El Padre

 

No está bien que sea yo quien escriba este artículo. Es poco elegante que el padre hable del hijo o el hijo del padre. Pero el padre cumple ochenta años el 17 de junio y el hijo ha tenido que oír en su vida demasiadas sandeces en boca de imbéciles o de malvados. En este país casi nadie recuerda nada; de los que recuerdan; muchos falsean; y los que no tienen edad simplemente no saben. Además, en la literatura y el cine hay tradición de hijos justicieros, o vengativos o rencorosos. No me importa hacer por una vez ese papel. Este es un artículo, así pues, rencoroso, como podrían serlo los que escribieran los vástagos de otros republicanos, fuera cual fuese la profesión de sus padres.

Este padre tenía seguramente dos vocaciones, por recuperar la palabra antigua pero vigente en su juventud: la de escritor y la de profesor. La segunda no pudo cumplirla, la primera sí, y mucho, pero a duras penas durante bastantes años. El padre estuvo en el bando republicano durante la Guerra Civil; escribía en el Abc de Madrid y en Hora de España: colaboró con Besteiro -tan ensalzado hoy por los socialistas y por casi todo el mundo-, hasta su rendición y aun después. Al terminar la contienda, fue denunciado por su mejor amigo y por un profesor de arqueología que luego reinó en su cátedra durante largos decenios (el supuesto amigo también obtuvo la suya más adelante, en Santiago, y aún se las dio de izquierdista). Pasó un tiempo en la cárcel y pudo ser fusilado. Fue juzgado cuando lo que había que demostrar era la inocencia; tuvo suerte, y algún bendito testigo al que cuando el juez le espetó: "Oiga, le recuerdo que usted ha sido llamado como testigo de cargo", tuvo el valor de contestar: "Ah, yo creía que se me había llamado para decir la verdad". Pudo salir, pero se encontró con la hostilidad y el veto del régimen victorioso. Por razones políticas le fue suspendida la tesis en 1942, no pudo ser doctor hasta 1951, año en el que por fin se le permitió publicar artículos en la prensa diaria. Cuando la cátedra de su maestro Ortega hubo de cubrirse en 1953, un influyente miembro del Opus escribió que si el padre llegaba a ocuparla la consecuencia sería clara y funesta: nada menos que "la República". El padre no opositó. Se sabe que cuando fue propuesto para la Real Academia, Franco se lamentó con estas palabras: "Es un enemigo del régimen, pero no puedo hacer nada. Sobre la Academia no tenemos control directo". Cuando amainó la ira y se pudo pensar que el padre se incorporara por fin a la Universidad, él no estaba dispuesto a solicitar el certificado de adhesión al régimen que por fuerza obtuvieron cuantos sí se incorporaron a ella; todos, también los legendarios héroes que fueron expulsados más tarde.

¿Qué ocurría con los compañeros de generación mientras tanto, durante la guerra y la victoria? Algunos han muerto ya y otros están vivos y son muy celebrados: unos con justicia, otros sin tanta. Todos fueron cambiando, unos pronto, otros tardíamente. Algunos reconocieron sus debilidades o equivocaciones del pasado; otros las ocultaron; algunos hasta las negaron y tergiversaron, biografía-ficción debería llamarse el género. No importa mucho hoy día. Pero en los años treinta y cuarenta y cincuenta sí importó bastante. Y así, mientras al padre le pasaba cuanto vengo contando, el otro filósofo tildaba en un libro de "jolgorio plebeyo" a la República y ocupaba el saneado puesto de delegado de Tabacalera en una provincia; el novelista eximio se ofrecía como delator y luego recibía alguna condecoración franquista; el poeta, el humanista, el filólogo, el otro novelista: todos de Falange, colaboradores del diario Arriba, o rectores de Universidad, o intérpretes entre Franco y Hitler; fue ministro quien luego pudo defender al pueblo, tuvo cargos institucionales el historiador que lanzó soflamas en plena guerra contra "los tibios". Nadie les ha pasado cuentas, y está bastante bien que así sea. La etapa democrática los ha jaleado y los considera maestros. Lo serán sin duda, de sus disciplinas.

