J A V I E R  M A R Í A S

EL ÉXITO EUROPEO DE UN INDECISO

 

Sus últimas novelas, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, se han aupado a la lista de libros más vendidos en Alemania y Francia. Ahora, Europa ha reconocido el ingenio de escritor de Javier Marías con el Premio Femina, uno de los más prestigiosos.

El éxito en este caso, no es casual, producto de una intuición. Ni la lógica consecuenci de haber escrito una historia atractiva y narrada con una formula de esas que no fallan. Sin embargo, algo tiene de fogonazo, de desvelamiento, aunque la obra de este escritor nacido en Madrid hace 45 años ha crecido progresivamente desde Los dominios del lobo, su primera obra escrita a los 19 años. A lo largo de varias novelas, Marías ha depurado un estilo que elude toda concesión y se ha concentrado en indagar las motivaciones o rincones del alma humana más difíciles de asir en unos cuantos párrafos, pero el reconocimiento, como siempre que lo es, ha sido europeo. Aunque hace más de veinte años, desde el principio, Juan Benet ya dijera que "el joven Marías" era el mejor de todos, en referencia al grupo de escritores jóvenes que rodeaban al autor de Volverás a Región y Nunca llegarás a nada. De pronto, alemanes y franceses han descubierto los méritos de la escritura de Marías a través de dos obras: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Los lectores se multiplican, y los premios; el último ha sido el Femina, hace unos pocos días. El escritor se dice sorprendido y, cuidadoso como es, manifiesta su convicción de que el éxito no lleva implícita su continuidad.

 

Me parece que la posición del escritor es un poco esquizofrénica. Por una parte, uno debe tener una gran seguridad para ponerse a escribir cada día, y al mismo tiempo la inseguridad parece inherente a ese trabajo.

Más que seguridad, hay que tener ganas. Me parece bien que en el ánimo de un escritor, un cineasta, haya una cierta ambición artística, que sea, en el mejor sentido, ambicioso y no se limite a hacer un libro rutinario, porque si uno no tiene ganas es que no se pone. Más que de seguridad hablaría de cierto convencimiento en lo que uno quiere hacer, mezclado, eso sí, con una inseguridad de ese otro carácter en el cual uno, no sé, hay días que piensas que lo que estás haciendo, ¿a quién le va a interesar? A veces incluso uno levanta la cabeza de la máquina después de estar inmerso en un mundo ficticio y dices, caramba, en realidad, el mundo podría prescindir de este libro, y yo mismo podría prescindir. Yo no hablo nunca de la necesidad, de la que hablan algunos escritores; no me lo creo mucho, a no ser que sea una necesidad casi terapeútica. Quitando eso, yo mismo podría pasarme sin esos libros.

 

¿Sin escribir?

Sin escribir esos libros, sin escribir no lo sé. Aunque no hubiera escrito esos libros seguiría leyendo libros y libros maravillosos que a lo largo de la historia se han escrito, y yo no sería ni más ni menos sabio. Uno tiene una cierta perplejidad, caramba, porque trabaja un día y otro, y son muchos días.

 

Y años, porque siempre ha tenido esta vocación o llámelo como quiera.

Sí, pero tampoco he querido ser escritor. Querer ser escritor es otra cosa. Ahora sucede que hay gente que empieza y no notas tanto que les guste escribir como que hay una figura en la sociedad que se llama escritor y que parece atractiva o que según y cómo se puede ganar mucho dinero. Y quieren ser escritores, como quien decía quiero ser ingeniero porque tiene muy buena salida. Yo veo cada vez más a gente joven que se lo plantea así. Y ahora que hay escuelas de letras y tal, hay esa especie de espejismo de que esto se puede enseñar. No quiero decir que las escuelas de letras sean inútiles, creo que se puede enseñar qué no hacer en literatura y por qué. Yo me siento capacitado para decirle a alguien que me traiga algo; mira, esto no funciona por esto y por esto; no utilices esta palabra, o esta expresión, que está muy gastada. Eso lo puedo decir, pero nunca puedes decir lo positivo, cómo hacerlo. Hay un espejismo de que esto es una carrera como otras, y luego, claro, escribir, es un pequeño engorro, porque, bueno, hay que escribir algo para ser escritor. Antes, cuando yo empecé, lo que querías era escribir. Y es más, yo todavía no sé si quiero ser escritor; lo voy siendo.

