanos y a mis miedos nocturnos".

Se desencadena así una serie de asociaciones centradas en las relaciones consanguíneas y las no sanguíneas y en los ríos "oscuros y azules" como los ojos de Clara y de otros personajes, o como el fluir narrativo de la propia novela. Estos ojos que vienen desde el pasado, desde la infancia, se miran, en consecuencia, como hermanos. Cromer-Blake, "mi vínculo más fuerte con esta ciudad", representa en cambio la figura paterna y la materna, esta figura "que siempre debe haber para todos en todo tiempo y en todo lugar". Y ante su propio hijo siente que quisiera "retornar a la situación de ser sin hijos, de ser un hombre sin prolongación, de poder encarnar siempre y sin mezclas la figura filial o fraterna, las verdaderas", las únicas en las que estamos instalados naturalmente desde el principio.

La relación entre padre e hijo nos remite a la pareja espantosa y a otro sutil experto en asociaciones, Machen, con el que tendremos que encontrarnos más adelante. Estas asociaciones o coincidencias forman un complejísimo entramado: Marriott y el perro, el perro y la estación de Didcot, el perro y Gawsworth, Gawsworth y los mendigos, los mendigos y el narrador, el narrador y Gawsworth: ambos empujando un cochecito de niño, bibliófilos, condenados -cree el narrador- a correr una suerte idéntica. En cuanto a las relaciones entre parejas de adultos (Clare y la muchacha de la estación de Didcot son los mejores ejemplos) suelen ser elusivas, imposibles o secretas, expresión de un radical desencuentro. La relación dominante es la del trío, y el tres, y con el tres el treinta, se convierte en un signo clave que gira en torno al trío padres / hermanos / hijo (ya sea el hijo de Clare, Eric, o el del propio narrador) o padres / hermano /maestro, este último en la figura de Rylands. Son tres los profesores con un papel importante en la novela, Cromer-Blake, Rylands y Dewar, y tres las mujeres, Clare, la chica de la estación de Didcot y Muriel, y tres los ríos, el Yamuna que atraviesa Delhi, el Cherwell junto al que vive Rylands "y en el que ve el transcurso", y el Guadalquivir que desemboca en Sanlúcar. Tres son los males que erosionan nuestra voluntad: la vejez, la enfermedad y la perturbación. El narrador vive en una casa de tres pisos. Clare tenía tres años cuando murió su madre, y ahora habrá cumplido ya los treinta, como los ha cumplido el narrador, a diferencia de Shakespeare, quien "fue a morir apuñalado sin haber cumplido los treinta en una fecha de Trinity, un 30 de mayo". Y con frecuencia el libro nos remite a los años treinta.

Pero la relación o, mejor dicho, identificación más dramática y la que más afecta al lado oscuro y simbólico de Todas las almas es la que el narrador descubre entre Clare, su padre y su hijo Eric, un parecido asombroso, espantoso. Al mirar al niño ve "el mismo rostro por tercera vez, idéntico", y en sus ojos oscuros y azules como los de la madre ve "la sensación de descenso que todos los hombres sienten más pronto o más tarde". Y fue en estos ojos azules y oscuros que vio, la primera vez que los vio, "las aguas azules de ese río brillante y claro en la noche, el río Yamuna"; lo que nos remite, en el pasado, a otro trío y al origen absoluto del valor simbólico (tiempos y espacios que se encuentran, presagio que se cumple), los ríos que fluyen por las páginas de la novela: las tres personas que ven matarse a la persona que aman, Clare, su padre y el amante de la madre, Terry Armstrong, son testigos de cómo Clare Newton "cae con su sensación de descenso" en las aguas del río Yamuna.

Esto nos desplaza hacia otro centro y hacia otra cadena de asociaciones de humor extravagante, detectivesco y fantástico, dentro de la mejor tradición anglosajona, y de carácter predominantemente pero no exclusivamente literario, ya que nada es exclusivo o independiente en este complejo entramado de relaciones. En Oxford el narrador ocupa los domingos, estos domingos ingleses desterrados del infinito, en recorrer las librerías de viejo, y es así como empieza a interesarse por la obra del galés Arthur Machen, "aquel raro escritor de estilo refinado y sutiles horrores" cuyos libros, pese a su fama, no son fáciles de encontrar. Es así como conoce a otro apasionado bibliófilo, Alan Marriott, un hombre cojo acompañado de un perro también cojo, quien le convence para que se haga miembro de la Machen Company y le menciona la introducción que Machen escribió a Above the River de John Gawsworth.

Es así cómo el narrador empieza a interesarse por Gawsworth, autor de ensayos literarios y cuentos de horror, e incluso llega a encontrar un libro suyo, Backwaters (otro título relacionado con un río). Gawsworth, cuyo verdadero nombre era Terence Ian Fytton Armstrong ("el del fuerte brazo", para quienes encuentren algún placer en traducir apellidos"), fue heredero del reino de Redonda, minúscula isla antillana, e incluso llegó a firmar como Juan I, King of Redonda, y acabó regresando a Londres para vivir de la caridad. El narrador no puede dejar de preguntarse, "qué le habría sucedido en medio, entre su precoz y frenética iniciación literaria y social y aquel final anacrónico y harapiento". Lawrence Durrell cuenta, en un breve texto, que la última vez que lo vio fue en Shaftesbury Avenue, empujando un cochecito de niño: "quizá del mismo modo que yo empujo ahora a veces el mío", observa el narrador. Este Gawsworth o Armstrong, Brazofuerte, no es otro que aquel amante de Clare Newton que en el último capítulo del libro (si consideramos el I como un prólogo y el XVII como un epílogo), "con esas manos que pilotaron aviones y que pedirán limosna", se agarra a los hierros del puente mientras contempla, con los ojos "llenos de espanto como los del perro de Alan Marriott justo antes de que le cortaran la pata trasera izquierda en la estación de Didcot", cómo Clare se hunde en las aguas del río Yamuna.

En Todas las almas Javier Marías ha creado una original y variada galería de personajes (Lord Rymer, Aidan Kavanagh, la florista gitana, etc., además de los ya mencionados previamente), algunos basados en la realidad; nos ha llevado por los rincones más insólitos de la ciudad de Oxford, acompañados por el viento, la luna pulposa, las campanas, los mendigos, los patanes o los hispanistas; una serie de motivos recurrentes en perpetua mutación, a merced de la memoria y el tiempo. Este tiempo de muerte y de eternidad que recorremos por los vericuetos de Oxford (que son los de la novela) agobiados y estimulados por las dudas, las hipótesis, los secretos, los espacios en blanco que el lector va recorriendo deslumbrado por las continuas sorpresas que nos depara la incesante inventiva del narrador. Con todos los ingredientes de la novela "pura" (capacidad de intriga, amenidad, humor), Javier Marías ha sabido crear una novela de una profunda, intensa complejidad. Esta vez su facilidad narrativa ha apostado por lo más difícil, y ha triunfado.

Juan Antonio Masoliver Ródenas

ÍNSULA, 517 [pp.21-22]

Enero, 1990

 

 

 

 
 

PREFÁCIO DE ANTÓNIO LOBO ANTUNES

a TODAS LAS ALMAS (edición en Portugal)

No meu entendimento Javier Marías é um dos mais importantes, talvez o mais importante, junto de Juan Marsé e Ana María Moix romanticistas espanhóis contemporâneos, e isto num país onde a ficção deixa à légua o que por aquí portugesmente se escreve. Digo-o com tristeza sincera. Por razões de vária ordem, que levariam tempo demais a explicar, o que produzimos é, de forma geral, muito fraco. Sempre assim foi, embora tenha esperança na geração que agora principía a editar, livre de cânones imbecis e franjas verbais de cabeleireiros de palavras. Em muitos sentidos o trabalho de Javier Marías é exemplar: homem de profunda cultura e tradutor estupendo, sabe, como poucos, integrar a sua erudição e capacidade de análise,o que está longe de ser fácil, no influxo criativo. A sua prosa, que se pensa a si mesma à medida que se desenvolve, constitui um exercício fascinante de equilíbrio entre a tensão narrativa e a reflexão irónica, ponteada de alusões subtilíssimas acerca do fadário de escrever. No mais nobre sentido do termo é um escritor para escritores sem deixar de ser um escritor para leitores - e quase nenhum escritor e nenhum leitor possuem o seu armamentário teórico e o seu peso referencial. Torna-se um exercício dos sentidos e do raciocínio assistir à multiplicidade de planos e de conteúdos latentes dos seus livros, e escolher um nível de apreensão entre os vários que nos oferece. Porque uma outra qualidade de Javier Marías é o modo como consegue fazer obras inteligentes, apagando conforme sempre deve acontecer, e raramente acontece,a inteligência do autor em benefício da inteligência do produto final. A não exibição de brilho próprio é uma questão de elegância, e os romances de Marías são, também, sumamente elegantes. Este conjunto de características que em outro autor, menos hábil ou mais narcisista, se tornariam a espécie de defeitos que faz a alegria de certa crítica, também inábil e narcisista, combinam-se para nos darem ficções excelentes, cadenciadas por uma relojoaria minuciosa, precisa. Lê-los é um desafio e uma descoberta. E uma lição de vida para quem aceite a proposta de neles morar.

