Con la mano zurda

Los escritores que vivimos en Madrid nos damos verdadera cuenta de que ha pasado otro año cuando llega la Feria del Libro que se inaugura este fin de semana y nos toca ir a firmar ejemplares a las casetas del parque de El Retiro. Hace años, escribí al respecto un artículo titulado "Cómpreme uno", en el que nos comparaba con cualquier otro vendedor callejero y comentaba la cura de humildad que suponía para nosotros -que solemos estar en casa sin enterarnos de quiénes ni cómo ni cuántos nos leen- ponernos detrás de un mostrador como reclamo y ver pasar a la gente sin hacernos ni caso.

Sería falsa modestia negar que desde hace unos años no me suele faltar la clientela, pero en esa actividad de mezclarse por una vez con los lectores sigue habiendo sorpresas y alguna que otra humillación divertida hasta para quien la padece. La más común es que a uno lo confundan con otro colega novelista y que al descubrir que no es El Deseado el comprador se aleje con un mohín de decepción y aun desprecio, como si pensara en voz alta: "A ti te voy a comprar un libro". A mí me preguntan de vez en cuando si tengo que ver con quien es mi padre, a lo que suelo responder "Sí, es mi hijo" con más frecuencia de la que debiera, uno mismo acaba confundiéndose.

Lo más agradable para el escritor es que así tiene oportunidad de ver a sus lectores, aunque sea fugazmente; de escuchar alguna opinión y de intuir por qué motivo se compran sus libros (en ocasiones no parece haberlo) o los de los otos. Pero no siempre sabe estar a la altura de las circunstancias y sostiene torpes diálogos tal vez ofensivos para quien amablemente le solicita un ejemplar firmado. El año pasado vino un señor con un par de novelas mías y cogió otras dos, y mientras yo les ponía mi huella me dijo:"Pues allí en el trabajo le leen todos a usted". Confieso que me intrigó ese todos, de modo que le pregunté en qué trabajaba, y entendí: "En impresión". "¡Ah!, ¿en una impresora?", dije, "No, no", me corrigió el señor, "en prisión".La unión de aquel todos que había suscitado mi curiosidad y la palabra prisión me dejó desconcertado, y me temo que dije una sandez tras otra en el breve intercambio que siguió: "Pero, ¿se refiere usted a los presos?", dije. "Bueno, algunos sí, pero yo soy funcionario". "Claro", balbucí yo estúpidamente, "allí debe de haber tiempo para leer". Y el hombre:"Sí, se saca algún ratillo, pero yo prefiero leer en casa". Y yo continuaba con mi necedad:"Claro, claro, en casa será menos triste". Quise que se me tragara la tierra con toda mi obra, uno no está preparado para ciertas sorpresas. Tampoco debí quedar bien con cuatro mujeres de Galicia que me llamaron un viernes a preguntarme si iba a firmar el sábado, pues salían desde Santiago en aquellos momentos, dijeron, pero no proseguirían viaje si yo no iba a estar. Pese a que se oía de fondo un estruendo de camiones, pensé que era una tomadura de pelo, una broma de amigas guasonas para halagar mi vanidad, así que contesté burlonamente y poco menos que tomándoles el pelo yo a ellas también. No hace falta decir que a la mañana siguiente me encontré a cuatro encantadoras gallegas que por suerte supieron perdonar mi afrentosa incredulidad. Pero sigo sin creer que vinieran a Madrid sólo por eso, algo de guasa sí que tenían.