 

Pero de todo lo que podría hacer, ¿es lo que más quiere ser?

Bueno, es lo que me va acompañando con más constancia, pero sin que todavía me vea como escritor profesional y que como tal deba tener un proyecto literario. Yo no soy capaz de actuar así. Termino un libro y luego viene otro.

 

¿Se le ocurre otra historia mientras escribe un libro?

No suele. Además de que no se me ocurren historias todo el rato, se me ocurre una de vez en cuando, cuyo desarrollo invento o averiguo.

 

Lo de averiguar en su caso es verdad.

Pero es que el verbo inventar etimológicamente viene del latín invenire, que quiere decir descubrir, averiguar. Entre invención y averiguación hay un origen común etimológico, y creo que no son cosas tan distintas. Inventar una historia es averiguarla el propio que la escribe, no sólo el lector.

 

Eso tiene que ver con escribir sin esquema.

Hay gente que dice lo contrario, en Alemania estaban convencidos de que escribía con ordenador.

 

Lo del ordenador sería lo de menos.

No, porque según tengo entendido, algunos ordenadores, si les preguntas dónde apareció la palabra lluvia, inmediatamente te muestran dónde apareció, y por tanto es muy fácil recuperar esos ecos, resonancias, que a veces hay en mis libros. Los alemanes tienden a pensar que reproduzco la frase, o bien que mis libros tienen una arquitectura muy elaborada de tal manera que todo al final tendría su correspondencia. pero no escribo con un esquema.

 

Eso ¿no se notaría?

Creo que si yo supiera cómo será la página trescientas mientras escribo la tres, eso se notaría. Como es al revés, como la trescientas es como es porque la dos fue como fue, porque yo no sabía cómo iba a ser la tres, eso no se nota, creo yo.

 

¿Encuentra relación entre su escritura y la de Thomas Bernhard?

La suya es una especie de letanía, sus libros no tienen una historia así muy tradicional. Tampoco es que sus libros dependan de eso.

 

Hay algo en su escritura que me recuerda la suya, usted también escribe frases llenas de matices, situaciones y comportamientos que pueden tener diferentes interpretaciones, y esas letanías de Bernhard se parecen a algunos de sus párrafos.

Sí, puede que sí. Es un autor que a mí me gusta mucho. Yo había leído Trastorno en francés y se lo recomendé a la editorial. Pero precisamente porque me gusta mucho estoy muy alerta, digamos, ante las posibles influencias. En Alemania, casi nadie ha mencionado un parentesco, o influencia, que sería en todo caso deliberada, cuando digo: "Ahora este párrafo lo voy a hacer un poco bernhardiano, porque me divierte", eso no me lo han señalado, pero en cambio sí lo han hecho con Proust; en Francia, en cambio, han hablado de Henry James. Son autores que me gustan y uno es influido a lo largo de su carrera por miles de cosas.

 

Al principio siempre decían que se parecía a Benet.

Sí, eso ocurrió más en El siglo. Pero en el caso de Benet y en Bernhard he procurado estar bastante prevenido, en el sentido de que son autores que no admiten mucho el seguimiento, son tan singulares, poderosos, que son contagiosos y contaminantes. Con eso, si lo percibes, vas un poco prevenido. Yo de Benet he aprendido muchas cosas. Todo escritor debería leer a Benet aunque sólo fuera por la cantidad de problemas literarios de tipo técnico que Benet ha resuelto de manera extraordinaria.

 

¿Por ejemplo?

El hacer avanzar dos escenas paralelas, pero no una en un bloque y otra en otro bloque, sino las dos a la vez; por ejemplo, un diálogo y una acción. Pero no un diálogo que se corresponde con la acción, sino dos acciones distintas; resuelve con garbo, digamos, frases llenas de subordinadas, de aliento largo.