 

PREFACIO DE ANTONIO LOBO ANTUNES

a TODAS LAS ALMAS (edición en Portugal)

En mi entendimiento, Javier Marías es uno de los más importantes, quizá el más importante, junto a Juan Marsé y Ana María Moix, de los novelistas españoles contemporáneos, y esto en un país donde la ficción deja a una gran distancia lo que por aquí se escribe. Lo digo con sincera tristeza. Por razones de variado orden, que llevaría demasiado tiempo explicar, lo que producimos es, de forma general, muy flaco. Ha sido siempre así, aunque tenga esperanza en la generación que ahora comienza a editar, libre de cánones imbéciles y de flequillos verbales de peluqueros de palabras. En muchos sentidos, el trabajo de Javier Marías es ejemplar: hombre de profunda cultura y traductor estupendo, sabe, como pocos, integrar su erudición y capacidad de análisis, lo que está lejos de ser fácil, en el influjo creador. Su prosa, que se piensa a sí misma mientras se desarrolla, constituye un ejercicio fascinante de equilibrio entre la tensión narrativa y la reflexión irónica, punteada de sutiles alusiones acerca del destino de escribir. En el más noble sentido del término, es un escritor para escritores sin dejar de ser un escritor para lectores — y casi ningún escritor y ningún lector tienen su armamento teórico y su peso referencial. Se convierte en un ejercicio de los sentidos y del razonamiento asistir a la multiplicidad de proyectos y de contenidos latentes en sus libros, y escoger un nivel de aprensión entre los varios que nos ofrece. Porque otra cualidad de Javier Marías es la manera como logra hacer obras inteligentes, borrando conforme siempre debe ocurrir, y raramente ocurre, la inteligencia del autor en beneficio de la inteligencia del producto final. La carencia de exhibición de brillo propio es una cuestión de elegancia, y las novelas de Marías son, también, sumamente elegantes. Éste conjunto de características que en otro autor, menos hábil o más narcisista, se transformarían en la especie de defectos que hace la alegría de cierta crítica, también inhábil y narcisista se combinan para darnos ficciones excelentes, cadenciosas por una relojería minuciosa, exacta. Leerlos es un desafío y un descubrimiento. Y una lección de vida para quién acepta la propuesta habitar en ellos.

 

Traducido por José Manuel Micard de Pinho Teixeira

 

 

 

 

 

FICCIÓN AUTOBIOGRÁFICA EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA ACTUAL: TODAS LAS ALMAS (1989) DE JAVIER MARÍAS

Inés Blanca

(Esta ponencia se leyó el día 23 de abril de 1993 en la Universidad de La Rioja y está publicada en Actas del Congreso en Homenaje a Rosa Chacel, Universidad de la Rioja, Logroño, 1994)

 

 

 

 

 

 

Crónica de un rey sin reino

En Todas las almas Javier Marías, uno de nuestros narradores más brillantes y genuinos, ha conseguido humanizar la novela sin caer en las trampas del realismo tradicional

En Todas las almas, la nueva novela de Javier Marías, he encontrado un placer por la lectura que creí perdido para siempre: no el placer nada deleznable del analista, sino el provocado por estas trampas maravillosas que saben tender los narradores de talento, hechas de amenidad, humor y emoción, y en las que acaban por confundirse literatura y vida. El hecho de que la acción ocurra en Oxford, importante espacio de mi vida sentimental, acrecienta este entusiasmo. Javier Marías es uno de estos escritores privilegiados para quienes narrar es, o parece ser, un don absolutamente natural, con una felicidad y facilidad narrativas que, en el caso de Marías, identificamos con los narradores ingleses del siglo XVIII.

No estoy haciendo crítica impresionista o "crítica del corazón", ni estoy defendiendo gratuitamente la narración pura, aunque sólo sea porque ni yo ni mucho menos Todas las almas toleramos este tipo de acercamiento. Añado que empecé la lectura del libro con enorme cautela, consciente de que la facilidad narrativa por sí sola puede convertirse en un peligroso obstáculo, pero consciente sobre todo de las reacciones cada vez más contradictorias de nuestra crítica ante la novela española contemporánea. Ambos aspectos están, como veremos, estrechamente ligados, como lo prueban las contradictorias y confusas lecturas que se han hecho recientemente de la novela de Molina foix La quincena soviética y que es lo que ahora me invita a la cautela y a la reflexión.

Las razones de esta desorientación son múltiples: la crisis de las ideologías ha llevado a una crisis de las "ideologías" críticas y, al desmoronarse sistemas y escuelas, los críticos, estos nuevos huérfanos, han tenido que aprender a leer y a opinar por su cuenta, difícil empresa; más difícil por el hecho de que, como parece lógico, el creador es quien más se beneficia de la nueva libertad. De este modo, a nivel individual se exacerba la distancia entre el crítico y el escritor consolidando, en un claro atentado contra la libertad, la absurda y anquilosadora concepción del crítico como juez, no como testigo de la creación y testimonio de una lectura; a nivel generacional, falta una definición o una visión más o menos estable de la narrativa española contemporánea que permita valorar lo que hay de original en cada escritor.

La novela española contemporánea no nace, desde luego, con Javier Marías, pero cuando hablamos de la nueva novela que surge a principios de los años setenta, Travesía del horizonte es, por su madurez y por sus planteamientos, la que mejor define al grupo de escritores que nacen "al margen" del franquismo y que comparten, entre otras cosas, el rechazo de la tradición española, incluso de la más renovadora, del trascendentalismo, de los conflictos de orden moral y social, la preocuación por España, el paisajismo, la lógica narrativa y la pretensión de que la literatura está subordinada a la realidad. No es, ni puede ser, una narrativa vanguardista, experimental o radical, ya que no arremete contra ningún sistema de valores sino que, simplemente, los ignora todos, desinteresándose por "cette longue querelle de la tradition et de l' invention / De l'Ordre et de l'Aventure"; ajena a toda polémica está, en un país de pleitistas, condenada a la polémica.

La humanización del arte

La voluntad narrativa típica de la novela contemporánea no está reñida con la facilidad narrativa: la frivolidad que se le puede atribuir a Javier Marías tras el deslumbramiento de Travesía del horizonte es la misma que encontramos en casi todos los representantes de la nueva novela y que se debe, a mi parecer, a la excesiva deshumanización. la deshumanización era inevitable para salir de la falsa humanización de la novela realista, y el acierto de estos escritores es haberla superado sin traicionar ningún principio estético. La novedad más radical ha sido la incorporación de las experiencias personales del narrador, e incluso de sus puntos de vista, sin abandonar el distanciamiento irónico imprescindible para sustituir el trascendentalismo dramático (melodrámatico, debería decir) por la aventura. El resultado está a la vista: en el escaso espacio de un año algunos de los representantes más sólidos de la nueva narrativa han llegado a la culminación de un proceso y, es de esperar, a un nuevo punto de partida: Diario de un hombre humillado, de Félix de Azúa; Mar desterrado, de Mariano Antolín Rato; La quincena soviética, de Vicente Molina Foix, y "last but not least", Todas las almas, de Javier Marías.

