No
he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando
ya no era niña y no hacía mucho que había regresado
de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se
puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el
sostén y se buscó el corazón con la punta de
la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte
de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación,
unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado
la mesa, el padre no se levantó enseguida, sino que se quedó
durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse
a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al
plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto
de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría
el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza
iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber
todavía que hacer con él. Llevaba la servilleta en la
mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó
en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió
con el paño que tenía a mano o tenía en la mano
y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza
la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado
y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto
hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose
por el pasillo... |