 

Yo le oí decir a Benet que de todos los jóvenes escritores que eran amigos suyos, el mejor de todos era el joven Marías.

No sé, era muy amable. La verdad es que tuvo confianza en mí desde el primer momento. Mi primer libro lo publiqué porque a él le gustó y lo recomendó a un par de editoriales.

 

¿De Faulkner tiene algo?

También, y de tantos otros. Benet o Bernhard, Kafka, Beckett o Joyce, serían autores que desde mi punto de vista, por mucho que a uno le entusiasmen, tienden a esterilizar. Pueden dejarte asombrado, maravillado, pero no invitan a seguir escribiendo; si acaso, disuaden. A mí no me gusta Joyce, desde luego, pero pongo el ejemplo de autores que entusiasman pero que son cenagosos, difíciles, que no admiten el seguimiento, que disuaden de escribir porque no abren vías. Shakespeare, al cual, en principio, sería ridículo que nadie intentara emular, es un autor fértil, que invita, no te paraliza. Produce ganas de hacer más, no hablo de una emulación, sino que invita a escribir. Hay autores que son fértiles en este sentido, y otros que no lo son. Y nada tiene que ver con su bondad; por más maravilloso que pudiera ser Kafka, no sería fértil; como Conrad, que sí lo sería.

 

¿Por qué Joyce no le interesa tanto?

Me gustan los cuentos y Dublineses. Pero con el Ulises me parece que se ha exagerado mucho. En el fondo, lo encuentro un libro que más que una innovación es la culminación de lo anterior; la culminación del realismo, un libro tremendamente realista, y encima, de un realismo muy amanerado. Digamos que es un libro que lleva incorporado en sí mismo una cosa que engaña mucho, y que contribuye precisamente a que se le considere mucho más de lo que merecería, y es que lleva incorporado el gesto del genio. Hay obras de arte que son así, en cine, o en literatura, donde el propio autor está diciendo "fíjense ustedes en esto". En cine, por ejemplo, John Ford nunca lleva incorporado el gesto del genio; Orson Welles, por decir alguien bueno, sí lo lleva incorporado.

 

Sí, pero en ese caso no nos importa.

No nos importa mucho, apenas nada, por eso lo cito, pero probablemente si no lo hubiera hecho sería todavía mejor. Lo que pasa con Welles es que dices: bueno el hombre se jacta, pero tiene motivos para jactarse. Lo peor que le puede pasar a una obra es que venga con esos aires y encima no... Y eso, para mí es lo que le pasa al Ulises.

Pero cuando un autor está consagrado, nadie se atreve a desmontarlo.

Deberían decirlo los críticos, pero es que son los primeros que caen embobados ante esos gestos. A los críticos se les paga por desenmascarar las cosas, por decir si algo tiene valor o no lo tiene, independientemente de cómo lo presente el que lo ha hecho, pero son a menudo los primeros que caen en los ardides.

 

Usted ha hecho varias traducciones, El espejo del mar, de Conrad, entre otras. ¿Aprende un escritor traduciendo a otros?

Si a mí me preguntaran en una escuela de letras qué es lo que se debe enseñar, yo podría decir: traducir. Me parece el mejor ejercicio para un escritor. El espejo del mar me costó un trabajo endiablado, por los términos marinos y porque tiene una prosa enrevesada, quizá por ser polaco utilizaba las palabras en el sentido tangencial más oblicuo y, por tanto, con un sentido nuevo.

 

¿Y esa manera tangencial de decir forma parte de su estilo?

Yo creo que todo escritor tiene lo que se llama voluntad de estilo, procura al menos no ir por lo trillado, pero, claro, uno puede querer y salirle muy mal. Yo he visto escritores que a lo largo de los años llegan a convencerse de que son muy buenos y que creen que por el mero hecho de que algo salga de su pluma ya va a ser muy bueno. Y es al revés, en el supuesto de que yo haya hecho algo que esté bien, nadie me garantiza nada.

 

Usted al menos sí tiene un estilo.