El punto de partida de Todas las almas es una experiencia personal; los dos años que Marías pasó como profesor en la Universidad de Oxford. Sería un error "igual que siempre, oscilando entre la ira y la risa que me producen las cosas"; Toby Rylands, familiarizado también con la muerte, tras una vida dedicada a la aventura y al conocimiento, sabe muy bien "lo que se puede contar y lo que no se puede contar según los tiempos, porque he dedicado mi vida a saberlo en la literatura, y lo distingo"; y el propio narrador, en sus personajes de ficción tan inconfundiblemente reales ve "sus ruinas y su vida solamente imaginada (como las de los que escriben)".

Hay una fusión igualmente perfecta entre sustancia y anécdota, indicada ya en el título: Todas las almas es el nombre de uno de los "colleges" de Oxford (All Souls) y son también las almas muertas de los personajes, que nos recuerdan, como es lógico, a las almas muertas de Gogol. Consecuencia de esta fusión es el carácter digresivo del libro, que nace, por un lado, de la necesidad de narrar, de contar "su" historia o de contar su versión de una historia ajena que sienten casi todos los personajes, y por el otro de una sucesión de anécdotas de valor en minimizar este aspecto biográfico, ya que en él se apoyan el nivel anecdótico, el crítico, el emotivo y el reflexivo, que se ven reforzados por la realidad ficticia: de este modo hay una perfecta simbiosis entre vida y arte, entre los sentimientos y la contemplación de los sentimientos y, por lo tanto, entre sufrimiento y humor. Por eso Cromer-Blake, aunque intuye la gravedad de su enfermedad, sigue apariencia independiente (la visión del tiempo de Will, la chica de la estación de Didcot, la cena o high-table presidida por Raymond, perdón, lord Rymer, el cubo de la basura, "trazo perceptible del dibujo de los días de la vida de un hombre", los mendigos de Oxford, Alan Marriott y la Machen Company, la florista gitana) que sólo al relacionarse entre sí dejan de ser anécdotas para convertirse en sustancia.

Las continuas referencias al Sentimental Journey, de Sterne no obedecen, pues, a un afán culturalista, inexistente en la novela, aunque sí, en todo caso, libresco. Y si el viaje sentimental lo identificamos con el viaje sentimental del propio narrador, que es inconfudiblemente el propio Marías, de Tristram Shandy procede el carácter digresivo, la recuperación de la unidad a través de las asociaciones y la convicción de que la literatura es un proceso mental, con una lógica y unos principios independientes de lo que llamamos la "realidad"; "los horrores de Machen son muy sutiles. Dependen en buena medida de la asociación de ideas. De la conjunción de ideas. De la capacidad para unirlas". Y también el narrador siente que tiene que "dejar de pensar y hablar en cambio para descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y establece demasiados vínculos". Al elemento de horror (el miedo a encontrar "la pareja espantosa") hay que añadir, pues, el del pensamiento detectivesco, la necesidad de llenar el espacio en blanco que ha de permitirnos proseguir el juego de las asociaciones.

Si el distanciamiento irónico y del horror novelesco proceden de Nabokov, el elemento grotesco es de procedencia claramente española, algo bastante insólito en Marías; no en vano incluso aquí uno de los personajes respetados por el narrador, Rylands, comenta: "La literatura española, no sé por qué no se ocupó de la nuestra, que es más variada". Pero es precisamente el planteamiento autobiográfico el que amplía el campo de libertad narrativa al crear dos espacios que son, asimismo, dos puntos de referencia: Oxford y Madrid. En la larga (¿demasiado larga?) escena de la high table hay un elemento de comicidad cercano a El castellano viejo, y la mirada desdeñosa de Larra aparece a lo largo de toda la novela. Las referencias críticas a la vida monótona de Oxford son constantes; la extravagancia triunfa apoteósicamente en la escena de la discoteca y de entre los retratos paródicos el más acertado es el del profesor del Diestro, menos irritante en el libro que en la vida real.

El doble espacio narrativo crea asimismo un tenue sentimiento de melancolía, reforzado por los distintos planos temporales. El tiempo es el gran protagonista de esta novela poblada de almas vivas y almas muertas que surgen del pasado o regresan a él, que sufren la enfermedad, la vejz y la muerte, con una conciencia tan lúcida de la provisionalidad que niega toda posible pasión amorosa; por eso Clare parece pedirle al narrador "que me aleje, que me marche, que desaparezca ya, sin más espera, de Oxford y de su vida, en la que no he estado tanto". Y, finalmente, el único tiempo posible, inscrito en el único espacio posible, es el de la escritura, pues, de la experiencia personal de Javier Marías en sus dos años en Oxford, lo único que le queda y que nos queda es esta novela: nosotros hemos asistido a la creación de un proyecto de vida que se sale del estrecho marco de lo que llamamos realidad, un proyecto de vida que es el de cada uno de nosotros, de la misma forma que en los ojos azules de Clare Bayes, la habitante de Todas las almas, encontramos las aguas de todos los ríos de este río único que es el paso del tiempo.

Todas las almas es una novela amena, divertida, delicadamente conmovedora, estructuralmente compleja y de una luminosa claridad expositiva. Algunos datos sobre Inglaterra son inexactos, hay algún coloquialismo inoportuno, algunas escenas se alargan demasiado y a veces la red de significaciones se espesa demasiado, en detrimento de la agilidad narrativa. Por lo demás, es un libro brillante.

 

Juan Antonio Masoliver Ródenas

La Vanguardia

viernes, 28 abril 1989

 

 

 

 

Una cuestión personal

Todas las almas, última novela de Javier Marías, arranca de una excusa autobiográfica para recrear esa especial melancolía que acompaña el paso de la juventud a la madurez. Alrededor de este número de clave afectiva se colocan -como en un juego de espejos de feria que potencia luces y sombras y, con ellos, proporciona nuevos puntos de vista- reflexiones sobre el horror en su perspectiva cotidiana, homenajes literarios, parodias de lo excéntrico y varios momentos memorables en los que unos pocos personajes alcanzan una voz emotiva que trasciende y justifica la corrección del conjunto.

El que todo ello -a veces mezclado sin demasiado criterio, a veces hilado con una rara habilidad que el lector sólo descubre al final- tenga la coherencia de una novela se debe, en primer lugar, al estilo del escritor, esa cosa indemostrable, pero endemoniadamente real que atestigua en unos la existencia de una voz propia y en otros una encomiable buena voluntad que difícilmente dará frutos de más de una estación. Javier Marías posee lo que se llama estilo propio, y ello por la sencilla razón de que se lo trabaja. Redacta sus páginas con la goma de borrar en la mano y en cada párrafo se afirma una opción concreta, una opinión que acarrea tantos errores como se quiera, pero que demuestra su lucha con el texto, y eso se agradece. Ese estilo está acompañado además por un buen oficio que le da la seguridad necesaria para sacar partido de los momentos débiles sin perder la visión del conjunto.

Queda dicho que la novela tiene una excusa autobiográfica: la estancia del autor en Oxford dictando unas clases de traducción. Al margen de otras coincidencias entre lo vivido y lo narrado, el conocimiento directo del mundo oxoniense tiene la virtud de la credibilidad; es un marco atractivo que con sus normas y excentricidades y, sobre todo, con su sentimiento de soledad, proporciona un apoyo sólido a esa trama de personajes peculiares que pululan por la novela. Esta credibilidad tiene importancia añadida si se piensa que su atmósfera empapa tanto el espíritu de los personajes como el propio sentido profundo que persigue -y a veces incluso consigue- la acción.

La vida inglesa del protagonista transcurre ligada a sus relaciones afectivas con su amante Clara Bayes; una mujer casada, misteriosa y quizá excesivamente literaria que supone la causa de lo que el autor llamará su enfermedad moral y que es, por supuesto, el amor. Como complemento ideal de esa historia fallida en parte por un exceso de pudor, quedan las amistades flemáticas, formales y profundamente inglesas con Cromer-Blake, homosexual entrañable y atento observador, y Toby Rylands, el profesor retirado que ejerce con maestría el oficio de la decadencia.