Mientras tanto el padre republicano y vetado ha sido más bien ignorado por esta etapa democrática, por los herederos de Julián Besteiro. No ha tenido reconocimientos oficiales, igual que en tiempos de Franco. Ni siquiera un mísero Premio Nacional de Ensayo, que se ha otorgado hasta a autores noveles con obras más bien escolares. Nada de esto es grave, no creo que al padre le importe mucho. Pero el hijo ha tenido que escuchar muchas sandeces en boca de imbéciles y de malvados. En otro periódico ha escrito una semblanza pacífica. El hijo se disculpa por hacer hoy público en este su resentimiento.

 

Javier Marías

Publicado por primera vez en El País, 16 de junio de 1994

Recogido en el libro Vida del Fantasma Alfaguara 2001

 

 

Que por mí no quede

 

 

Cuando mi padre tenía mi edad actual, yo tenía cuatro años, casi cinco, y acabábamos de volver de América tras uno de estancia en New Haven, Connecticut. De allí vienen mis primeros recuerdos verdaderamente nítidos, de manera que durante algún tiempo vi a mi padre con pinta de americano de 1955 ó 1956 ( y así lo veo también siempre que quiero): un hombre con sombrero, gabardina o abrigo largos, ojos azules, el mentón partido y gafas redondas de concha. Andaba siempre muy erguido, casi inclinando la espalda hacia atrás, con una media sonrisa en los labios y expresión invariablemente optimista, casi ufana.Veo sus pisadas sobre la nieve resbaladiza y perpetua de Nueva Inglaterra, pisadas rápidas e impacientes que solian dejar atrás fácilmente, involuntariamente, a mi madre, a mí y a mis tres hermanos. A veces mi madre, con desesperación irónica, se detenía a su vez para hacerle notar la distancia establecida y que nos estaba perdiendo. Se quedaba mirándolo divertida (como quien mira a un incorregible que le hace gracia), hasta que él retrocedía un poco e intentaba acoplarse a nuestros pasos infantiles, con muy breve éxito: siempre llegaba a todas partes adelantado, con una prisa infrecuente, la prisa del entusiasmo.

Ese entusiasmo no lo ha abandonado en esta casi entera vida mía transcurrida desde entonces, como tampoco unas dosis de ingenuidad que en principio no serían nada recomendables para andar por el mundo. Ahora que llega a los ochenta años bien entero y con la confianza intacta, hay que pensar que tal vez la mezcla no da malos resultados, o que acaso se trata más bien de una disposición entusiasta e ingenua. Digamos que es la de un hombre que está dispuesto a dejarse engañar, a correr ese riesgo infinitas veces antes que recelar o andarse con reservas, como si esta última actitud fuera en sí tan estéril que no valiera la pena incurrir en ella tan sólo por protegerse. No en balde su lema es "Que por mí no quede", y lo ha seguido siendo hasta hoy pese a las muchas traiciones que alguien con tal carácter inevitablemente padece, como cuando paró en la cárcel al terminar la guerra, denunciado por quien había sido hasta entonces su mejor amigo, y eso no le impidió seguir creyendo en la gente, seguir dispuesto a dejarse engañar por ella. Quizá sea la única manera interesante de tener trato con los semejantes.

Yo recuerdo a mi padre trabajando siempre a grandes velocidades, si bien de muy niño no acababa de comprender su quietud ante una máquina y que permaneciera tantas horas en su despacho mientras discurría lo que para mí era la verdadera vida, con peleas en el colegio y mi madre y criadas y hermanos y mi abuela y la tita María de visita, ambas cubanas: siempre gente alborotada, casi todo es alboroto en la infancia. Los domingos por la mañana nos dedicaba un poco más de tiempo a los niños, con los que sabía tratar sólo a medias, o quizá nos lo parecía por contraste con la atención inteligente y continua de nuestra madre. Mi padre tenía un lápiz plateado con minas de cuatro colores que nos fascinaba, y los domingos se veía obligado a dibujarnos algo. Poco ducho, recuerdo haber sentido algo semejante a la piedad cuando lo veía repetir una y otra vez sus tres invariables figuras, en un color cada una: un indio con turbante, un pez y una vaca. Menos mal que el hermano mayor, Miguel, empezó pronto a dibujar magníficamente de todo, en especial aviones perfectos a los que no faltaba ni una pieza.

