Tanto Juan Benet como Juan García Hortelano me dijeron haber visto al Diablo, el primero en una ocasión, el segundo en dos. Benet lo contó nada más suceder, sin hacerse apenas de rogar: se disponía a cruzar la Castellana por un paso de peatones cuando le extrañó que, con el semáforo en verde para los automóviles, no viniera ni uno; pisó la calzada para otear mejor, y cuando ya iba a pasar en rojo sin esperar más, se quedó paralizado por la visión de quien se le venía encima a enorme velocidad, a saber: una hermosa mujer a horcajadas de una moto de gran cilindrada, con una chupa o zamarra abierta y los pechos al aire. Dio un paso atrás, sólo uno, y la cabalgadura le rozó los muslos. "Era el Diablo, lo sé bien", decía. Juan García Hortelano, en cambio, no sólo se abstuvo de describir una imagen así, más propia de un comic o de un anuncio que de cualquier texto literario, sino que se abstuvo siempre de describir, casi hasta de contar. En varias oportunidades se lo oí enunciar: " Yo he visto al Diablo, dos veces. La primera no hablé con él. Fue en Turín, un día de niebla. Sólo nos miramos, y él supo que lo había reconocido". Y eso era todo, la segunda vez ni siquiera la mencionaba, así que dejaba correr la intrigada imaginación del oyente. A la tercera de ser testigo de su aserción, intenté sonsacarlo ingenuamente: "No es raro que fuera en Turín", le dije, "porque allí hay mucho satanista y a veces va por allí un gran demonólogo del mundo editorial. Pero justamente por eso, ¿cómo puedes estar seguro de que era Él y no un acólito o imitador?". A lo que Hortelano respondió sin vacilar: "Mira, Javier, alguien que se cruce con el Diablo y no lo sepa reconocer, no merece publicar una sola línea, ni siquiera escribirla". Y añadió con malicia: "Lo cual significa que no lo merecen la mayoría de los que escriben y publican tantísimas por aquí". Era demasiado educado para dar ningún nombre. Para mí van muy unidos, los dos Juanes, desde que conocí a ambos a los dieciocho años hasta los últimos de sus vidas, que resultaron ser los mismos para los dos. Y a ellos va unido Jaime Salinas, su testigo y editor. Eran escritores tan distintos que se permitían no hablarse jamás en serio de sus respectivas obras y sí gastarse bromas al respecto en señal de su recíproco aprecio. Hortelano comparaba las novelas de Benet con ascensiones al Himalaya o al Everest (según su extensión), y las dividía en cotas: "Sólo voy por los ciento cincuenta mil metros", decía, refiriéndose a la página 150; "creo que me despeñaré esta vez antes de alcanzar la cima". Benet, por su parte, sondeaba a Hortelano cuando éste sacaba novela nueva: "¿Qué, esta vez ganan las duchas o los whiskies? Porque hay que ver la cantidad de whiskies y de duchas que toman tus personajes, sale uno completamente borracho de la lectura, pero de lo más limpio". Hortelano trabajó muchos años en un Ministerio, y escribía con parsimonia. Se interesaba tanto por lo que hacía -algo raro hoy en día, y es raro que sea raro- que nunca se lo pudo ver compitiendo con nadie, menos aún con Benet, y eso que no se le ocultaba que los escritores más jóvenes que frecuentábamos a ambos nos sentíamos literariamente más cerca de su amigo. Jamás le vi un gesto de reproche o despecho por eso, todo lo contrario: sabía que con él aprendíamos más del oficio, y no nos regateaba las enseñanzas. Se conocía al dedillo la novela francesa y la italiana y la rusa, y era un crítico oral excelente, de la literatura como de las personas. Pero con éstas no resultaba jamás ofensivo, procuraba que su ingeniosa malicia lo salpicara a él siempre, para no quedar mejor nunca que aquellos de quienes hacía chanza tan atenta que parecía casi afectuosa. Llevaba bigote cuando ganó el Biblioteca Breve, y es célebre el comentario de su editor barcelonés cuando lo vio bajar del avión: "Me parece que hemos galardonado a un guardia civil". Tanto le divertía desde entonces el desconcierto que provocaba su aspecto bonancible entre los izquierdistas mundanos, que nunca hizo por cambiarlo, para disfrutar con los equívocos y recolectar anécdotas. Era un hombre travieso y lleno de sorna; se tomaba en serio la literatura, aunque su espíritu sonriente le hiciera fingir que no; sólo rabiaba con el Atlético de Madrid, del que era incondicional (pero era lo bastante justo para reconocerme que no había habido en la historia extremo izquierda como Gento); sabía contar como nadie de viva voz, incluso cuando no contaba, como aquello de Turín. Y salvo algunos inquisidores políticos de derechas y de izquierdas, nadie habló jamás mal de él, lo cual es de increíble mérito en este país, más aún si se es de los que saben reconocer al Diablo y sostenerle la mirada cuando se cruzan en la niebla con él.
Javier Marías
(El País, Babelia, 6 de febrero de 1999.
Literatura y Fantasma, Alfaguara, Madrid, 2001)
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