A ese combinado de personajes en su salsa, Marías añade un homenaje literarario y una fábula moral. Los homensajes son las presencias de Arthur Machen -de cuya literatura confiesa ser ferviente admirador- y de John Gawsworth, personaje aún más oscuro si cabe que cumple un hermoso papel en la trama; la fábula es la que invita a leer Todas las almas como un leve reflejo de aquel principio macheniano según el cuál el horror nace siempre de la suma de dos o más elementos dispares, ¿y no es la vida, siempre, una suma imprevista de elementos dispares? Y hay más cosas: una reflexión sobre el sentido del tiempo y, sobre todo, una concepción abierta de la escritura que, indirectamente, alivia a la vez que alimenta su núcleo central, esa historia de amantes que desde el principio sólo se ve terminar.

También tiene pegas serias. La más grave: páginas repartidas aquí y allá (y especialmente al principio) que no sirven al progreso del libro y que, estando bien escritas, no proporcionan nada nuevo al lector además de abusar de un humor dudoso. Y la más lógica: los desequilibrios de esa estructura liviana de que se sirve Marías es un arma de doble filo; cuando ata bien sus cabos, todo apunta hacia una sutil perfección, pero a veces la madeja se deslabaza y resta sentido a la supuesta pasión -enfermedad más próxima a unas fiebres de primavera que a una metástasis- padecida por el protagonista. Afortunadamente, estos desequilibrios quedan descompensados por un par de perlas, dos hallazgos en principio laterales, pero que son los que dan verdadero sentido al libro: los monólogos de Clara Bayes y Toby Rylands, unas cuantas páginas intensas y casi perfectas en las que se anuncia un autor que avanza rápidamente hacia el vaciado ejemplar de sus buenas fuerzas puestas al servicio de la literatura.

Pedro Chía

QUIMERA

Nž 92, septiembre 1989

[página 72]

 

 

 

 

Los interiores de la mirada

Un profesor español en el mundo cerrado del Oxford universitario

Toby Rylands, uno de los personajes de esta novela, ilustre profesor en Oxford y especialista en la obra de Lawrence Sterne, dice en algún momento que sabe bien "lo que se puede contar y lo que no se puede según los tiempos, porque he dedicado mi vida a saberlo en la literatura, y lo distingo", y añade más adelante que "existe el afán por lo desconocido y también el afán por lo conocido". Ambas citas creo que ayudan a situar de manera adecuada el espacio estético y moral de Todas las almas, la última y excelente novela de Javier Marías.

Cuando en 1971 el autor publicara su primera novela, Los dominios del lobo, los tiempos narrativos de la novela española estaban alterándose de manera intensa y acelerada. Dos sacudidas literarias, el boom latinoamericano y la novelística de Juan Benet, habían removido el débil terreno sobre el que la novela española anterior, el llamado realismo, se agostaba. La escritura de Marías recogía directa e indirectamente, la propuesta y la tradición literaria que el autor de Volverás a Región había desbrozado. Su diferencia era del mismo carácter; el abandono del narrar desde el exterior y la apuesta por una narración desde dentro. Esta similitud transfería una sintaxis determinada con una construcción de frases amplias, abundantes subordinadas y rupturas a base de inclusivas. Por desgracia, no siempre un párrafo o una sintaxis incluyen un mundo, y en las primeras novelas de Marías y otros compañeros de travesía narrativa la pretensión de un mundo devenía ahora pretenciosidad.

Equilibrios

Desde aquellos primeros años setenta ha llovido mucho y se ha escrito más. Entre sus compañeros, algunos han descubierto su mejor voz al reencontrarse con la tradición realista -Félix de Azúa, Álvaro Pombo- y otros siguen sin encontrar el norte. El caso de Javier Marías, como viene a demostrar esta novela, es singular. Si ya en El hombre sentimental se anunciaba el equilibrio entre su escritura y la novela, Todas las almas sobrepasa positivamente aquella sospecha.

Aparentemente, se trata de una novela de aprendizaje. El protagonista, un profesor español contratado por dos años en la universidad de Oxford, asiste, perturbado, al discurrrir cotidiano de un grupo social cerrado que maneja y oculta sus propias claves de comportamiento. La novela nos contará los efectos y afectos que en el narrador protagonista originó el desvelamiento de aquel código en que hubo de moverse durante su oxoniano viaje sentimental. Una sutil trama de adulterio hilvana el relato y ordena la larga rememoración sobre la que la novela se construye.

Para llegar a ello, y aquí reside su singularidad, Marías no ha tenido que renunciar a una escritura que proviene de la mejor tradición sajona: Sterne, Henry James o Ford Madox Ford, ni ha tenido tampoco que abaratar su sentido de la composición: la trama no se apoya en ninguna intriga. Testimonia así Marías que cuando se tiene algo que decir y se posee capacidad suficiente para crear personajes, se puede encantar al lector con algo más que el palo y la zanahoria.

Decíamos que, en apariencia, Todas las almas transcurre sobre los moldes de la novela de aprendizaje, pero es necesario aclarar que la novela desborda de manera absoluta este modelo. La inclusión de historias tan impertinentes como la de los mendigos de Oxford, la asociación de los admiradores de Arthur Machen o la extraña figura del escritor Gawsworth, perfilan unas sombras -lo desconocido- sobre las que el profesor español proyecta el análisis de su propia perturbación -perfectamente exteriorizada en su obsesión sobre el cubo de la basura- y confieren a la novela una rara complejidad y frescura.

Quedan en la novela recuerdos de los antiguos modos y modales de aquellas primeras novelas del autor. Los paréntesis inclusivos, sobre todo en los principios de la novela, perturban la lectura sin sumarle significado, aunque en otras ocasiones acierten a funcionar como una sobreposición -un narrador que vigila al narrador- de manera brillante.

Creemos, en definitiva, que Marías ha edificado con Todas las almas su mejor novela y ha encontrado la armonía entre la narración y lo narrado. El amor, la muerte, la lealtad, el miedo, la ambición, los deseos y los pesares pueblan su novela. No son malos materiales.

 

Constantino Bértolo

El País

domingo, 16 de abril de 1989

   

 

 

Críticas   en   Alemania   y   Austria

 

 

 

En el paraíso de los solistas

Mucho mejor que Mein Herz so weiß: Alle Seelen, la novela de campus de Javier Marías

¿Qué ocurrió en la primavera de 1991 para que esta novela apareciese en Alemania y pasase desapercibida? ¿Estábamos los críticos literarios de vacaciones precisamente todos a la vez?. Tan sólo catorce reseñas tuvo el libro entonces, que iban desde la que simplemente cubría el expediente a la que no tenía la más mínima idea, y ninguna de críticos importantes, sino suplentes y de segunda. Ese fue el debut alemán de un español del que se sabía que escribe en un país que ha superado definitivamente la sombra de la era de Franco, y que ha librado a la literatura española del yugo de su victimismo. Piper-Verlang dejó la novela -que había sido un best-seller en España y que Eike Wehr había traducido de un modo inteligente y con mucha sensibilidad- a su suerte, y confió en nuestra curiosidad. Fue un sorprendente fracaso.

¿A qué se debió esto? Los colaboradores de nuestros suplementos estaban demasiado ocupados consigo mismos y con su indignación moral en relación a las continuas sorpresas en las revelaciones sobre la Stasi. Y además la guerra del Golfo. ¿Alguien se acuerda? Christa Wolf reclamó con un coraje innecesario el fin de la guerra, Martin Walser lamentó la falta de unidad del mundo, Wolf Biermann se puso del lado de los USA, Enzensberger comparó a Sadam con Hitler, Günter Grass estuvo en contra, como de costumbre, Walter Jens lo encontró todo inverosímil y Günter Kunert vió una vez más una oportunidad propicia para el fin del mundo.

Malos tiempos, pues, para una novela española que supuestamente trata de la Universidad de Oxford. Javier Marías hubiese continuado siendo aquí un autor difícil de vender si el verano del año pasado no lo hubiese dado a conocer el Literarische Quartett, encumbrando su novela Mein Herz so weiß a la lista de best-sellers. Es de esperar que este éxito irradie ahora sobre otro libro que en el fondo es mucho mejor, sobre el poco reconocido texto Alle Seelen.

Una ligereza que alcanza el fatalismo, frases cortas de un veneno que enseguida emponzoña la memoria:

"De hecho, Oxford es sin duda una de las ciudades del mundo en las que menos se trabaja".