En todo caso, y como es lógico, procuro ser atento con quienes lo son conmigo tanto como para leer lo que escribo. No siempre es así, sin embargo, por lo que yo sé: hay autores que detestan a sus lectores y no se dignan a cruzar palabra con ellos, o aún peor. Una vez coincidí con uno muy fino del que me llegaban algunas frases: "Cállate, petarda", oí atónito que le decía a una mujer. A otra, no sé por qué, le espetó: "Pues tu hermana es una guarra", y dado que su cola la formaban sobre todo señoras de mediana edad, comentaba de vez en cuando: "Asco de marujerío". Si yo le oía lo oirían ellas, que estaban más cerca, pensé con rubor ajeno. Pero nadie se soliviantó, nadie abandonó la fila, supongo que las relaciones sadomasoquistas existen en todos los campos. Hay escritores que tienen sus trucos para que esas colas no mengüen nunca: esperan agazapados hasta que ya se ha formado una buena, y sólo entonces se presentan ante la multitud. O firman muy lentamente para que jamás se produzca un vacío, les importa mucho la invariabilidad de su imagen de ídolos. A mí me da apuro que nadie espere para que yo le dedique un libro y en cuanto se juntan tres personas voy a toda velocidad con mi mano zurda. Confío en no cambiar, aunque nunca se sabe. De momento ni siquiera me sirve para hacerlo pensar que durante muchos años fui yo quien esperó al comprador benévolo, en vano durante minutos eternos.

 

El Semanal, 28 de mayo de 1995


 

Cómpreme uno

Para los escritores la Feria del Libro de Madrid es una oportunidad única que nos pone a prueba y nos recuerda que podemos no diferenciarnos mucho de los vendedores ambulantes y los antiguos tenderos. Pero una vez en la vida (o una vez al año) el novelista o ensayista o poeta se encarga de la venta de su producto o al menos asiste a ella. Lo normal es lo contrario, pocos son los artífices de cualquier clase de objeto que estén tan alejados de la suerte que corre ese objeto una vez ofrecido a sus compradores o consumidores. El escritor escribe su libro en casa, lo recibe en casa una vez editado, lee en casa algunas reseñas y a casa le llega, al cabo de un año, una liquidación que le informa tan sólo de cifras, que pocas o muchas, le resultan abstractas. Rara es la ocasión en que ve a alguien por la calle o en una playa leyendo un libro suyo, entre otras cosas porque ya casi nadie lleva libros por la calle y menos aún a la playa. Recuerdo la emoción que sentí cuando alguien caritativo y quizá embustero me contó que en un vuelo había visto a tres personas distintas (ya sé que tres personas son siempre distintas, el adjetivo sirve para subrayar que eran tres, como el famoso "6 toros 6") leyendo una de mis novelas. Pensé: qué avión tan amable, qué vuelo tan distinguido.

Las sesiones de firmas en la Feria del Libro no siempre son tan amables ni distinguidas, pero en todo caso son instructivas: tienen algo de humillante y mucho de divertido, al menos para los que consideramos que es conveniente humillarse de tarde en tarde. El escritor llega a la caseta a la hora convenida y se coloca tras el mostrador junto a los dependientes, que se han molestado en confeccionar un cartelón que anuncia su nombre, quizá en vano. Ante él se despliegan sus títulos viejos y nuevos, su mercancía. Allí están las obras que concibió y ejecutó en casa, detrás está él como reclamo, avalándolas con su cara y su busto, como si su cara y su busto pudieran incitar a comprarlas. Algunos autores tienen cola y no les da tiempo ni a levantar la cabeza, otros se aburren tanto que acaban leyéndose varios periódicos o echando una mano a los dependientes. Pero lo normal, supongo, es que haya ratos de actividad firmante y ratos de ocio y espera, y esa alternancia es la que permite tres cosas sumamente interesantes: adivinar a los compradores, intuir por qué compran y en algunos casos escucharlos. La gente pasa, se para, hojea, mira el precio, se lo piensa, mira la foto, lee por encima la contracubierta, de pronto mira al autor, mira el libro de nuevo. Durante todo ese proceso el escritor está a merced de ese comprador posible, en el fondo lo está empujando con su pensamiento aunque aparente estar distraído o desentendido, le está susurrando mentalmente: "Compra, compra".

