Venecia, un interior Los venecianos Empezaremos por lo que no se ve, quizá lo único que no se deja admirar, lo que es inverosímil que exista y al viajero, de hecho, le parece imposible que pueda haber. ¡Gente que vive en Venecia! ¡Hombres y mujeres que, sin tener que ver con el engranaje turístico, están allí permanentemente! ¡Seres humanos que se pasan el año entero en el Gran Museo, las cuatro larguísimas estaciones de esta ciudad! ¡Individuos que no se conforman con los tres o cinco o siete días que todo mortal debe reservarle en la monumental agenda de su biografía al único lugar del mundo que, si no se ha visto, puede empañar la digna imagen final de cualquier persona que, por lo demás, haya cumplido con sus obligaciones estéticas a lo largo de una vida disipada o recta! Sólo
esa amenaza contra la perfección de nuestra experiencia explica
que, entremezclados con los turistas más jóvenes -los odiados
mochileros que en verano enturbian las aguas-, grupos masivos de turistas
ancianos, a veces decrépitos, se asomen a la plaza de San Marco
protegidos por una cámara con dioptrías o mirando al suelo,
como si temieran que levantar la vista y mirar de frente, cumpliendo por
fin con lo que está prescrito que todo ser humano de este planeta
debe contemplar con sus propios ojos antes de abandonarlo, pudiera decidir
su inmediata salida hacia el otro paraíso del que no se vuelve.
Sólo eso explica que de vez en cuando los aviones que aterrizan
en el aeropuerto más bien centroamericano de Marco Polo retrasen
en media hora el descenso de los pasajeros sanos porque van cargados de
"sillas de ruedas" (como una azafata con mentalidad utilitaria
llama una y otra vez a quienes las ocupan) que deben depositar en tierra
en primer lugar y no sin riesgo por medio de rudimentarias grúas
y toboganes de plástico. Una hora después las "sillas
de ruedas" tendrán que vérselas con el irresoluble
problema de salvar incontables escaleras y puentes, pero no pueden sumar
a su terrible desgracia la ingnominia de quedarse sin ver Venecia. Hay
que llegar como sea. Los venecianos son conscientes de esto, y saberse el principal destino de la ensoñación geográfica de la humanidad ha forjado su carácter y determinado la visión de sí mismos en su relación con el mundo. No es tan sorprendente que los venecianos, todavía hoy, se consideren el centro de ese mundo que viene a ellos arrastrándose si hace falta. Aún se puede escuchar, en boca de los más altivos, que el campo empieza después del Ponte della Libertà, único nexo (aparte de la vía férrea, de 1841-1846) entre la tierra firme y el conjunto de islas que constituyen la ciudad. Esa construcción de Mussolini, Vittorio Cini y el conde Volpi di Misurata, que con sus tres kilómetros y medio los ata a la península desde hace cincuenta años y permite que los coches se queden asediando a las mismas puertas como nuevos dragones, les parece un impertinente cordón umbilical que no hubo más remedio que tolerar. Venecia es la Ciudad por excelencia para el veneciano. El resto del mundo es campo. La versión más belicosa y dura de este concepto se expresa con una variante de corte racista: "Los negros empiezan más allá del Ponte della Libertà." Pero a estos habitantes -los únicos blancos a su propio juicio, los únicos civilizados de la humanidad, salvaje siempre en la comparación- no se los ve tan fácilmente. Invadidos, hostigados, expoliados, expulsados, privados paulatinamente de sus costumbres blancas y sus tradiciones urbanas, cada vez son menos los que se niegan a ceder más terreno. A lo largo de este siglo ha habido una gradual pero siempre creciente emigración a Mestre, que empezó siendo el barrio proletario a pocos kilómetros de la ciudad y que hoy, entre dientes, envidian los venecianos más endebles y claudicantes, los más traidores: allí hay discotecas, cines, jóvenes, grandes almacenes, supermercados, actividades, vivacidad. En tiempos de la república Venecia llegó a tener casi trescientos mil habitantes. Hoy sólo quedan setenta mil resistentes, y las deserciones no han acabado. A los venecianos no se los ve fácilmente porque salen poco, en primer lugar. Atrincherados tras sus contraventanas de color verde sandía, ven el resto del mundo la periferia del mundo en pijama y sólo a través de sus veinte canales de televisión. Su indiferencia y su falta de curiosidad por lo que no sea ellos mismos y sus antepasados no tiene equivalente posible con las de los pueblos más ensimismados del hemisferio norte. Los tres cines de Venecia están siempre lánguidos y semivacíos, como lo están el teatro Goldoni, los bares y las calles al caer la tarde, las salas de conferencias, e incluso aunque son la excepciónalgunas salas de conciertos. Casi nada los arranca de sus propias casas, casi nada los mueve de su ciudad. Evitan todo local que haya sido concebido con mentalidad turística o se haya impregnado de ella, y