En la primera mitad del libro hay multitud de afirmaciones arbitrarias y tajantes como esa, y a los críticos les faltó tiempo para acusar enseguida al autor de superficialidad. En su pobre sentido de la dignidad, incluso objetaron que la cómica e inmisericorde descripción de una cena académica (que se debe al aparente punto de vista etnológico del yo-narrador español sobre las costumbres de la Universidad inglesa, una costumbres que le resultan extrañas) resultaba una escena de una ridiculez horripilante. Y sí, es cierto que exite ese elemento de descripción externa, de mirada irónica y sin velo sobre las personas y las cosas, la ceremonia y el ritual, que están descritos como si se tratase de una tribu exótica -pero es exacta y precisamente el mismo punto de vista con el que los viajeros ingleses de los siglos XVIII y XIX se aproximaron a los pueblos del sur de Europa, y el español Marías se dispone a divertirse y divertirnos invirtiendo la perspectiva de tales relatos británicos y a hacer un microscopio de un telescopio.

Es cierto que hemos mencionado sólo uno de los aspectos de la novela, pero incluso para poder apreciar a éste en concreto se precisa una habilidad que hoy continúa perdida y que Javier Marías llama "Pensamiento literario": Literarisches Denken -la capacidad de pensar en categorías literarias- y dentro de la tradición literaria. Estamos tan deformados en nuestros hábitos de lectura por ese tipo de autor americano modelo-guión-cinematográfico a lo Grisham que ya no somos capaces de percibir la delicada trama de las alusiones literarias. Tomamos las realidades literarias por conocimiento, y hemos olvidado que pueden tener otro tipo de significación.

Es esto lo que hace que Marías no sea en realidad fácil para el lector. En la primera página hace decir a su yo-narrador:

"El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco su prolongación".

Hay por tanto varios planos temporales, y por ello ese narrador continúa diciendo en la siguiente frase:

"Mi casa tenía tres pisos y era piramidal..."

lo que no es sin embargo la descripción de una casa en Oxford, sino que viene a significar que vivimos sobre la espaciosa base del pasado y cada momento del presente estrecha nuestro futuro. ¿Realmente es esto tan difícil de entender?

Créanme modestamente: hay en este libro tres planos temporales y tres estratos narrativos. El primero ya lo he mencionado, es el de nuestro pasado y nuestra tradición, que siempre nos acompaña. Literariamente, le corresponde a este plano el género del relato de viajes, que aquí concretamente adopta la forma de Sentimental Journey de Laurence Sterne. Llega como profesor visitante a Oxford, el paraíso de los solistas, un joven español y tiene la experiencia de lo solitario que se puede uno sentir en una sociedad cerrada. Para no morirse de hambre sentimentalmente hablando, inicia un affaire con Claire, una profesora casada en cuyos ojos reencuentra su propia infancia durante una grotesca y desagradable cena. El pasado los empuja el uno al otro, el presente los ata, pero para un futuro en común no hay ya suficiente espacio en la cima del tiempo piramidal.

Este joven tiene un contrato por dos años. Sus obligaciones académicas son pocas: algo de clases de lengua y un poco de historia de la literatura. Es cierto que Claire lo ata a Oxford y que esta relación clandestina al principio le sirve para contentar su soledad. Pero él se siente como si estuviese fuera del mundo, especialmente si observa a sus colegas: el tiempo pasa junto a ellos sin detenerse. En las memorias de Nabokov Sprich Erinnergun, Sprich hay un ejemplo de cronofóbico que no puede ver en las películas el mundo antes de su nacimiento, porque en ese caso le resulta completamente evidente que nadie lo esperaba ni lamentaba su inexistencia. Nuestro yo narrador es un neurótico de este tipo. Como no puedo soportar haber estado excluido del transcurso del tiempo, se ve obligado más tarde a describir su aventura en Oxford -como el Pnin de Nabokov-, en su segundo plano narrativo el libro es además una novela de campus.

De esa experiencia de encontrarse fuera del tiempo, y con ello igualmente fuera de la experiencia vivida, tiene el narrador un ejemplo inquietante. Anda buscando en los libreros de viejo de Oxford -es un coleccionista- libros del autor de relatos de horror John Gawsworth (1912-1970), un pseudónimo que oculta el nombre de Terence Armstrong y un destino novelesco. Gawsworth en los años 30 pasó por ser un renovador de la literatura visionaria, estuvo en todos los círculos ltierarios, llegó a ser importante e influyente, pero muriendo en Londres como un vagabundo, olvidado y completamente empobrecido. Su ruina fueron las mujeres, el alcohol y el coleccionismo de libros raros. Estando en Oxford, el narrador de la novela temió llegar a encontrarse en su lugar.

Con la alusión literaria a Gawsworth y la novela gótica ha preparado Marías el último plano narrativo que determina la atmósfera del libro. Un horror innombrable ante el futuro persigue ahora al narrador, determina su pensamiento y toma posesión de él. Marías, de un modo magistral, consigue contagiar al lector el sentimiento de amenaza, estrechando cada vez más las relaciones entre los distintos hilos de la trama narrativa y conduciendo con agilidad su sugestivo lenguaje a un final dramático en el que Claire desvela su secreto la última noche que pasan juntos. No es únicamente la refinada construcción de la novela, sino sobre todo su extraordinaria densidad, su lenguaje trabajado hasta la precisión máxima lo que hacen del libro un acontecimiento imcomparable. No hay nada mejor en la literatura contemporánea.

Werner Fuld

Der Tagespiegel

9 Marzo, 1997

 

 

 

 

Javier Marías permite amar en lugar de enseñar

El amor, Oxford y la muerte

Terence Armstrong conquistó bajo el pseudónimo John Gawsworth los salones literarios de Inglaterra. En los años treinta este autor de relatos de horror fue celebrado como un renovador de la novela gótica. Tres pasiones acabarían haciendo de él un vagabundo: las mujeres, el alcohol y una exquisita bibliofilia. El yo-narrador de la novela Alle Seelen podría sucumbir también a este destino, pues le gustan igualmente las mujeres y colecciona con pasión maniática la literatura británica de horror. El joven filólogo madrileño es invitado durante dos años al antiguo y venerable College "All Souls" y constata pronto sarcásticamente: "De hecho Oxford es, sin duda, una de las ciudades del mundo en las que menos se trabaja". Por eso es tan habitual el amor entre los académicos. Sin pensarlo mucho, el ibero comienza una liaison con Clare Bayes, profesora también y esposa de un colega. Pero la relación está condenada al fracaso. Esta "pretendida historia de amor" ya apareció en 1991 por vez primera en alemán y su autor, Javier Marías, necesitó de la alabanza de un pope de la crítica alemana para que de un autor difícil de vender lo convirtiese en una estrella. Su novela de campus, en la tradición de Vladimir Nabokov, cultiva las alusiones ambiguas en todos los estratos narrativos. El narrador es un neurótico que experimenta angustia y pánico ante el tiempo -para no caer en el olvido "me tomo la molestia de escribir porque sé que acabaré olvidándolo todo". Javier Marías va haciendo confluir con elegancia la acción hasta que en la última noche que pasan juntos Clare le confiesa el secreto decisivo que habrá de quebrar su destino: "El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió".

Peter M. Hetzel

Schweizer Illusrierte

24 marzo, 1997

 

 

 
 

Ceniza en medias de seda

La novela de Javier Marías Alle Seelen

Al comienzo, un portero, un anciano gentleman llamado Will, da la entrada a la venerable Institutio Tayloriana y a esta novela. Desde que enviudó hace mucho, Will tiene un problema: a la vez que su mujer, perdió también la noción del tiempo. Y desde entonces, cada día que pasa cree encontrarse en un año diferente, en una década distinta; y de acuerdo a su calendario interno ajeno al tiempo, saluda a los que entran con los nombres y títulos correspondientes al momento en el que cree encontrarse.