Por el lado de mi padre no había nadie, no había familia, ni abuelos ni tíos ni primos ni nada, a veces llegaba a parecer un intruso en las reuniones. Se lo notaba más a gusto con sus propias tertulias intelectuales, que aún mantiene un día a la semana en su casa, domésticas herederas, supongo, de aquellas célebres de la Revista de Occidente de las cuales lo recuerdo volviendo en algunas épocas dos veces al día (uno se pregunta qué se ha hecho del tiempo que se estiraba, sin duda nos ha abandonado). Hablador generoso e infatigable, siempre le he envidiado su formación tan sólida como no la tiene nadie nacido bajo el franquismo ni luego: yo lo he visto siempre leer en latín al filósofo Suárez y en griego a Aristóteles, en alemán a Heidegger y en inglés y francés, respectivamente, a sus favoritos Conan Doyle y Simenon (adora la novela policíaca, y cada vez que voy a Francia le busco los pocos libros de Maigret que aún le faltan: no se sacia, lo relee continuamente, como a Dumas). Desde niños mis hermanos y yo nos acostumbramos a tener en casa una enciclopedia andante en forma de padre que respondía breve pero satisfactoriamente a preguntas de historia, literatura, filosofía, arte, ciencias y cualquier otra materia. En cuanto a las dudas lingüísticas, era más de fiar mi madre, pero ella murió para su desesperación y, a falta de la garantía primera, yo aún recurro a su faceta de diccionario cuando alguna vacilación me surge. Le debo mucho como escritor, y no solamente las consultas.

No recuerdo que me haya puesto nunca la mano encima, y a fe mía que hice barrabasadas durante la infancia. O tal vez sí, una vez, aunque mi recuerdo es vago y dudoso: solicitada su intervención material por mi madre ante algún desmán excesivo, me debió de dar una azotaina con tan poca convicción y tanto optimismo en su ánimo que decidí no portarme nunca más tan fatal para no volver a ponerlo en semejante compromiso contrario a su naturaleza. Es un hombre enérgico pero muy afable.

Cuando he vivido fuera de España y no he tenido más remedio que recordarlo, su imagen predominante ha sido sin gafas leyendo, con sus ojos azules bien visibles y la "cara de alemán" que, según decía mi madre, se le pone al quitárselas. Sentado en su sillón, a la noche, perfectamente vestido con traje y corbata aunque ya no vaya a salir de casa, leyendo con entusiasmo, el mismo que pone en todo lo demás que hace. Así lo veo y así lo recuerdo. Y yo sé que, mientras lee, además está pensando, quizá en algo que escribirá mañana.

 

Javier Marías

Publicado por primera vez en ABC Literario, 17 de junio de 1994

Recogido en el libro Vida del Fantasma Alfaguara 2001

 

 

Cruceros hundidos

 

 