Yo he compartido caseta y sesión de firma con algunos colegas, lo cual resulta particularmente provechoso y ameno. Recuerdo que Álvaro Pombo, ante ese proceso de vacilación adquisitiva, mascullaba a mi oído con fingido tormento: "Esto no lo soporto, no soporto que me manoseen los libros, es como si me estuvieran manoseando el alma!" Si el transeúnte se marchaba con las manos vacías, yo le apuntillaba: "Y además te la ha despreciado." "¡Habráse visto!", gritaba él. "¡Me acaban de desdeñar el alma!" Con un colega al lado se puede jugar a las adivinanzas, este compra, este no compra: debo decir que nunca he perdido cuando he apostado por lo segundo. Por no se sabe qué suerte de actitud o mirada o manera de sostener el volumen, los que en modo alguno le compararán a uno un libro lo llevan pintado en el rostro desde el primer instante, como si la incompatibilidad y la negación fueran cosas mucho más decididas e inamovibles que sus contrarias.

Otra de las ventajas de tener a otro escritor al lado es que, así como uno no puede o no debe intentar convencer a un dubitativo de que adquiera su libro, sí puede elogiarle el del compañero, y viceversa. Yo he recomendado en su presencia muchos ejemplares de Félix de Azúa, quien sin embargo, competitivo, iba anotando los que vendíamos uno y otro y en su columna ponía todos sus Idiotas y sus Iluminados y también mis Sentimentales y Almas despachados gracias a sus persuasiones. Como siempre en los juegos, me hacía trampas. Me sentí alma humillada, sentimental e idiota otro día en que, estando solo, una chica pasó por delante de mi caseta y, al verme, me preguntó si me importaba firmarle su ejemplar comprado en otro sitio. Le dije que no y entonces sacó de su bolso una novela de Azúa, que me apresuré a dedicarle esmerándome, con gran dolor de mi corazón en su nombre amigo.

No es fácil intuir por qué los compradores compran, aunque algunos son tan considerados de ir a tiro hecho y sin vacilaciones. Pero verlos en sus titubeos y en sus decisiones finales ayuda algo a imaginarlo: a veces es el título, a veces la cubierta, a veces la solapa, a veces la foto, a veces un suplemento de libros que esgrimen como la Biblia. Sucede en ocasiones que uno ve cómo alguien mira su foto y luego lo mira a uno y luego la foto y otra vez a uno, como para cerciorarse de que se trata del mismo. Siempre que me pasa eso me acuerdo de la primera vez en que mi foto y yo fuimos así mirados, y no es muy agradable: al cruzar de Berlín Oeste a Berlín Este por la lúgubre estación de Friedrichstrasse, el vopo metido en una caseta elevada me observaba necesariamente de arriba a abajo y, con mi pasaporte en la mano, iba cotejando antes de franquearme el paso: cejas, cejas; ojos, ojos; nariz, nariz; labios de foto, labios reales. Parece como si el parecido entre persona y retrato fuera recomendable y merecedor de recompensa: el vopo me dio el visto bueno y algunos lectores se han decidido a favor tras comprobar que no había demasiado engaño.

Pero lo más divertido y lo más humillante es escuchar, sobre todo cuando los compradores, ante el escaparate de los títulos desplegados, no reparan en que allí detrás está su responsable y hablan de él abiertamiente y sin miramientos, como se habla de la gente cuando no está presente. No es que esto suceda a menudo, por desgracia y también por suerte, pero a muchos nos habrá ocurrido las suficientes veces para regresar a casa hechos papilla. En esas raras ocasiones uno descubre de qué es culpable: de haber salido en televisión sin corbata, de haber escrito tal artículo, de parecer afeminado o huraño en la foto, de haber polemizado con tal escritor, de ser confundible con otro. Se aprende mucho.

