TORRENTE
O MARÍAS
La excesiva profesionalización de la crítica, literaria
o cinematográfica, suele llevar a la rutina, a la fórmula
reiterada. Hallazgos que fueron felices, aciertos ocasionales, son ahora
esquemas estereotipados, moldes a aplicar. Cuántas veces no habremos
tenido la sensación de que el crítico se aúpa a la
joroba del artista y se sabe cabeza, incluso cabeza colosal. Cree haber
leído mucho y ordenadamente, cree haber visto mucho cine y por
géneros, y por tanto cree poder juzgar con severidad lo que tantas
veces es el descubrimiento de un hombre solo...
“Yo ya no sé qué se puede hacer con los críticos,
aparte de no hacerles caso”, decía Javier Marías diez
años atrás, de manera expeditiva y probablemente injusta,
y lo decía alguien, un autor, por lo general bien tratado por la
crítica. Pero tal vez por ello su opinión contundente era
atendible, sobre todo si consideramos de qué manera se expresan
algunos comentaristas ya profesionalizados. Pero “en esta ocasión
no me refiero a los [críticos] literarios”, añadía
Marías, “sobre los que mucho habría que decir y ya
he dicho, descubriendo de paso que son gente completamente impermeable
a las críticas, por eso tal vez son críticos”. Se
refería a los críticos cinematográficos, muchos de
los cuales serían “pedantes, conservadores y cobardes”,
gente que se dejaría llevar muy frecuentemente por juicios estereotipados,
por obviedades, gente “solemne, campanuda y malhumorada”,
concluía.
Javier Marías se expresaba de manera contundente y probablemente
era injusto, pero sus opiniones sobre cine, vertidas de manera impresionista,
hipotética, suelen dar en la diana, suelen ser reveladoras. Más
aún, leer sus comentarios sobre cine es... ir al cine, al mejor
cine. Porque acudir a la sala no significa ver películas necesariamente.
Una parte de lo que se proyecta es meramente alimenticio, adocenado, sin
afán alguno de creación. Hay películas que se convierten
en series y los hallazgos que hubo en la primera se pierden hasta convertirse
en puro cliché y repetición, un modo de ganar dinero sin
aportar nada nuevo.
Yo vi con interés, con guasa, con asombro y con algo de repugnancia
Evilio, Perturbado y Evilio vuelve, los cortos
con que Santiago Segura empezó hace más de diez años.
Admito que me sorprendieron el sarcasmo y el gore gamberro, chistoso,
del autor, su retina llena de sangre... cinematográfica. A comienzos
de los noventa, y desde que se extendiera la moda de las películas
con psicópata, parecía obligado imaginar films con asesinos
tenebrosos, exquisitos, endemoniados (a la manera de Hannibal Lector).
Tanta sofisticación diabólica, tanta elegante perversidad
cansaba por su inverosimilitud. Evilio torturaba rudimentariamente, sin
refinamiento alguno.
Admito igualmente que me pasmó el primer Torrente, sediento
como yo estaba de Santiago Segura: tan próximo tenía el
recuerdo de El día de la bestia. Pero admito igualmente
que vi con decepción y aburrimiento definitivo lo que sin duda
es una película tediosa: Torrente 2. Tal vez yo fuera
y sea ahora la excepción, no lo sé, pero el caso es que
este fin de semana no he ido a ver la tercera de la serie, un film que
ha sido presentado sin pase previo para la prensa y, por tanto, sin críticas
el día del estreno. Dice Segura que teme la copia, el pirateo.
Pienso, mejor, que teme el varapalo probable de la prensa, de los críticos
rutinarios y de los críticos imaginativos. A un tipo tan avispado
como el protagonista de Torrente se le pide no sólo que
gane dinero, sino que, además, sea capaz de aportar algún
provecho fílmico o creativo. En general, la crítica saludó
con entusiasmo y sorpresa la primera película de la serie, no así
la segunda. ¿Deberemos condenarla? A la crítica, me refiero.
