El monarca del tiempo Editorial:
REINO DE REDONDA |
Con El monarca del tiempo , su tercer libro, Javier Marías consigue dar un paso muy largo en la evolución de su propia obra, a la vez que se coloca a la cabeza de los jóvenes escritores españoles. Este libro, donde la diversidad de tonos y la fusión de géneros se dan la mano para conseguir unas singulares unidad y coherencia y para trascender el mero formalismo, es quizás el venablo más audaz lanzado en los últimos años por un escritor de lengua castellana. La seguridad con que son manejados los diferentes niveles estilísticos y el dominio de cada género que configura El monarca del tiempo lo dotan de una flexibilidad y una congruencia no siempre concebidas como una unidad y sutilmente fragmentadas hasta poder llegar a confundirse , en una lectura superficial y precipitada, con una miscelánea. El cuento, el ensayo, el teatro, en manos de Javier Marías son, en cada caso, el vehículo preciso para llevar al lector un cúmulo de percepciones y reflexiones de enorme lucidez que para expresarse no dudan en utilizar la gama más amplia de matices, que van de la ironía a la emoción, de lo solemne a lo cómico y a lo más implacable de la humildad. Y en todas las páginas el idima cumple la función de dar forma , con plasticidad y precisión notables, a los temas que Javier Marías va haciendo brotar, a veces tácita y a veces explícitamente, pero siempre de manera recurrente, a lo largo de las partes diferenciadas y en apariencia independientes. La ebullición que late por debajo de El monarca del tiempo lleva a pensar que este libro es el final de una etapa a la vez que el inicio de una nueva, y en ello hay que ver no una feliz coincidencia, sino un dato más del seguro y brillante oficio del autor.
“No fue sino hasta
1978 cuando publiqué mi tercera novela, El monarca del tiempo,
cuya escritura había alternado precisamente con la traducción
de Tristram Shandy. Puede decirse que ese libro constituye un
nuevo punto de partida en varios aspectos; quizá -visto ahora-
es un libro de transición. Para empezar, su estructura, a diferencia
de lo que más o menos sucedía en los dos primeros, no era
en rigor la de una novela. De hecho yo lo llamo novela porque ese género
ha acabado por convertirse en una especie de cajón de sastre que
lo acepta y asimila todo y porque, si bien a primera vista no parece una
obra unitaria, El monarca del tiempo tiene un núcleo que
vincula sus diferentes partes y pretende dotarlas de sentido, aunque no
todos sus lectores hayan visto esa ligazón ni tampoco sea demasiado
perjudicial para el libro no vérsela. Constaba de cinco capítulos,
de los cuales, desde un punto de vista formal, tres eran relatos; uno
era un ensayo; el último una pieza dramática en la que las
indicaciones de escena acababan por convertirse en descripciones y observaciones
sobre los personajes y por ocupar más texto que el mismo diálogo.
El núcleo al que he hecho referencia era el ensayo, titulado «Fragmento
y enigma y espantoso azar» [incluido en el presente volumen]. Este
capítulo trataba de algunos aspectos de Julio César; pero
en realidad la obra de Shakespeare no era sino un excelente pretexto para
hablar de la influencia del presente sobre la verdad o sobre lo verdadero,
y hacer, asimismo, una serie de consideraciones acerca del extraño
carácter y uso del presente de indicativo. La verdad y el presente
eran también el tema de los demás capítulos, de los
que prefiero decir, aunque incurra en pedantería o en algo aún
peor, que, más que ilustraciones o ejemplificaciones, constituían
encarnaciones de lo que en el ensayo era sólo verbo. Lo que voy
a añadir de inmediato puede, a su vez, sonar a trampa o a conclusión
sacada por arte de birlibirloque, pero lo cierto es que al escribir ese
libro comprendí o creí comprender que si mis dos primeras
novelas habían tratado de algo, más allá de las parodias,
los homenajes, las peripecias y la ejercitación, había sido
igualmente sobre el tema de la verdad. No se alarmen, por favor: no de
la Verdad con mayúscula, sino de la verdad cotidiana, de la verdad
que incluso podríamos llamar política, o social, de lo verdadero,
de la posibilidad de averiguar hechos y la imposibilidad de saber cosas
a ciencia cierta. Sé que todo esto puede resultar terriblemente
pretencioso, pero me temo que a mis veintisiete años había
cruzado por fin la línea de sombra y alcanzado la madurez y la
osadía necesarias para ser intérprete de mí mismo.
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