Por último, es impagable que a uno le cuenten historias relacionadas con sus libros en vez de ser uno quien deba contarlas. La que más me cautivó fue la de una enamorada pareja de adúlteros que me confesaron serlo en parte gracias o por culpa de una de mis novelas. En un primer momento me sentí muy responsable, casi arrepentido de haberla escrito, ya que no les iba muy bien y todos sufrían, ellos y sus cónyuges. Luego no he podido evitar interesarme por cuál era su suerte. En general los compradores son deferentes y hasta comprensivos. Otro de mis colegas de firma -bueno, era Pombo- armaba un escándalo cada vez que alguien me compraba a mí un libro: "Pero, ¿cómo es posible?", gritaba, "que le compre usted a él su novela y no se lleve la mía? ¡Pero por favor! ¡Pero que enorme disparate, pero qué horror!" Para mi sorpresa y mejora de la opinión que me merecen mis semejantes, casi todos los reprochados volvían a sacar la cartera o a abrir el bolso y se llevaban también el de mi compañero. Yo nunca me he atrevido a tanto, pero confieso que más de una vez me he sorprendido a mí mismo pensando aquello que gente menos afortunada lleva siglos suplicando y diciendo con todas las letras: "cómpreme uno, señorita; por favor, señor, cómpreme uno".

 

En LITERATURA Y FANTASMA, Alfaguara, 2001

 


 

Sólo para flemáticos

Dentro de cuatro días, el amigo tamborilero de la página anterior y yo, como tantos otros escritores, cumpliremos con el deber anual de renunciar a nuestros fines de semana -tres enteros- y pasar horas metidos en estrechas casetas, sentados en incómodos taburetes sin respaldo, chupando polvo y calor o lluvia para firmar ejemplares durante la Feria del Libro de Madrid. Hace tiempo escribí que esa experiencia era una cura de humildad, no sólo por el riesgo de estarse mano sobre mano la mayor parte del tiempo, viendo cómo los compradores desdeñan nuestros librillos, sino por el mero hecho de ponernos por una vez detrás de nuestra mercancía como reclamo y, por así decir, venderla con los dedos manchados.

Hay por ello muchos literatos que consideran esta práctica una bajeza y que nunca se prestarían a ella, aseguran, por dignidad y respeto hacia sí mismos. La verdad es que no he conocido ninguna altivez tan firme como para seguir negando en cuanto los libros de sus poseedores han tenido algún éxito y éstos sospechan que, lejos de sufrir inactivos y ver a la gente pasar de largo, se sentirán halagados por la solicitación de los lectores, cuya heroicidad es aún mayor si se piensa que a veces hacen largas colas para hablar diez segundos con su favorito y llevarse el ejemplar individualizado. De los escritores con cuya vida he coincidido, creo que sólo habría sido capaz de tanta paciencia por Nabokov, Bernhard y Benet (si a éste no lo hubiera conocido), y me temo que cuantos podamos pulular por la Feria tenemos mucho menos valor que ellos.

Yo recuerdo las épocas en que firmaba poco, y lo peor es el sentimiento de culpabilidad que se apodera tanto del autor sin público como del librero que lo ha invitado a su caseta. Ambos tienen la sensación de que deben disculpas al otro, el escritor por su escaso poder de convocatoria y el exiguo beneficio que está trayendo al librero, y éste por haber puesto a aquél en situación tan deslucida. "Claro, hoy hay fútbol", dice el librero aunque sea por la mañana. "Sí, y toros", añade el novelista. "Además está para llover, aquellas nubes disuaden a más de uno", añade el librero señalando un minúsculo cirro que habría que mirar con telescopio. "Los domingos no son buen día en realidad", agrega el poeta si es domingo, porque si fuera sábado los domingos le habrían parecido perfectos, el día más concurrrido. "Y luego está la crisis", se anima la dependienta, "la gente no gasta en nada, no sale ni compra nada". "Sí, y lo primero que se sacrifica son los libros, de esos prescinde todo el mundo", contribuye el ensayista desesperado. "En fin, no te extrañe", concluye el dueño del puesto, "ayer tuvimos a Pérez-Reverte y sólo firmó media docena en dos horas, imagínate cómo está el panorama". Estos diálogos, que se reproducen a menudo con autores noveles, prestigiosos y hasta supuestamente consagrados, son un extraordinario ejercicio de cinismo recíproco, ya que pueden tener lugar una despejada tarde de domingo en que no hay fútbol ni toros, mientras las masas de transeúntes impiden ver las casetas de enfrente y después de un sábado en el que el escritor no encontró mesa en cuatro restaurantes distintos ni pudo entrar en cinco cines, como prueba de que la gente no come ni bebe ni sale. También es muy posible que mientras se dice todo esto con parsimonia, los dependientes y el escritor vean cómo en el tenderete de al lado el propio tamborilero firma ejemplares a ritmo de desbandada aunque la víspera tuviera que dedicarse a hacer crucigramas. Lo más penoso es cuando el librero pontifica: "La Feria ya no es lo que era, la gente viene sólo de paseo, a mirar, pero no son lectores". El escritor calla y asiente, cada vez más avergonzado, preguntándose por qué diablos, entonces, no paseará toda esa gente por las miles de hectáreas más sosegadas y libres del enorme Parque del Retiro.