La sala estaba llena, de gente mayor sobre todo. Las tres personas que tomaron la palabra tenían más de ochenta años cada una, y una de ellas era mi padre. Se reunían para inaugurar una modesta exposición en la Residencia de Estudiantes de Madrid, de la que les informó a ustedes María Antonia Sánchez-Vallejo hace dos semanas. Todos aquellos viejos miraban los restos de algo ocurrido hacía sesenta y dos años, y ellos mismos habían aportado esos restos a la exposición relativa al Crucero Universitario por el Mediterráneo del verano de 1933. Habían pasado mes y medio a bordo del Ciudad de Cádiz, que años después fue hundido por los submarinos de Mussolini al servicio de Franco durante nuestra Guerra Civil. Ciento ochenta y ocho pasajeros, profesores y alumnos de muchos sitios en aquel crucero de estudios organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, con su decano al frente, don Manuel García Morente. Entre los estudiantes y los profesores, nombres que luego han tenido relevancia en la vida cultural española: Vicens Vives, Chueca, Tovar, Espriu, Díez del Corral, Lafuente Ferrari, Ballesteros, Gaibrois, Díaz-Plaja, y también apellidos librescos, de hijos o hermanos: García Lorca, Pérez de Ayala, Ortega, Menéndez Pidal, Marañón, Garrigues, García de Diego. Y una visita de Valle-Inclán. La exposición es breve y modesta, como he dicho: algunas fotos, unas caricaturas de Eduardo Robles, un pasaporte conservado durante tanto tiempo, la lista de pasajeros, algún billete. Mi padre aportó el salacot que se compró en Túnez a los diecinueve años y que para mí fue un objeto de fascinación durante mi infancia entera y la evocación de la aventura, hasta el punto de haberlo introducido en una de mis novelas: "parecía antiguo", escribí, "con su barboquejo de cuero para fijarlo al mentón y su forro verde gastado, en el cual se veía una vieja etiqueta muy cuarteada en la que aún era legible: "Teobaldo Disegni", y debajo: `4 Avenue de France´, y debajo: `Túnis´. De dónde habría salido...", dice el narrador de esa novela, cuando el autor lo sabía perfectamente.

Podría hablar aquí de ese crucero y del mundo civilizado y efímero que se adivina al contemplar esos restos, esos despojos, esas fotos amarilleadas y esos rostros jóvenes ilusionados por su viaje de iniciación. Podría hablar de esos breves años de la República de los que no ha quedado ni rastro hasta parecer que nunca hubieran existido, una fugaz fantasmagoría de la que yo seguramente procedo. Podría hablar de esas gentes y esos apellidos, de su vida posterior más dura, de cómo los zahirieron y zurraron por ambos lados, por la derecha y por la izquierda, por igual los fascistas y los comunistas. Pero no es eso lo que más me interesa tras haber asistido a esa inauguración.

Lo que más me llama la atención son ellos ahora, aquellos jóvenes que hoy son viejos y a los que vi entusiasmados al rememorar, recuperando su juventud "aunque sólo sea durante una hora", como dijo uno de los ponentes. Sesenta y dos años. Toda una vida transcurrida entre esos dos momentos, tantos muertos y tantas renuncias y tantos logros, la vida por detrás y no por delante como en aquel verano ingenuo del 33. Las suertes ya echadas, las biografías escritas y rubricadas, con satisfacción o lamento según los casos, o amargura o rencor o contento, quién sabe, quizá ni ellos mismos lo sepan, pues toda vida tiene demasiada mezcla. Se hicieron una foto, todos los cruceristas supervivientes presentes, un grupo de cabezas canas o desprovistas de pelo, alegres, divertidos, nostálgicos. Les alegraba que allí hubiera algunos jóvenes, o los que somos más jóvenes que ellos. Les alegraba no ser olvidados y que se les hiciera caso, aunque sólo fuera durante una hora.

Tan poca cosa los hace sin embargo afortunados, a estos cruceristas ya ancianos. Como ellos hay miles por todo el país a los que nadie hace nunca ningún caso, a quienes ni siquiera se escuchan las rememoraciones, a quienes se ha jubilado no sólo de su trabajo sino de la vida.

Yo no sé qué ha ocurrido para que los viejos hayan pasado a ser tan frecuentemente un mero estorbo, una carga y una lacra. Las generaciones maduras de hoy son tan soberbias que creen poder prescindir de todo, hasta de su origen y también su destino, como si pensaran que ellas no van a ser seniles también muy pronto. Cuando oía hablar a estas personas ya tan mayores, una de ellas mi padre, me daba cuenta de que tienen más energía y entusiasmo y frescura que los que hemos venido luego y los dominamos, y sin duda más vocabulario. Y además son simpáticos y mesurados, serenos e irónicos, han visto mucho y saben no dar importancia a lo que no la tiene, lo cual es fundamento de toda convivencia. Si ellos no estuvieran retirados y gozaran de más influencia, no me cabe duda de que este país crispado y pueril e insensato se beneficiaría de ello y sería así justamente, más sereno y más irónico y mucho más tolerable.