eso los lleva a evitar casi todos los locales de la ciudad. Su espacio se va reduciendo cada vez más, pero desde luego no se los verá en las terrazas con orquestina anacrónica (clarinete o violín, contrabajo, piano de cola, ¡acordeón!) de la plaza de San Marco, ni en las trattorie y restaurantes cercanos, ni paseando por la ferial y chillona Riva degli Schiavoni, frente a la laguna, ni por supuesto en góndola. En el irrenunciable café Florian sólo a horas intempestivas, cuando los visitantes duermen el profundo sueño del turista exhausto. En cambio se los podrá encontrar en lugares que tal vez al viajero le parecen poco atractivos, pero que son el reducto de sus costumbres mínimas, las que las agencias de viajes no se molestan en revelar a sus clientes demasiado abrumados: a mediodía, las señoras y los caballeros toman el aperitivo en la anodina heladería-bar Paolin; el paseo será por las sublimes Zattere; a la noche puede verse a los más noctámbulos y a ciertos melómanos en el oculto y anticuado salón Campiello, uno de los pocos locales que permanecen abiertos después de las diez. Las noches de opera, por supuesto, puede vérselos en el dieciochesco teatro de La Fenice, el lugar de reunión predilecto de los venecianos más blancos y más urbanos, esto es, de los más orgullosos, los más cerrados, los más desdeñosos y los más pudientes. No es que La Fenice sea un teatro demasiado importante ni que la tradición operística de Venecia pueda compararse con la de Milán Pero es allí, en el patio de butacas, donde la gente per bene, los venecianos de siempre, sí deben estar. Justamente por tener su función estrictamente musical aún más rebajada o atenuada de lo habitual, ese patio de butacas se convierte en el mayor despliegue de vestidos, zapatos, pieles y joyas; y el propio desconocimiento que los venecianos tienen del mundo exterior los lleva a medir mal, o, dicho más exactamente, a no tener medida en la exhibición. Los cantantes se quejan a veces de que en ese teatro sus voces se confunden con el ruido de la pedrería y sus ojos quedan cegados por los destellos del oro en la oscuridad, pues hay algunas señoras que cargan demasiado la mano, las orejas y el cuello en su afán por deslumbrarse a sí mismas, principalmente. Es ésta, de hecho, una de las señas de identidad de los venecianos. Quiero decir, su necesidad de arreglarse, vestirse, calzarse, enjoyarse bien. El viajero curioso podrá reconocer a los escasos nativos con que se cruce en su demabular porque, así como los turistas van como siempre hechos unas fachas, si no unos guarros, los venecianos parecen camino de una fiesta elegante a cualquier hora del día y en cualquier estación, incluso cuando el calor y la humedad se alían para bañar en sudores hasta a los más lamidos. A las venecianas en particular se las puede reconocer por tres cosas: llevan siempre pintadísimos sus bellos rostros tallados, leñosos, cuadrados, como caras de Egon Schiele; caminan muy rápido; tienen piernas de gran hermosura, armoniosamente musculadas por haber subido y bajado tantas escaleras a lo largo de una vida entera de puentes atravesados. Pero no es fácil verlas. Hasta van por distintas calles que los turistas. Expulsados de las más luminosas y principales por la riada continua que a veces provoca atascos humanos para desesperación de los que han de llegar a algún sitio a tiempo, los venecianos buscan atajos y se internan por donde ningún forastero se aventuraría por temor a perderse en el laberinto insondable que es la ciudad: callejas estrechísimas por las que sólo cabe una persona, huecos entre dos edificios, soportales que no parecen llevar a ninguna parte, callejones que aparentemente sólo van a desembocar al agua. Los venecianos se han visto obligados a rendir sus calles a la gente de fuera, a la gente del campo, y transitan por una ciudad recóndita, paralela a la que los itinerarios turísticos señalan con sus flechas amarillas. En realidad no ven muy a menudo la parte más sobrecogedora de su ciudad, aquella con la que sueña el resto del mundo, sino paredes desconchadas y rotas, puentes minúsculos sobre canales enanos y sin renombre, grieta y descascarillado, el trasfondo de la ciudad, su sombra, en la que no existen tiendas ni hoteles ni restaurantes ni bares, sólo los elementos esenciales, la piedra y el agua. Huyen también de los atestados vaporetti, y por ello se ven obligados a andar kilómetros cada vez que se echan a la calle. Y si acaso se permiten tan sólo coger el traghetto o góndola, que por tres monedas los pasa de un lado a otro del Canal Grande. Pero esta es, en compensación, una de las experiencias más exaltadoras de la ciudad: el traghetto hace un brevísimo recorrido transversal, sorteando los vaporetti y las lanchas que avanzan longitudinalmente. Y por fin, durante unos segundos, los palacios se miran desde la altura a la que fue pensado que debían verse.