Un hombre educado y un triste caso que dan ocasión a la hilaridad, como tantas cosas en el panóptico de Oxford. Will es uno de los personajes curiosos que el joven profesor invitado procedente de Madrid conocerá a lo largo de sus dos años oxonienses y que recordará después en su relato retrospectivo. Las reglas inobservables que presiden su confusión cambiante entre tiempos e identidades no son más que el comienzo de todo un entramado de reglas fácilmente perceptibles de ritos académicos y convenciones sociales que hacen que el narrador vea la vida detenida en el cerrado mundo de la Universidad. No llegará a comprenderlas nunca del todo, pero acabará aclimatándose a ellas tan cómoda y concienzudamente, que al final no sabe cómo abordar el inevitable adiós.

Javier Marías se ha declarado en una revista expresamente de acuerdo con que la literatura sea ordenada en categorías nacionales. Pero esto no es de fácil aplicación en lo que respecta a su propia novela. Pues, por una parte, difícilmente se encontrará una historia británica como esa. Pero por otra parte la reproducción de los ritos y lenguajes anglosajones es demasiado perfecta para que provenga tan sólo de la mirada de asombro de un completo extraño. Los sofisticados escenarios de este encuentro anglo-español son recónditas librerías de viejo, en las que el coleccionista de olvidados escritores de historias de fantasmas como (el real) Arthur Machen y (el ¿ficticio?) John Gawsworth puede ojear ejemplares raros; o cenas muy ritualizadas en las que las ceremonias casi litúrgicas de la conversación, los excesos alcohólicos y la lujuria sin velos se salen de sus casillas peligrosamente dejando ver al invitado extranjero el límite entre lo penoso y lo hilarante.

En escenas tales es donde triunfa el talento artístico de Marías. Una de ellas es la minuciosa y divagante descripción de las miradas durante la small talk en la mesa, una completa caricatura estilística del ceremonial británico que se irá deslizando a lo burlesco a medida que aumenta el nivel de alcohol hasta finalmente saltar en pedazos -lo que una vez más queda reflejado de un modo intachable en la construcción y ritmo de la frase. En la descripción de una dama el invitado español habla de "una de esas sonrisas inglesas que uno ha visto derrochar en el cine a los afamados estranguladores de esa nacionalidad en el momento de elegir una nueva víctima", -¡algo verdaderamente cariñoso!-. Se comprende: en una nación que encierra entre sus glorias el encanto del estrangulador ningún visitante puede sentirse a la larga completamente extraño.

No obstante, en medio de estos extremos transcurre una rutina académica basada en la costumbre: más que estranguladores (Würger), encontramos en ella calculadores (lit. Bürger: burgués), con sus carreras y sus proyectos de investigación, sus lealtades y traiciones, y sobre todo sus permanentes expectativas y desilusiones eróticas. El amigo confidente del narrador, "mi guía y protector", es un amable, distinguido e irónico homosexual que sufre un progresivo aislamiento: padece una enfermedad innombrable que ha de llevarlo a un triste final. El segundo mentor también parece ocultar un azaroso pasado político y humano; tampoco él sobrevivirá al final de la novela. Incluso el visitante español finalmente, con sorprendente desenvoltura, tiene un affaire duradero, pero naturalmente recordado como circunstancial, con la esposa de un colega inglés, una mujer sobre cuya vida pende la sombra de una misteriosa muerte.

A la crítica española le entusiasmó unánimente este libro cuando apareció en 1989, y en seguida se publicó en alemán, pero no fue hasta después del éxito de la novel Mein Herz so Weiß cuando llamó la atención, apareciendo ahora en una nueva edición. Ahora bien, el libro tenía ya en sus páginas, sin necesidad del bestseller, suficiente substancia para complacer al lector y hacer célebre a su autor. Ello se debe ante todo a que Marías ha narrado su historia de amor y muerte en Oxford de un modo tan conmovedor como entretenido, en un maravilloso vilo entre la dastricidad y la delicadeza, entre la comicidad y una elegíaca tristeza. Y también a su mirada tierna y serena sobre las pequeñas cosas, en las que a veces se quedan prendidos los grandes sentimientos.

Pero no sólo nos muestra la pasión, sino también la desagradable codicia; no sólo las medias de seda, sino la fea huella que la ceniza sacudida del cigarrillo ha dejado en ellas inadvertidamente; no únicamente la intensa felicidad del instante satisfecho, sino también la pequeña amargura de la clandestinidad, de la prisa odiosa y de la mala conciencia. Por lo demás, él no tiene nada en contra del relajamiento moral, no lo quiere ni denunciar ni satanizar, únicamente quiere recordar -cosa que por cierto ha quedado reflejada de un modo cada vez más complejo en la trama de la imaginación y recuerdo, en los cambios de perspectivas y de voces de los personajes y el narrador, convirtiendo el relato en un ingenioso e irresoluble juego de cajas chinas. Ese frágil equilibrio entre frivolidad y desolación sólo lo abandona el narrador en aquellos pasajes en los que, con una extraña precocidad en lo que atañe a la liquidación del programa del modernismo, reflexiona y hace disquisiciones sobre la propia narración, en la que su propia historia ha penetrado de un modo muy discreto.

Pero el mayor mérito de esta novela, que la preserva con toda seguridad de desintegrarse en ingeniosos retratos y episodios anecdóticos, residen en el refinamiento con el que ha sido organizado la plétora de detalles realistas, de modo que si todo resulta una figura emblemática. A su manera, cada uno de los protagonistas intenta salvarse de la simple contingencia de la vida diaria en el límite entre sentido y necesidad, para escapar primero al pasado y después a la transitoriedad del tiempo, para amordazar la angustia ante la muerte y huir de la seguridad de que el final acabará llegando; es este el punto de vista desde el que están abordados los personajes.

En cierta ocasión el narrador ve, e incluso espía, a su amante, que está con su padre y su hijo, en el museo. Y comprueba para su consternación que no sólo se parecen los tres, sino que la mujer, el anciano y el niño tienen el mismo rostro. La pregunta acerca de a quién ha besado él se la contesta el propio narrador: es precisamente uno y el mismo rostro, que recorre las generaciones y parece sobrevivir a las muertes individuales. Esta experiencia se extiende como una red de fina malla a través de la narración y la reviste de un modo tan imperceptible como eficaz. Cuanto más verbaliza Marías un recuerdo, tanto más se interpenetran imperceptiblemente espacios y lugares. Quizá pueda parecer un mero juego de palabras que el narrador llame al río que atraviesa Oxford con el nombre del torrente indio a cuya orilla se crió, por ser hija de un funcionario colonial, la que más tarde sería su amante; pero con cada nueva denominación, la distancia se va acortando. Cuando al final, en la primera noche que pasan juntos, esa misma amante le cuenta la historia del suicidio de su madre durante su infancia en Delhi, a través de la ventana de un reflejo de luces de colores le ilumina el hombro, las luces con las que están decorados los palacios indios de Brighton.

Tales ecos y juegos temporales no sólo evidencian las huellas del maestro Nabokov, al que Marías ha traducido al español y cuyo nombre, en un implícito homenaje, planea sobre muchos capítulos de este libro. El pequeño mundo de la Institutio Tayloriana guarda relaciones de parentesco también con un muy conocido Grand Hotel de Davos. Es cierto que aquí los años que el buen heróe buen pasó en su académica y reducida montaña mágica fueron dos y no siete; pero insoldablemente son ambos mentores, uno con su sociable distinción británica y el otro con su atormentado carácter, los que, a derecha e izquierda velan paternalmente por su alma pura. Tampoco su amante, la inglesa que es esposa de un profesor y madre, es ni demasiado ingenua ni especialmente demoníaca. Pero las situaciones son casi las mismas, y son las mismas trasposiciones temporales las que juegan en ellos, las mismas identidades tibias, la misma fantasía realista de un mundo más allá del tiempo. También aquí el triple rostro y los ríos y palacios dobles diluyen las fronteras entre tiempos, lugares y personajes, pulen los detalles puntuales hasta dejarlos traslúcidos dejando transparentar una base de mítico retorno, que podría ser más duradera que todas las mortales individuales -podría, pero quizá no.