 

Javier Marías

Publicado por primera vez en El Semanal

Recogido en el libro Mano de sombra Alfaguara 1997

 

 

 

Muchos premios, pocas bibliotecas

 

 

Con motivo de la concesión a Don Julián Marías del premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades

Este es un país de muchos premios y pocas bibliotecas, de muchos títulos y pocos lectores. De los primeros, es muy difícil que no tenga alguno cualquier persona dedicada durante cierto tiempo a las letras, no importa de qué género. En realidad, empieza a tener más mérito no contar con ningún galardón, y eso es casi lo que hasta ayer le ocurría a Don Julián Marías, quien, sin embargo, habrá publicado más de sesenta obras a lo largo de más de cincuenta años, y algunas de gran valía, aunque no esté bien que sea yo quien lo diga. No estoy seguro de que a él le haga feliz, a sus casi ochenta y dos años, entrar a formar parte de esa nómina tan nutrida. Tengo la impresión personal de que, curtido durante demasiado tiempo por la censura y la hostilidad del franquismo, en el fondo se ha sentido siempre más cómodo a la contra de lo oficial y solemne, excluido del baile, incluso silenciado a veces. Me parece que no sólo no ha intrigado ni adulado nunca para conseguir nada, sino que tampoco ha esperado nada y que estaba ya conforme con eso. Si le hubieran otorgado un premio Nacional de Ensayo, al que no se le ha considerado merecedor año tras año desde los cuarenta hasta hoy, estoy convencido de que a estas alturas se habría llevado un berrinche. Estos premios Príncipe de Asturias son más jóvenes y no tan arbitrarios, y supongo que le habrá agradado recibir el de Humanidades de este año. A mí, que soy sólo su hijo, en todo caso me ha alegrado.

 

 

Javier Marías

Publicado en ABC, 4 de mayo de 1996

 

 

Mi padre, el filósofo

 

 

Con motivo de la concesión a Don Julián Marías del premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades

Al pedirme ABC que escriba sobre el lado humano de mi padre, me vino de sopetón esta frase que yo espetaba ya con tres o cuatro años, cuando en el colegio me preguntaban qué era mi padre. Lo decía henchido de orgullo como un pavo y lo prefería, instintivamente, a la opción descafeinada, que él mismo me había brindado: "Dí, si no, que soy escritor". Sabía que eso no era cosa corriente, sabía que mi padre no era corriente y comenzaba a vislumbrar que, teniendo sus ventajas, no iba a ser tan fácil ser hijo de un padre que no conducía, que no nadaba, que no se compraría una televisión, que viajaba constantemente al extranjero; que no tenía sueldo, que no iba a la oficina, que estaba en contra de Franco, que no castigaba a sus hijos, pero que no compraba bicicletas por las buenas notas, que era capaz de dejar resbalar su mirada por encima de unas cuantas matrículas de honor para conceder un "no está mal; podría estar mejor". Un padre que no me iba a reír las gracias, que no se iba a dejar influir por sus hijos -gran peligro de la clase intelectual- como no se dejaba influir por apenas ningún agente externo, se tratase de la filosofía o de la política de moda, o de las idolatrías de las generaciones más jóvenes (durante años creí que de lo único que había convencido a mi padre en mi vida era de que cambiara de marca de vino, y ahora dudo de hasta de eso). Un padre que no me iba a dejar, mejor dicho, me iba a obligar "a hacer lo que me diera la gana", que no iba a darme pretextos para eludir mi propio destino o mi propia vocación. Que ni siquiera iba a poner cara de espanto si le salía ¡un hijo flautista! Ante tan cruda coyuntura tan sólo me dijo, "si lo llegas a hacer muy bien hasta con la cosa más rara -¡vaya si él lo sabía!- conseguirás ganarte la vida: lo malo es si lo haces sólo regular".