Hace falta mucho aplomo, se lo aseguro, para aguantar así dos o tres horas. Yo he visto a dramaturgos incumplir su compromiso y largarse amargados a los veinte minutos de estéril espera. He notado el respingo del vecino ocioso cada vez que su compañero de caseta recibía una visita, y cómo se cortaba el humo que no había. He visto a poetas menguados y a novelistas enfurecidos con los no compradores, a los que han chillado y culpado por su desconsideración y mal gusto. He visto descomponerse a vacas sagradas y rubores como ya no se llevan en estos tiempos desfachatados, y nacer o crecer odios acérrimos y definitivos hacia el colega de mayor éxito. Ir a firmar a la Feria es toda una prueba a la que sólo deben someterse quienes tengan nervios templados, sentido del humor y flema inconmensurable. Claro que también es una excelente escuela para hacerse con ellos.

 

El Semanal, 26 de mayo de 1996

 


 

Guía para detectar cursis

En este suplemento no son muy comprensivos con los títulos largos (aunque se esfuerzan), así que hace año y medio hube de abreviar uno que resultaba abusivo: "Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes". Lo mismo ocurrirá con el de esta pieza, inspirada por parecida manía verbal, espero que disculpable siempre en un escritor. Es como si un médico ve poner mal una inyección, o un carpintero acabar mal un mueble. En mi caso no se trata tanto del "mal" academicista, que se irrita ante las faltas de ortografía o la puntuación heterodoxa (la mía lo es mucho y deliberada, por cuestiones de ritmo), sino que son más bien las palabras mismas y las imágenes que convocan las que a veces pueden sacarme de quicio. En aquel artículo mostraba algunos ejemplos de vacuidades o pomposidades varias de la escritura y el habla que me inducían a sospechar que detrás había un farsante.

La escritura es una bendición pero es también muy peligrosa. Hay pensamientos que no se alumbran si no es escribiendo; hay cosas importantes que las personas no se atreven a decirse de viva voz, sino sólo por escrito y "a solas", y es lamentable que la dimensión epistolar esté cada día más desaparecida, las cartas son necesarias. El riesgo estriba en que, precisamente por eso, es fácil que en la escritura -tanto pública como privada- uno caiga en la tentación de ponerse solemne y soltar cursiladas inconmensurables. Pero en fin, con esto ya se cuenta. Lo que resulta más llamativo y hasta alarmante es la cantidad de cursiladas que la gente notable dice, por ejemplo en las entrevistas que se ven y oyen, y directamente ominoso encuentro que sean a menudo mis colegas, los escritores profesionales, quienes esparzan más melindrosas bobadas cuando deberían ser ellos los más prevenidos a la hora de incurrir en lugares comunes y topicazos, en expresiones supuestamente "bonitas", frases manidas y sandeces como floreros.