Pero se puede convertir en aburrido, puede quedársete congelado. Soy consciente de que en este trabajo nunca tienes nada garantizado, ni siquiera el poder seguir haciéndolo. Un profesor, por ejemplo, sabe que cuando tenga 70 años, a lo mejor estará harto, e irá a dar sus clases desganado, pero podrá ir y darlas. Un escritor, como un músico, no tiene garantizado eso. Ha habido muchos escritores que se han quedado secos. Ha habido otros que se han quedado callados porque de pronto no se les ocurría que contar. Yo como no me lo planteo como una profesión...

 

Eso le da libertad.

Quizá si.

 

¿Pero es verdad? o lo usa para decirse: yo todavía no soy un escritor, vendo en Europa un montón de libros, pero todavía no soy un escritor. De ese modo quizá se agobia menos.

La mayoría escribe porque quiere escribir y uno no se plantea qué va a pasar con ese libro. Yo he sido el primer sorprendido al ver cómo se venden mis libros, porque no me parecían masivos. En las listas de best-sellers de Alemania, hace un montón de meses que estoy el primero, el segundo, y al lado de Ken Follet y John Grisham. ¿Qué hace Corazón tan blanco al lado de esos autores? Y entonces piensas que hay un equívoco.

 

¿Un escritor no está esperando eso, o sonándolo?

Soñándolo es otra cosa, pero también puedes soñar barbaridades que nunca suceden. Digamos que aparte de soñarlo, uno puede procurar conseguirlo o no, por fortuna no creo que haya fórmulas, y supongo que hay muchos libros con la intención de cumplir ese sueño y luego resulta que no. Y hay otros que lo han logrado sin pretenderlo. Yo he hecho los libros que quería hacer, no creía que fuera un escritor de tanto éxito. Los elogios de Francia y Alemania los agradezco, pero me da un poco de risa cuando oiga decir que soy genial, que desde El idiota de Dostoievski no habían leído nada parecido. No voy a pensar que sea cierto. Además en el fondo me considero un farsante.

 

¿Qué quiere decir?

Un farsante verdadero, no el que da gato por liebre. Un farsante verdadero porque yo sé cómo se han hecho mis libros, los he hecho yo, y no puedo encontrarles tanto mérito. Me han costado más o menos trabajo, pero yo lo sé, y puesto que lo sé, no le veo mucho mérito. Puesto que he podido hacerlo... ¿Cómo le voy a dar tanto mérito a esto? Y luego si hay gente que reacciona pensando que tiene mucho valor, me siento un poco farsante.

 

A lo mejor es un farsante cuando me dice todo esto.

También ¿por qué iba a tener que decir la verdad? ¿Por qué voy a tener que decir la verdad ante el público?

 

Claro, esto es un juego.

Pues sí.

 

Mañana en la batalla piensa en mí trata de la muerte y de los vínculos que se establecen con los muertos. ¿Sus muertos están en sus libros?

Con los muertos hay una especie de olvido, de cancelación, que es tan continuo que no puede ser casual, es algo incorporado a la sociedad actual que quiere borrar a los muertos.

 

¿Está su madre?

Está ella, están mis muertos. Como están los muertos de cada uno en la vida de cada uno. Lo que sucede es que la vida está llena de muertos a medida que uno tiene años. Me resulta difícil dejar de contar con esas personas que han contado en mi vida. Lees un libro y dices cómo le gustaría a fulano, o esta canción le gustaría a mi madre. Uno no deja de contar con esas personas porque no estén, no verlas me parece casi algo accidental.

 

Recuerdo, hace años, una excursión a Mojácar, en la que usted sentía la necesidad de llamar cada noche por teléfono a su madre.

Más bien recuerdo que se quejaba de lo desconsiderado que era; era el díscolo, el que llegaba a las tantas, pero quizá tuve más consideración de la que creía.

 

¿Cómo influyó ella en su vocación?

No sé. Ella tenía gran gusto por la literatura, nos contaba muchísimos cuentos, y hay un cuento que ella contaba que ya no recuerdo cómo terminaba. Seguro que está en una antología, pero no lo he pillado y uno echa en falta a veces eso, exactamente cómo era ese cuento. Ella sí, claro, influyó, pues sí, probablemente me inculcó su gusto por la literatura. Pienso en ella a menudo. A las personas que han muerto las tengo bastante presentes.