Y es que uno de sus rasgos es su impermeabilidad, su asombrosa capacidad de resistencia. Sin ella sería incomprensible su trayectoria. Mi madre -su gran complementaria, en sentido noventayochista- solía hablar de su "epidermis de elefante", gracias a la cual ha logrado sobrevivir sin que ninguna de las dos Españas le helara el corazón, sin perder la alegría, el optimismo y hasta, una inexplicable dosis de ingenuidad. Lo que para cualquier humano habría sido insoportable no ha logrado restarle un minuto de alegría. Con qué santa paciencia, con qué elegancia, ha sobrellevado el pasar en veinticuatro horas de ser considerado -a menudo por los que habían cambiado la camisa azul por la camisa roja, el brazo en alto por el puño cerrado- como un izquierdista peligroso a ser tratado como un señor de derechas trasnochado, mientras él seguía imperturbable su faena adelante, sin enmendarse y sin mirarse la ropa, como los buenos toreros.

A finales del franquismo un crítico sevillano comparó el valor de mi padre a la hora de decir lo que entonces nadie se atrevía a decir, con el de Juan Belmonte cuando agarró a un toro de Miura el cuerno por la mazorca. A él le gustó la comparación, y es que, al margen de otras virtudes, es -rara avis en la clase intelectual- un hombre extremadamente valiente, que considera "una cierta dosis de valor" condición imprescindible para vivir con dignidad. Con 80 años, al volver de un domingo de misa, un navajero intentó robarle la cartera. Ni que decir tiene que no se la robó; el ratero debe de acordarse aún de tan bravío anciano. Contadas veces he visto a mi padre enfermo -su capacidad para no acatarrarse cuando toda la familia moquea es irritante-; jamás cansado; nunca agobiado por el trabajo ni apresurado por el ritmo de vida -es tan ordenado en el tiempo como desordenado en el espacio-; rara vez desanimado, no digamos deprimido.

No se piense, a raíz de lo dicho, en un "superhombre", rígido ni obsesivo; menos aún en un intelectual engolado ni arrogante. Sí en un hombre infatigable y tenaz hasta la testarudez que hace honor a su sangre aragonesa. Ha sido mi padre siempre hombre cordial, fiel hasta la muerte, a sus principios, a sus ideas, a sus maestros -su fidelidad y respeto hacia Ortega creo que es algo único en la historia cultural española- y a sus muchos y excelentes amigos.

Es mi padre un hombre sencillo que gusta de la comida llana -churros para el desayuno, cocido madrileño, berenjenas rebozadas, bacalao, chocolate oscuro, son sus obsesiones gastronómicas-, un ciudadano del mundo sin nada de cosmopolita, un europeo de España para el que, como para Ortega, "la gran delicia es rodar por los caminitos de Castilla". Es también un filósofo con los pies en el suelo, carente de la menor sombra de pedantería, que se pirra por el cine, que tiene más orgullo como fotógrafo que como pensador, al que entusiasma la poesía, la novela, las novelas policíacas -¡Simenon!-, que no se pierde un museo o una iglesia, que lee infatigablemente por el mero placer de leer, con su ojo único de clarividencia ciclópea, hundido durante horas en su sillón de orejas. Es un hombre al que le interesan muy poco las cosas y mucho las personas: sus amigos y sus muchas y espléndidas amigas -la tertulia de los domingos, las largas caminatas sorianas o toledanas han sido los principales escenarios de su vida de gran conversador-. Un hombre que no ha regateado el tiempo para degustar el pulso de la vida; para salvaguardar lo más valioso de ella, la intimidad; para vivir una vida irrenunciablemente humana. Decía Ortega que "la filosofía no sirve para nada... solamente para vivir". La filosofía de Marías -la filosofía de la razón vital- le ha servido para vivir una vida que es, en cierto modo, su gran obra de arte.

Su gran premio, infinitamente más valioso para él que aquellos "oficiales", que recibe con tanta gratitud como escepticismo, sin hacer memoria de cuán esquivos se le mostraron, es la creencia de que su pensamiento puede orientar a otras vidas -individuales y colectivas- para que lleguen a ser plenamente eso: vidas humanas.