Pues la ansiada eternidad es un engaño y quizá no haya que esperarla. Una segunda mirada muestra siempre que ninguna repetición es completa, que en el reflejo espejado siempre hay fracturas y dislocaciones que lo hacen copia imperfecta, y esos pequeños detalles son los que impiden el estancamiento del eterno retorno. Puede ser que lo que dice "yo" tenga límites confusos con lo que en el recuerdo aparece como efectivamente acontecido -no obstante, puede ser que sin embargo constituya una unidad irrepetible en la corriente del retorno, precisamente debido a esa pequeña discordancia respecto a su predecesor mítico. Según el relato de Marías, el yo es un error técnico de la vida; sin embargo, teniendo en cuenta las modestas ventajas de la individuación, quizá la finitud no sea un precio demasiado elevado.

Antes de abandonar la novela y su pequeño mundo mágico, volvamos una vez más a Will, el anciano portero que va saludando a todos. "Todos" quiere decir aquí, especialmente en las últimas páginas, "todas las almas". a la entrada de su estancia atemporal hay un portero que, como un San Pedro demente, él mismo ha extraviado el tiempo. Su alma, que deja entrar a todas, está dañada. Quien vuelve a encontrar tras él la salida, regresa a la vida. Pero sólo provisionalmente.

Heinrich Detering

Frankfurter Allgemeine Zeitung

31 mayo, 1997

 

 

 

 

 

A la mesa en la Institutio Tayloriana

Alle Seelen, una novela temprana de Javier Marías

Javier Marías es un novelista de tono decente: escribe sobre acontecimientos eróticos y sangrientos, inquietantes y lúgubres, con gran pureza y acompañándolo todo de segundas intenciones sutilmente formuladas. Esa mezcla le salió bien en Mein Herz so Weiß, resultando tan atrayente que en su aparición en Alemania la novela recibió el calificativo de genial. Y además precisamente de una instancia tan poderosa y veleidosa que puede resucitar a la vida incluso los libros que nacen muertos. Dos novelas tempranas de las ocho en total publicadas por Javier Marías -menos intensas y más triviales que el posterior best-seller- habían aparecido ya en la editorial de Munich Piper-Verlag. Las críticas fueron escasas y comedidas. Apenas nadie se acuerda. Pero ahora, a la vista del gran éxito del año anterior, una de ellas resucita al mercado del libro como si fuese una nueva revelación. ¿No será esto el regreso de un alma en pena bajo la maldición de un éxito?

Un lector en Oxford

Javier Marías elaboró en Alle Seelen sus dos años de estancia en Oxford. El yo-narrador, un español ligeramente perturbado, describe detalladamente las singularidades de la ciudad y la gente, incluidos los ritos y costumbres de la tradición. Un punto de partida que no es precisamente espectacular . Pero la ciudad, conservada en almíbar, un lugar en el que se practica el aburrimiento activo y que está lleno de secretos y de ritos absurdos y oficiosos, se muestra rápido como el escenario más indicado para cualquier tipo de drama, o al menos para un interesante descarrilamiento.

Hay, por ejemplo, una ceremonia que se llama high table y que debe representar una especie de comida festiva o celebración. En ella es preceptiva la toga, y está incluso determinado quién tiene que hablar con quién y cuánto tiempo. Una descripción tan intuitiva del tormento del ritual social como la que da Marías raramente se ha leído, y aún menos escrita de un modo tan divertido. Los distintos personajes que asisten a la mesa elevada no son especialmente extraordinarios, quizá un poco peculiares, quizá algo extravagantes. ¿Pero qué docente o profesor universitario no lo es? Que esa asamblea en negro traje talar encierre un cierto secreto, oculte una cierta perturbación es mérito sobre todo de la exactitud con la que todo se va contando.

"Pero el momento de gran solemnidad y belleza (plástica) se produce al salir del refectorio, pues al hacerlo los comensales deben conservar y llevar consigo, en la mano, la servilleta que hasta entonces han utilizado, por muy manchada y restregada que esté; y el vaivén del minúsculo paño blanco (un poco marcial, como siempre que se marcha en fila) contrasta de manera sublime con el lento y amplísimo vuelo de las negras togas interminables".

Esta habilidad narrativa, esta sensibilidad especial en el detalle es algo que Marías posee con creces. Él es un observador inteligente y además un descriptor exacto e ingenioso. Pero con esto únicamente no se construye una novela.

Lo que aquí leemos es una historia de amor y una historia de muerte. También en Oxford las personas se aman, de vez en cuando o durante un largo tiempo, y mueren algún día. A través de estas páginas sabemos de encuentros ocasionales, algunos de ellos verdaderamente curiosos. Sabemos, por medio de una insinuación, de los movidos antecedentes de un profesor emérito; de un extraño escritor que hace mucho tiempo acabó, alcohólico, en el arroyo; y de una oscura sociedad literaria que se ocupa del suministro de libros de autores hace mucho olvidados y que viene representada por el dueño de un perro de tres patas. Sólo sobre el personaje del narrador convergen los pequeños y variados acontecimientos tanto literarios como existenciales que tienen o han tenido lugar, aparentemente paralelos y sin relación unos con otros. Lo que presenta aquí Marías no es ningún constructo acabado ni una acción dramática redondeada. El elemento dramático reside más bien en lo oculto, lo ya pasado y que casi se ha olvidado. Sólo la curiosidad del propio narrador lo extrae a fragmentos y retazos, como un puzzle arqueológico -un juego de posibilidades.

Una avidez perpetua

Esta curiosidad, que es más bien una especie de avidez narrativa, prolonga las líneas paralelas de la narración hasta el infinito, donde acaban encontrándose, en una excepción prodigiosa del propio paralelismo, en el terreno de la fantasía. De manera que el pasado de su amante se muestra coneectado con el fracaso del escritor; o con el spleen del viejo profesor. Aunque quizá no se hayan encontrado ni se encuentren nunca ni entonces ni en el futuro. Marías narra con tanta discreción que deja la conclusión de sus observaciones al lector. Después de la lectura del libro queda la impresión de haber pasado una interesante velada en una compañía algo extravagante pero bien educada y culta; con una conversación a veces brillante y a veces algo más decaída, como suele ocurrir en veladas tales; rodeados de un mobiliario sólido y de buen gusto y con una iluminación amortiguada. Cuando hubo algún secreto, aconteció fuera del círculo de la luz, en el rincón a oscuras. Cuando hubo un drama, lo fue en silencio, y sólo supieron de él los iniciados. Cuando acabó la tertulia, cada uno tomó su camino. La pareja se separa razonablemente. El español se recupera de su perturbación y forma una familia. Dos hombres mueren de una muerte natural y esperada. ¿Algo más? Ah, sí: alguien ha escrito un libro sobre ello.

 

Katharina Döbler

Neue Zuricher Zeitung

19 junio, 1997

 

 

 
 

Todo es una cuestión de perspectiva

Da escalofrío pensar lo que hubiese pasado si el Literarische Quarttet no se hubiese entusiasmado tanto con la novela Mein Herz so Weiß y con su autor, Javier Marías, un español hasta entonces desconocido aquí. En vez de convertirse en un superbestseller, el libro se estaría enmoheciendo abandonado en las estanterías de las librerías alemanas, y acabaría siendo saldado a precio reducido. Y lo que es todavía casi peor, a nadie se le habría ocurrido poner a disposición de los lectores alemanes su anterior novela Alle Seelen, aparecida en España en 1989, en esta preciosa traducción de Elke Wehr. Un pensamiento insoportable. ¡Es una suerte que tengamos televisión!

Esta novela es incomparable. En todos los sentidos de la palabra. El trastorno que provoca en el lector no tiene nada que ver con aquellas emociones usuales derivadas de la acción, la tensión y la identificación típicas de la lectura. Pues no puede hablarse aquí propiamente de una "acción". Hay sólo una especie de "marco" que se puede resumir en muy pocas palabras: un joven español especialista en literatura vive durante dos años en Oxford. Da un par de clases en la Universidad, asiste a una cena en un college, comienza un affaire. Además de su amante, tiene también dos buenos amigos, y colecciona libros raros. Después de dos años vuelve a Madrid. -Fin de la narración. En realidad no pasa nada propiamente, pero al mismo tiempo suceden una cantidad increíble de cosas. El marco narrativo, aparentemente insignificante, es prolijamente rellenado con una infinidad de miniaturas vertiginosamente narradas, con observaciones, pequeñas cosas que le suceden al yo narrador. Una mujer joven desconocida fumando de noche en una estación. Cierta high table en un college, una hilarante ceremonia congelada en el ritual medieval. Los mendigos de las calles de Oxford. La caza irracional y obstinada de libros de un desconocido autor muerto. El contenido de un cubo de basura.