 

En Mañana en la batalla piensa en mí, ¿está su madre?

Sí. Y también Juan Benet, que murió cuando estaba escribiéndolo y que era una persona que me era muy próxima y a la que tengo muy presente. La literatura, la ficción, también es hablar de lo que no ha existido o de lo que ha dejado de existir, de lo que deseabas o temías que ocurriera. Tenemos la tendencia a contar nuestra vida a base de lo positivo, de lo que nos ha pasado, de lo que hemos logrado, pero no consistimos sólo en eso, sino de lo que no ha llegado a ocurrir, pero pudo ocurrir; de lo que dejamos de lado o descartamos.

 

¿Su literatura se ocupa de ello de manera especial?

Sí, me dedico a esa tarea que es un poco extraña. Ahora recuerdo que el otro día encontré la penúltima carta que me escribió mi madre antes de morir. Yo vivía fuera y había pasado en Madrid unos días, y ella me contaba lo tranquila que había dormido esos días, en comparación, porque sabía a todos sus hijos tranquilos. Fue una persona bastante singular. Era universitaria, escribió un libro, cosas poco comunes en las mujeres de su generación. Mi padre le consultaba todo: una escena de mi infancia es mi padre persiguiendo a mi madre por la casa mientras ella hacía cosas, y queriéndole leer un artículo en voz alta antes de enviarlo, para que le diera el visto bueno, como si dijéramos. Fue una persona a la altura de mi padre sin ninguna duda, por decir alguna altura. Era risueña, con ironía y sentido del humor, y buena persona. Cada vez aprecio más a la gente buena. Hay veces que hablar de la bondad de alguien parece que sea peyorativo. Me parece disparatado porque las personas más inteligentes que he conocido, todos eran muy buena gente. En cambio, no creo haber conocido a ningún malvado, listo, astuto, que fuera inteligente. La inteligencia en cuestiones artísticas, si es una inteligencia que además conmueva, es como si se potenciara.

 

Eso tiene que ver con la razón por la que yo quería que su madre apareciera en esta entrevista.

Ya, bueno, ya he hablado un poco de ella.

 

¿Qué le enseñó acerca del trabajo de escribir?

Le preguntaba las dudas de tipo gramatical o sintáctico, si esto es correcto o no es correcto. Yo escribo saltándome muchas convenciones y tal, pero las conozco, pero a ella la consultaba, me fiaba más de ella que de mi padre, ella sabía lo que era correcto y lo que no lo era. Hay cosas absurdas que la gente ya no sabe y que yo sé gracias a ella; cosas que sabe un filólogo o un gramático.

 

¿Le gustó a ella su primera novela?

Le divirtió, le divirtió sin duda. Lo que pasa es que ella había leído los precedentes que yo escribía a los trece años: las aventuras de mosqueteros o imitando las aventuras de Guillermo Brown. Le enseñaba estas cosas, supongo que sí, más que a mi padre.

 

Eduardo Mendoza dijo en 1989 que era el mejor narrador español.

Es que le regalé unas cosas, especias, un abrigo de pieles, algo le di. Fue mi única presentación pública de una novela, y era la sexta novela, y no iba a descuidar eso.

 

También dijo que era el escritor de este siglo que había tratado literariamente con más delicadeza a las mujeres. Pero la verdad es que a menudo mata a los personajes femeninos, y una vez que ha acabado con ellas empieza la labor de investigarlas, de conocerlas.

Digamos que el hecho de que a algunas de las mujeres les sucedan cosas no quiere decir en absoluto que yo tenga nada contra ellas. Más bien refleja algo que pasa en la realidad, y es que las mujeres, pese a todo, seguís llevando la peor parte y seguís corriendo más riesgos. Basta con mirar los sucesos. Es rarísimo que una mujer haya matado a otra; que una mujer haya matado a un hombre, es menos raro, pero bastante; un hombre a otro hombre, frecuentísimo, y un hombre a una mujer, también.