En estas pasadas semanas de Feria del Libro he leído bastantes declaraciones de colegas míos, y la acumulación me ha hecho advertir con horror que la gran mayoría, con independencia de edad, sexo, nacionalidad o género más practicado, se zambulle con ufanía en mentecateces ruborizantes. Un autor muy vendedor confesaba, por ejemplo, respecto a su último producto vendible: "Ha sido la autobiografía de mi corazón". Nada menos, y luego poetizaba sobre el prosaico momento de firmar en la Feria, calificándolo no recuerdo de si mágico o lúdico o copulativo: "El roce de las manos cuando yo doy el libro", exclamaba transido y sin duda pegajoso. Otro escritor maduro, extranjero y que sostiene mucho, afirmaba para expresar su amor a un país ajeno: "Hasta sueño en su lengua, lo que quiere decir que ese lugar forma parte de la geografía de mi alma". Santo cielo. Ya la sola palabra "alma" suele ser problemática -y lo dice quien la puso en uno de sus títulos, como "corazón" en otro, con mucha duda-; pero que además cuente con "geografía" sólo queda superado por lo que, en el periódico del mismo día, aseguraba un tercer autor, más joven y de nuestro norte: "La naturaleza sirve para expresar el paisaje del alma". Las almas de los escritores parecen superpobladas, roturadas y jeroglificadas, de tanto como contienen. Pero es que en la misma página venían las manifestaciones de un cuarto, de nuestro sur, casi un debutante, a quien no sonrojaba hablar de "contar historias a los niños que llevamos dentro". Sería de desear que esos niños no correteasen también por el alma sino por algún otro territorio menos concurrido, o si no estallaría el invento, se encuentre donde se encuentre.

Que escritores consagrados o incipientes larguen trivialidades refitoleras a troche y moche y sin avergonzarse, es un síntoma preocupante de lo poco que se les exige y lo muchísimo que se les pasa: esas frases e imágenes son propias, a lo sumo, de una folklórica o un modisto de antes. En ese antes, a estos escritores nuestros los habrían jubilado por tales manifestaciones.

Hay muchas más, repetidas hasta la náusea, y aquí no caben. Me limito a señalar una infatigable que ya no se aguanta: "Todos somos...", y a continuación cualquier ser o colectivo maltratado o desfavorecido: "negros", "pobres", "presos", "inmigrantes", y sobre todo "mestizos". Basta. Porque, además, creer que todos somos lo que no todos somos es la mejor manera de que sigan siendo maltratados los que sí lo son de veras.

 

El Semanal, 22 de junio de 1997


 

Mercadeo de pensamiento

Hoy termina la Feria del Libro de Madrid y con ello todo vuelve a su cauce. No es muy normal, si bien se piensa, que en un parque se hayan congregado casi quinientas casetas dedicadas a vender libros exclusivamente, y menos aún que las hayan visitado unos dos millones de personas. Tampoco resulta plausible que un país en el que, según estadísticas, la mitad de la población jamás lee, sea sin embargo el tercero o cuarto del mundo en número de títulos publicados anualmente, casi cincuenta mil. Si bien en esta cifra se incluyen todos los catálogos, folletos y panfletos de los organismos oficiales, tan abundantes como innecesarios, una manera más de tirar el dinero de los contribuyentes y de cargarse árboles para nada. (Yo he recibido costosos volúmenes llenos de fotos, consagrados a ilustrar en qué habían consistido los cursos de verano de tal o cual Universidad; si la mayoría de esos cursos ya eran superfluos, imagínense ver las caras de los ponentes en el momento sublime de poner su huevo.) Lo malo es que el cauce normal ya es anómalo. Cualquier persona que visite con asiduidad librerías o "grandes superficies" con libros habrá notado cómo las novedades editoriales ocupan casi todo el espacio. Hoy se hace difícil comprar un título de hace cinco años, también de hace uno solo, por lo general el librero ha de encargarlo. La avalancha de novedades es tal que no deja hueco para el fondo, al que se renuncia más cada vez. Conozco a muchos libreros que se quejan de ese alud incesante: trabajan como mulas, pero no vendiendo o recomendando la literatura que ofrecen, sino haciendo y deshaciendo paquetes, cambiando sin pausa el escaparate y las mesas de novedades, desplegando y recogiendo libros, a menudo recogiendo los mismos que habían desplegado una semana antes para sustituirlos por otros de la misma editorial, que a su vez serán seguramente recogidos y devueltos al cabo de otros siete días.