 

Álvaro Marías

Publicado en ABC, 4 de mayo 1996

 

 

Una celebración particular

 

 

Seguramente no hago bien al escribir este artículo: no me gusta ser indiscreto ni impúdico -eso que hoy parece virtud, de tan practicado-, y me será difícil no resultarlo, me disculpo de antemano. Vaya en mi descargo que acaso muchos de ustedes se encuentren o se vayan a encontrar en situación parecida, y que quizá mi estado de ánimo y mis comentarios sean compartidos en silencio, porque normalmente "de estas cosas no se habla", y a lo mejor no está de sobra que, por una vez, alguien las hable.

Lo cierto es que hoy es un día de celebración para mí, porque mi señor padre, que en junio cumplirá ochenta y siete años, ha ido a dar su primera conferencia en nueve o diez meses, y no se ha cansado, me ha dicho al teléfono, y ha regresado con bien a casa. Por primera vez desde que tengo memoria, padeció el pasado abril lo que comúnmente se llama un achaque. Su salud ha sido siempre insultante para los demás, incluidos sus hijos, hasta el punto de que nunca había guardado una jornada de cama ni jamás ha visitado al dentista, proeza sobrenatural en esta época con tanto dulce. No fue nada grave, pero sí hubo de ser operado y convalecer largamente. Tal vez por eso, por estar él tan mal acostumbrado, lo vi languidecer, y perder movilidad, y ceder ante la pereza, sufrir un bache del que mis hermanos y yo nos preguntábamos si saldría. Durante este tiempo lo hemos observado de manera distinta de cómo lo habíamos mirado siempre. Eso sí, disimuladamente, pues nada lo habría irritado y apesadumbrado más que notar en nosotros algo parecido a la lástima, que no a la preocupación, la cual sí consentía. Y cada vez que se ponía beligerante o aun indignado, lo tomábamos por buena señal y por un avance, aunque ello supusiera tener que soportar algún chaparrón dialéctico malhumorado.

Sería absurdo negar que en esas circunstancias, sobre todo si le son nuevas a uno pese a la ya larga edad del padre, se piensa en la posible muerte de la persona. O en un quizá más temible, gradual, irreversible apagamiento. Y uno toma mayor conciencia de algo consabido y obvio, pero que a menudo fingimos ignorar u olvidarnos, la unicidad de cada persona. En los hijos es casi connatural el egoísmo. "Lo que no le pregunte ahora al padre, luego ya nunca podré saberlo", piensa uno. Pero no es sólo que se prevea la futura falta de consejo, sino que es algo más, ya no tan egoísta y que atañe sobre todo al amenazado o enfermo, no a uno mismo. Lo que esa persona sabe, desaparecerá con ella. No tanto sus conocimientos -que también, y que son igualmente únicos por muchas enciclopedias que existan-, sino lo que sabe por haberlo vivido y pensado. El cúmulo de recuerdos, imágenes, ecos, situaciones y escenas, agravios y penas, conversaciones y risas que poseemos todos y que es lo que nos constituye, lo que nos da identidad y nos permite llamarnos "yo" desde que adquirimos conciencia cesa; ese cúmulo personal, intrasferible e irrepetible queda un día borrado entero, casi como si no hubiera existido. Algunos escritores -y otros que no lo son- guardan eso parcialmente y lo ponen por escrito, como mi señor padre hizo en sus memorias, hace ya tiempo. Pero eso es sólo un desvaído reflejo, y en todo caso la mayoría de la gente carece de tiempo, facultades o ganas para acometer tal tarea, contar no es tan fácil como parece. Y además ¿quién no se pregunta si sus recuerdos podrían interesar a nadie más que a sí mismo? Y mucha duda lleva a abstenerse.