Segura se hizo rico pero a costa de adocenarse. El reproche no es el de
la zafiedad que pueda haber en sus películas -ya la había
en Evilio y siguientes-, sino que lo tosco, lo burdo, el egoísmo,
el regüeldo, las pajillas, la suciedad, la mugre, en fin, deberían
ser recursos de decorado y de tipología, no su fin y consumación.
Más aún, cuando lo exhibido o lo mostrado sólo significan
lo que a simple vista parecen, cuando lo explícito no tiene más
que un sentido, entonces esos elementos de escenografía carecen
de segunda lectura o de interpretación. En Estados Unidos hay una
máxima que dice: ¿si eres tan listo, por qué no eres
rico? Es probable que Segura se la haya tomado al pie de la letra y que
haya decidido ser inmensamente rico. ¿Por qué razón?
Porque es muy listo, pero la penetración y la intuición
o la astucia no prueban más que la sagacidad, no la creatividad.
Los muy listos, además de intentar hacerse ricos, son creativos,
y los que no somos tan listos ni tan creativos, nos conformamos con admirar
a quienes sí lo son o a quienes son capaces decir cosas sensatas
y sugerentes sobre la creación.
Por eso, este fin de semana he preferido ver películas de otro
modo, refinándome, quedándome en casa, evitando al creador
de Evilio. He querido ver películas leyendo (que también
se puede), en este caso releyendo a Javier Marías, su libro Donde
todo ha sucedido (Galaxia Gutenberg, 2005): una recopilación
de sus artículos sobre el arte cinematográfico del siglo
XX. No sólo aporta saber y experiencia fílmica, sino que,
además, apronta diversión y zumba, cosa que, por otra parte,
no suelen darnos los críticos profesionales. Pero lo que más
me satisface de su modo de ver películas es la interpretación
de lo implícito, siendo lo implícito tanto lo que viéndose
en pantalla (los elementos de escenografía) tiene un sentido ambiguo,
como lo que no forma parte del decorado y ha de interpretarse a ciegas
(y nunca mejor dicho). Como resume Miguel Marías, uno de sus hermanos,
en el prólogo de Donde todo ha sucedido, es ésta
una forma particular “de pensar, de interrogarse, de dudar, de hacer
hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de ‘leer’
en las caras y en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar,
de tener presente lo que no lo está ya o no se percibe todavía,
sólo se intuye”.
Lean nuevamente esas palabras de Miguel Marías. Describen el modo
de mirar de su hermano Javier, de mirar con cuidado (sus “miramientos”),
describen la voz narradora que solemos hallar en sus novelas. Pero describen
también el modo de escribir de Guillermo Cabrera Infante. Siendo
tan crítico de los críticos, resulta raro que Javier Marías
fuera amigo de uno de los críticos de cine más afamados:
Guillermo Cabrera Infante. A él le dedica este último volumen.
O tal vez no, tal vez era lógico que fuera su amigo y le homenajeara:
nunca fue un crítico rutinario y cada pieza, todos sus comentarios...
fueron siempre un modo de conjeturar creativamente sobre lo que la pantalla
daba y no daba, sobre lo que el cineasta ofrecía y amagaba.
Qué curioso: empiezo hablando contra los críticos cinematográficos,
apoyándome en Javier Marías, y acabo celebrando a uno de
ellos, a uno que supo escribir como nadie, con más chispa y más
ingenio que nadie, y con un humor socarrón y una guasa de la que
deberían aprender sus colegas supervivientes y los cineastas en
activo, entre ellos el padre de Torrente. En su libro fílmico
más conocido, Un oficio del siglo XX, Cabrera Infante
recordaba a François Truffaut cuando decía: “un niño
jamás responde cuando le preguntan qué vas a ser cuando
mayor: voy a ser crítico de cine”. Guillermo Cabrera Infante
fue crítico y supo hacer de ese oficio un arte, una manera de expresarse
sin automatismos, con audacias interpretativas. Yo, de mayor, quisiera
ser como él.
JUSTO SERNA
Periodistadigital.com
3 de octubre de 2005
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