Durante un tiempo no comprendía esta política absurda y aun suicida de la edición. ¿Qué sentido tiene, me preguntaba, sacar tantos títulos que no se venden, sabiéndolo de antemano? ¿Qué sentido que un editor se haga la competencia a sí mismo, publicando un libro tras otro, ahogando los tres de la semana pasada con los cinco de la siguiente, sin dejar a ninguno respirar a sus anchas ni gozar del mínimo tiempo preciso para ser leído por algunos lectores y ser objeto de su recomendación, de un buen boca a oreja? Hay novelas -sobre todo- de autores ya conocidos, o bien que han apalabrado un premio sonoro, que se venden solas, sin necesidad de sanción lectora. Pero son muy pocas. La mayoría de los libros debería tener la oportunidad de que alguien curioso los hojease, los comprase, leyese y hablara bien de ellos. Pero ese proceso requiere bastante tiempo, y casi ninguno de autor "novel" o "difícil" goza hoy en día de ese tiempo. Si algo no vende en las primeras semanas es devuelto en seguida al editor, el cual pondrá en su lugar otro título que correrá igual suerte hasta que le llegue el turno a uno que sí se venda y que aguantará entonces en los comercios algunos meses, un año con fortuna. ¿Qué sentido tiene hacer libros -una tarea lenta y trabajosa, tanto su escritura como su traducción si la hay, como su factura material- para luego no darles la oportunidad verdadera de existir y desarrollarse? De muchas obras maestras de la literatura universal ni nos habríamos enterado, con estas prácticas.

Hace poco me han explicado el sentido: cada editor no puede permitirse perder el espacio de "exposición" con que ha logrado hacerse en cada punto de venta, y dadas las impaciencias actuales, si a la primera semana el título que distribuyó no se vende, ha de tener listo otro que ocupe su espacio -esto es, el del sello editorial-, porque si no se lo arrebatarán libros de la competencia. Esto significa que muchas de las obras que los escritores escriben con paciencia e ilusión, y que ven por fin publicadas con enorme contento, están destinadas en realidad tan sólo a hacer de soporte o anuncio de esa editorial en las librerías, y a guardar el sitio hasta que llegue la de un colega de venta segura o con inmensa suerte. Esto es tratar los libros como si fueran envases o algo peor. Habrá editores y libreros y aun autores que digan: "Los libros también son mercancía, y están expuestos a lo mismo que cualquier producto". Puede ser. Pero quien diga eso no es un verdadero editor, o librero, o escritor. Es tan sólo un mercader. Porque en los libros hay pensamiento, y éste nunca puede ser tratado tan sólo como un objeto.

 

El Semanal, 14 de junio de 1998

 


 

La pluma entre los dientes

Se acabó la Feria madrileá del Libro, y, por segundo o tercer año consecutivo, aquí el vecino Pérez-Reverte, Duke of Corso y Maestro de Esgrima del Reino, ha faltado a la cita. No puedo reñirlo por ello, faltaría más. Pero tampoco ocultarle que me ha sentado como un tiro verme obligado a dar explicaciones desde mi caseta a los numerosos lectores de este suplemento que, venidos a la capital desde sus respectivas poblaciones, me pedían cuentas de su ausencia, como si yo, por la mera vecindad de página, tuviera responsabilidad o -aún más chistoso- ascendiente sobre el Corsario, figúrense. Varias veces me he visto en el papelón de justificarlo ante las quejas, con estúpidas frases como "No, anda molesto con esto de las listas de ventas". O "Le desagrada el lado más comercial del asunto". O, según sus propias palabras, "Lo encuentra humillante". Cada vez que soltaba una de estas no podía evitar pensar que se nos ha puesto un poco tiquismiquis o señorito, lo cual no le pega nada. Así que a ver si rectificas, Matamoros, porque ya me basta con soportar las frecuentes reconvenciones de mis lectores, para cargar además con las de los tuyos. No di abasto, venga disculpas y reparaciones, por mis tropelías y las de mi Gran Capitán, el año que viene te quiero ahí, firme en tu caseta, hombro con hombro y dando la cara como buen filibustero: Jean Lafitte -y quizás seas tú el único que lo recuerde- jamás lo habría hecho, desertar, me refiero.