Durante estos meses en que he visto a mi señor padre con sus andares tenues, negándose a utilizar bastón "porque eso es de viejos o de afectados", alicaído a ratos y falto de actividad frenética (la suya habitual), aunque no de la intelectual en ningún momento, he tenido la frecuente tentación -en la que más de una vez he caído- de sonsacarle cosas de su pasado, de la Guerra, de sus aprecios, de la vida que él conoció de otra época, nacido como fue en 1914, el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, figúrense, qué remota. Cuanto le he escuchado, con más avidez de la acostumbrada, ha sido interesante, a menudo apasionante, siempre único. Y me ha llevado a pensar en los muchos ancianos que nuestra sociedad presuntuosa tiene desaprovechados, sin hacerles caso, huyéndolos cuando se atreven a querer contar algo, considerándoles inútiles y una carga, aislándolos, dejándolos que se pudran en el sentido coloquial y en el literal del término. Quizá mi señor padre cuente con un bagaje superior al medio, una vida entera ordenando conceptos y palabras. Pero en esencia no es distinto de cualquier persona de edad, todas poseen sus nunca interminables cúmulos, todas han visto lo que nadie más verá nunca, todas son únicas. No deben desperdiciarlas, un día ya no darán respuestas. Disculpen de nuevo mi celebración particular: que mi señor padre haya vuelto a dar una conferencia y no se haya cansado, para mí significa que puedo desterrar los pensamientos y temores oscuros todavía durante un buen rato. (Y además, tampoco se sabe nunca quién se va a despedir primero.)

 

Javier Marías

Publicado por primera vez en El Semanal 17 de diciembre 2000

Recogido en el libro A veces un caballero Alfaguara 2001

 

 

 

 

Biografía

Julián Marías nació en Valladolid en 1914. Doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, es el discípulo más destacado de Ortega y Gasset, maestro y amigo con quien fundó en 1948 el Instituto de Humanidades. Sobresaliente ensayista y distinguido filósofo, Julián Marías no enseñó en la Universidad española franquista por discrepancias ideológicas, pero fue conferenciante en numerosos países de Europa y América y profesor en varias universidades de Estados Unidos. Su presencia en el mundo intelectual español ha sido y es constante: colaborador de las publicaciones más relevantes, es miembro de la Real Academia desde 1964 y fue senador por designación real entre 1977 y 1979. En 1996 se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

 

 

Una aproximación a su obra

Los libros de Julián Marías se encuentran con facilidad en las librerías, puesto que sus obras no cesan de reeditarse. Una buena parte de su obra está en Alianza; de algunos libros hay edición de bolsillo. La selección que se presenta es, cómo no, arbitraria. Se ha hecho pensando en lectores interesados en libros esclarecedores y no en estudiantes de filosofía.

 

Historia de la filosofía, Revista de Occidente, Madrid, 1941 (Reeditado en Alianza)

Introducción a la filosofía, Revista de Occidente, Madrid, 1947 (Reeditado en Alianza)

El tiempo que ni vuelve ni tropieza, Edhasa, Barcelona, 1964

Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid, 1970 (Reeditado en Alianza)

La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid, 1980

Breve tratado de la ilusión, Alianza, Madrid, 1984

España inteligible, Alianza, Madrid, 1985

La mujer y su sombra, Alianza, Madrid, 1987

Una vida presente. Memorias (3 vols.), Alianza, Madrid, 1988

Cervantes clave española, Alianza, Madrid, 1990

Acerca de Ortega, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1991

La educación sentimental, Alianza, Madrid, 1992

Razón de la filosofía, Alianza, Madrid, 1993

Mapa del mundo personal, Alianza, Madrid, 1993

El cine de Julián Marías. Escritos sobre cine, compilación de Fernando Alonso, 2 vols.Royal Books, Barcelona, 1994

Tratado de lo mejor, Alianza, Madrid, 1995

Persona, Alianza, Madrid, 1996

Tratado sobre la convivencia, Martínez Roca, Barcelona, 2000

Bibliografías sobre Julián Marías

 

Igual que su propia obra, la bibliografía sobre Julián Marías es ingente. Para los interesados, se proponen dos libros:

Harold Raley, Julián Marías. Una filosofía desde dentro, Alianza, Madrid, 1997

Helio Carpintero, Julián Marías, Diputación Provincial de Valladolid, 2001

 

Reyes de Miguel e Inés Blanca han hecho posible esta página