Pa

Parece que usted ha elegido vivir sin ellas, al menos no vivir en la misma casa que ellas.

No es una elección, no sé, no ha sido posible unas veces por un motivo y otras por otro, y llega un momento en que te has acostumbrado a otro tipo de cosa y la posibilidad de que hubiera alguien ahí todo el rato, pues no la veo.

 

¿Le da una pereza espantosa?

Sí, quizá no estoy demasiado acostumbrado a funcionar, a contar con nadie -y no me refiero sólo a la parte egoísta, que también-, sino que soy una persona que cuando sale, sale, y entonces la mera idea de pensar que hay otra persona, y si estará también lista ella... Esto puede sonar a una persona que no está enamorada en estos momentos, pero veo algo horrible en eso de vivir juntos, en las parejas. Y no por nada grave, por las cosas más tontas. Hace poco una amiga me contó que había terminado con un hombre bastante joven y muy apegado a su madre a la que llamaba tres o cuatro veces al día, no una vez al día como hacía yo desde Mojácar, y que ella le dijo: "¿Pero no te pasas un poco?". Y eso fue suficiente para que hubiera una reprobación y pareciera que él ya no la llamaba. Descubrió que llamaba a su madre clandestinamente. Es una cosa inocente en principio, pero de pronto, porque hay un testigo que observa lo que haces, eso que es inocente pasa a convertirse en un secreto. Siempre hay un elemento de juicio de alguien que asiste a como tú eres. Eso es muy incómodo.

¿Cree que todo esto tiene que ver con la clase de trabajo que hace, que es tan solitario?

La propia índole del material sobre el que uno escribe no es el habitual, lo cotidiano en la vida de las personas. Todos lo hemos vivido como lectores o espectadores. Los muertos, de Houston, es una película que te deja sobrecogido, como si después de verla ya no puedes ser exactamente igual y tienes que tener en cuenta una serie de cosas que se te han revelado al verla. Pero eso que dura dos horas o cinco es algo que el que lo escribe ha estado con ella muchas horas y que su cotidianeidad es ésa, y eso algo raro es o algún tipo de coste tiene posiblemente.

 

Ya tiene su casa, ha dejado de vivir con su padre.

Es que hasta hace unos pocos años no tenía claro que me fuera a quedar aquí, en España. Cuando uno está fuera de un país como éste, que es muy gritón y muy duro, digamos que no te afectan las cosas de la res pública. Todo lo ves con más distancia y una perspectiva de no darle importancia a cosas que aquí no son primera página de los periódicos; así a uno no le duele tanto. Por otra parte, en el otro país sólo te sientes un observador. Ahora me he instalado aquí, más o menos, creo. Todavía prefiero la provisionalidad, posiblemente seguiré, pero no es una decisión tomada. Soy muy indeciso, me quedo en los sitios sin tomar la decisión de quedarme, así que no descarto que un día me vaya a otro país.

 

¿Por ejemplo a Cataluña?

¿No es el mismo país todavía? Supongo que sí lo es, ¿o no lo es? Como quieran, vamos, como si se quiere desgajar todo el mundo. Pero bien, en principio yo cuento con Cataluña, mientras no me digan lo contrario. Tengo amigos allí y he editado allí mis libros.

 

Por eso le sugería Cataluña. Pero Duran Lleida dice que España no existe como país, que nunca existió.

Bueno, no le diré que no, si él tiene ilusión. Sobre ese tipo de cosas me parece tan ridículo discutir que si le hace ilusión, pues lo que usted diga. Todas estas disquisiciones que uno de Zamora o de Albacete entiende mejor, es decir, esta obsesión por los lugares de nacimiento, un madrileño no. Un madrileño piensa que es una pérdida de tiempo tener que estar pensando todo el rato en si soy de allí o soy de allá, si soy nación o no lo soy. Hay muchas cosas más interesantes de las que hablar.

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TEXTO: SOL ALAMEDA

FOTOGRAFÍA: BERNARDO PÉREZ

Entrevista para El País Semanal 10 de noviembre, 1996