Claro que hay algo de humillante en las sesiones de firmas, pero está bien que así sea, y bien está que los escritores nos sometamos una vez al año a hacer de tenderos de nuestros libros, a colocarnos tras la mercancía como el frutero respalda sus frutas y aguanta reclamaciones si las vendió pochas o malas. Los otros once meses los pasamos más o menos aislados, y, a diferencia de los músicos, los dramaturgos, los cineastas, los arquitectos y los pintores, no tenemos oportunidad de asistir a las reacciones de nuestros espectadores, lo cual es ventaja y también desventaja, y el breve encuentro en el Retiro con los lectores es lo que más se aproxima a lo que esos artistas perciben, el entusiasmo o el abucheo, la ovación o la pitada, el mohín de asco o la boca abierta. Que se fabriquen listas de más vendidos es tan inevitable como que las haya cada semana en la prensa, o como que se difundan estadísticas sobre la capacidad de rebote y el número de asistencias de los balocentistas. Si no las hacen los organizadores, esas listas las harán otros por libre, como ya sucedió hace dos años, cuando un editor y un distribuidor compinchados protestaron mucho y sacaron la suya "alternativa", más inverosímil y tendenciosa que la oficial, venga libros que editaban o distribuían ellos; se cubrieron de gloria, y uno no compite si competir no está en su ánimo, por mucho que se dedique un imbécil a medir con una cinta la longitud de las diferentes colas de lectores.

La Feria no es más que una feria, no hay que darle tanta importancia. Y es un ejercicio de humildad para los escritores, vendan o no. Para los que no, el porqué es evidente. Para los que sí, porque descubrimos que nuestros libros a veces se compran por las razones más peregrinas o que menos nos gustan: porque nos confunden con otro autor; porque nos beneficia algo tan pasajero y hueco como "estar de moda"; porque ha salido en la prensa que nos han dado un premio; porque quieren leernos para "cargársenos", y además nos riñen como he dicho. En estos días en que mi vecino andaba por ahí de asueto, probablemente con su balandro, y yo sudaba a pie de caseta, se me ha regañado por fumar demasiado; por haberme aburrido con el Deportivo de La Coruña; por haber firmado que siempre diré y escribiré La Coruña cuando lo haga en castellano; por puntuar como puntúo; por no publicar nueva novela; por publicar demasiado; y hasta por no ser más personal en mis dedicatorias. Una señora me lo reprochó: "Oiga, cada persona es única e indivisible". Sólo supe contestarle: "Bueno, lo de indivisible vaya a decírselo a Jack el Destripador, señora", y ahora, encima, por no haberme traído a Corso de la oreja. Ya está bien.

Por lo demás, uno ayuda a los libreros para quienes firma, y siempre hay comentarios y personas gratas -los más-. Y hasta puede vender uno un buen libro: una señora que buscaba mi novela El hombre sentimental se equivocó y pidió El hombre invisible. Y aunque rectificó, yo insistí en que se llevara la obra de H G Wells y no la mía. "Ya me gustaría haber escrito yo esa", le dije, "aproveche y llévese una buena de verdad, y no estas". Nada me reconforta más que pensar en el disfrute de esa señora, que ahora estará leyendo por primera vez aquella vieja y breve maravilla, que aún seguiría sin conocer de no haber estado yo en la caseta como vendedor responsable, honrado y en deuda con la buena literatura. Así que el año que viene, Corso, ahí te quiero ver con la pluma entre los dientes, y al abordaje.

 

 

El Semanal, 25 de junio del 2000