Para nosotros, personas embotadas por la cotidianeidad, esto puede resultar un material completamente disparatado. Cosa que es absurda, o más bien sólo una cuestión de perspectiva. Precisamente en ello basa la novela su capacidad de conmoción: transforma la perspectiva y abre al mismo tiempo posibilidades de conocimiento en las que no se hubiese creído antes. Todas pueden reducirse a una sabiduría simple y única que nos diece: todo está relacionado con todo. Un asunto de una extrema subjetividad. La realidad no existe fuera del hombre, sino que se origina en el momento en el que él ve realmente las cosas y las sitúa por tanto en relación a sí. El resto lo completa la imaginación, que con frecuencia no es independiente de la perspectiva y que acostumbra a trabajar sin estar gobernada por la voluntad, a fin de satisfacer al ser humano una de sus necesidades fundamentales: establecer la conexión de todo con todo (Y consigo mismo). Quizá también el amor no sea otra cosa.

Pero esto no es más que el primer grado de un conocimiento que es aún más importante y verdaderamente sorprendente, y que dice así: el tiempo no es unidimensional. El tiempo es propiamente el verdadero héroe de la novela y el yo-narrador sólo su medio. Se encuentra personificado en el capítulo que da entrada a la novela, en la figura de un senil y confundido portero de college, que tiene la habilidad de trasladarse en cualquier momento a un día cualquiera de su vida pasada (e incluso, quizá, de la futura). También la novela sigue este principio cronológico antilineal. El yo narrador está en Madrid, y describe su tiempo pasado en Oxford (una ciudad que representa como ninguna otra la intemporalidad) sin caer en la narración retrospectiva en gestos grandilocuentes. Lo narrado es figurado y examinado de un modo tan irónico como el presente que se vive o incluso el futuro en la forma un nuevo niño recién nacido. Presente, pasado y futuro están comprendidos unos en otros y no se pueden imaginar uno sin los otros.

El modo como la sencilla verdad de este principio se le hace evidente al lector no puede ser calificado menos que de fantástica. Abandonamos el eje temporal, que siempre da un apoyo tan cómodo, para dejarnos llevar de aquí para allá en el espacio del tiempo. Lo único que se lamenta al final es tener que volver a poner los pies en la tierra.

 

Katharina Granzin

Zitty-Berliner Stadtzeitung

abril,1997

 

 

 
 

Oxford es una escapada elegante

En la novela reeditada, el autor elabora una estancia de dos años en Oxford. Y consigue ya lo que caracteriza a su posterior libro de éxito Mein Herz so weiß: una prosa sutil y de muchos niveles que transcurre con poca acción, aparentemente difícil, pero que alcanza un verdadero virtuosismo.

Humor británico

También aquí el yo-narrador es un profesional del lenguaje, no un traductor, como en Mein Herz so weiß, sino un profesor de literatura. Y en calidad de tal trabaja durante dos años en Oxford, buscando orientarse en un mundo de cuya realidad no parece estar completamente convencido. Un affaire con la mujer de un colega, que no lo pone en peligro pero resulta suficiente para tener ocupados la cabeza y el corazón, trae un poco de movimiento y variación a su vida, que transcurre tan lentamente. Las obligaciones docentes y las ocasiones sociales no son muchas, así que puede dedicar a los libros de los anticuarios la otra mitad de su existencia. Una existencia que es privilegiada académicamente, mullida y cara.

La fina ironía del humor, muy británico, que el español Javier Marías utiliza para caracterizar el sentido de la vida oxoniense demuestra su magnífica destreza literaria, su habilidad para encontrar el tono adecuado a ese medio tan exclusivo. Naturalmente, juega un papel muy importante en este respecto el trabajo de Elke Wehr, que ha traducido la novela a un alemán ágil y esplendoroso, cosa que no ha debido ser fácil.

El arte de la digresión

Nada le gusta tanto a Javier Marías como la digresión. Cultiva esta técnica literaria -que no casualmente ha sido empleada por algunos de los británicos e irlandeses más insignes con fervor; un estilo que se utiliza unas veces para mostrar al personaje desde dentro (precisamente en el interior de la psiqué) más que desde fuera y otras veces para darle espacio a su escepticismo esencial y a su valoración pesimista de absolutamente todo.

Lo posible, la variación, son tan importantes para este autor como el hecho mismo, del que a priori desconfía. Y por tanto, ha "inventado" para su estilo de prosa una forma de construir la frase complicada y cambiante que exige una buena dosis de concentración.

Las frases recorren un camino que a veces transcurre a través de media o tres cuarto de página, cambiando de repente de dirección, yendo a parar a un punto o a dos, o a una pausa pasajera, imponiendole a alguna un ritardando (la mayor parte de las veces mediante un paréntesis) que comenta o relativiza una afirmación hecha anteriormente, para acabar finalmente anclando en un medio espacial y temporalmente cambiante. El arte de la digresión -y Javier Marías lo sabe muy bien- es ante todo el arte de la sintaxis.

¿Qué se oculta bajo esa superficie lingüística magistralmente estructurada, qué es lo que llevan en sí esas frases tan brillantes, a dónde quieren ir? Pacientemente y con cierta melancolía el yo narrador intenta descubrirse a sí mismo. La memoria, ese inmenso campo lleno de elementos y exigencias engañosas cuya realidad es mas vivida que la duda más nimia, retiene sólo aquello que le interesa -y por tanto no es un testigo de fiar.

El yo narrador, que entretanto se ha casado en Madrid, teme haber perdido dos años de su biografía; unos años en los que él fue otro. Las personas a las que trató y las situaciones a las que estuvo expuesto se convierten para él en una superficie proyectiva. En ellas se refleja su conciencia.

Will, el vetusto portero universitario que se halla embarcado en un difuso viaje temporal en el que pasado y presente se mezclan constantemente, convierte a Oxford en un lugar mítico cuyos visitantes son intercambiables. La escapada de la profesora casada con el español es tomada como paradigma -divertido- de toda relación amorosa semejante: la urgencia, la superficialidad, la forzada clandestinidad ocultan lo que propiamente sería el asunto, el amor por ejemplo. En el espejo de la percepción de sí mismo recordada estas cosa hacen aparecer al narrador sólo como cuerpo -revestido de retazos de detalles de la relación y fragmentos de diálogo.

Una mirada prolongada y profunda

Lo más fascinante es la profunda y prolongada mirada que el héroe (y el a través de él, el autor) deja caer sobre las almas o sobre esas personas convertidas en superficie proyectiva. Una mirada que sabe tanto del placer del conocimiento como del horror que ese conocimiento provoca cuando situa al observador de repente ante los signos de la decadencia y de la muerte. Una persona que conoce casualmente le explica al narrador con una pulcritud científica cómo tiene lugar ese horror en la novela gótica anglosajona y cómo debe ser entendido; esta teoría sobre lo espantoso recibe concreción para el héroe de la novela cuando observa reflejados en el rostro de su bella amante, al mirarla en el museo, los de su padre y su hijo.

Quedan las imágenes

Javier Marías entremezcla en la escena final de un modo muy ingenioso los distintos temas de su novela. Adereza la historia de amor con sospechas, presunciones, fantasías, la retrotrae hasta la exótica infancia de su amante, la relaciona con un acontecimiento trágico y con el personaje de un escritor olvidado cuya pista había estado siguiendo por los anticuarios de la ciudad...

Por último, la memoria del narrador se diluye en meras imágenes, algunas aisladas, otras íntimamente relacionadas entre sí, o derivadas las unas de las otras, secretos que la conciencia del narrador -ese yo indagado sobre el que se mira retrospectivamente- nos quiere desvelar. Levemente, casi de modo ingrávido, van apareciendo en la prosa de Javier Marías, suspendidas pasajeramente como nubes en el cielo y llevando en sí -como se descubre retrospectivamente- la esencia de la novela.

Christoph Kuhn

Tages-Anzeiger

4 abril, 1997