El archipiélago
Ni los venecianos, ni los que no son de Venecia pero viven aquí, ni los visitantes que se atreven a permanecer más tiempo del estipulado por una biografía convencional, acaban teniendo deseo ni fuerzas para salir de la ciudad. De la razón seria para esta extraña fijeza, para este envolvimiento sin intersticios de quienes se entretienen demasiado en Venecia, para esta mezcla de contentamiento y resignación, se hablará después. Pero lo cierto es que sobre todo los primeros, los venecianos, rara vez abandonan su ciudad, y si lo hacen es para trasladarse a lo que desde siempre les perteneció. La isla mayor del Lido, cuyas playas Visconti hizo celebérrimas con aquella colección de cromos para estetas marítimos que se tituló Muerte en Venecia, es hoy, en contra de lo que mostraban aquellas estampas, un lugar totalmente doméstico, en absoluto internacional. Es una playa familiar a la que los venecianos se llegan a diario durante el mes de julio tras una travesía de veinte minutos por las grisáceas aguas de la laguna. Allí los aguarda una caseta de baño, cuyo alquiler para la temporada les habrá costado cinco millones de liras y que sólo utilizarán durante ese mes y la primera semana de septiembre, pues en agosto se desplazan a sus montañas, los Dolomitas. Esas son seguramente las mayores distancias que alcanzan en su retraída existencia. Su talante huidizo les hace evitar hasta la playa del Hotel des Bains, allí donde se demoraban interminablemente los ojos soporizados de Dirk Bogarde: no sólo puede esa playa atraer a algún turista maquillado de Asenbach o peinado a lo Tadzio, sino que además la consideran de medio pelo. La buena, dicen, es la del hotel Excelsior. La playa del Lido, por lo demás, es un trasunto estival del patio de butacas de La Fenice. La sociedad veneciana es tan endogámica que así como sus miembros desprecian a cualquier extranjero (no digamos a cualquier compatriota, y más si es meriodional, terrone, gente de Roma para abajo), se admiran unos a otros inconmensurablemente, y allí donde saben que van a encontrarse procuran despertar la admiración inconmensurable de sus propios espejos. Por eso las señoras se llegan hasta la misma arena con vestidos de seda y marca, zapatos de tacón dorados y todos los brillantes, esmeraldas, zafiros, perlas y aguamarinas que tengan a su disposición. La cara caseta se quedará con las sedas y con el calzado, pero las gemas y el oro ni siquiera desaparecerán cuando la señora decida interrumpir un momento la charla social y darse un baño en las aguas de su mar caldeado y pálido. Cada isla del pequeño archipiélago en que se inscribe Venecia parece tener o haber tenido una función específica. La propia ciudad está formada por islas, las que antiguamente, antes de que la urbe tuviera entidad de tal, se llamaban del Rialto. En la actualidad, y a vista de pájaro, éstas parecen sólo dos, separadas por el Canal Grande como por unas minuciosas y pacientes tijeras curvas. Ensambladas, casi encajadas la una en la otra, tienen un poco forma de paleta de pintor. No son éstas islas para servir a nadie, sino para ser servidas por las demás. Venecia, resuelta a que su inmutable superficie o figura coincida sólo con lo principal, extiende por la laguna todo aquello demasiado especializado o demasiado vergonzoso, lo subsidiario, lo horrendo, lo funcional, lo enfermo, lo que no ha de verse, lo que no debe tener cabida en su cuerpo administrativo, eclesiástico, palaciego, naviero, comercial. Así, por ejemplo, la isla de Sant´Erasmo es el huerto de la ciudad. De ella y de las de le Vignole y Mazzorbo proceden casi todas las verduras y frutas que abastecen Venecia. Atravesar en barco los canales de le Vignole supone adentrarse en un paisaje selvático. El verde que no se ve en Venecia (lo hay, pero oculto) está en esas islas-huerto, en esas islas-almacén. San Clemente y San Servolo, por su parte, albergaron respectivamente los manicomios para mujeres y hombres, hasta que esas instituciones fueron abolidas por el Estado italiano hace diez o quince años. San Lazzaro degli Armeni fue la leprosería hasta el siglo XVIII, en que, como indica su nombre, fue entregada a la importante y culta comunidad armenia, del mismo modo que la Giudecca fue la isla elegida por los judíos (el ghetto era otra cosa) para habitarla. A Sacca Sessola iban los tuberculosos, mientras que en San Francesco del Deserto hay sólo un convento (franciscano, obviamente), con cuidadísimos jardines cruzados por pavos reales. Burano también tiene su especialización: los famosos merletti o encajes, aunque la mayoría de los que allí se venden en la actualidad están confeccionados en Hong-Kong y Taiwan, como casi todo lo que se vende en el universo mundo. Y Murano, que cuenta con el asombroso ábside de Santa Maria e Donato, de finales del siglo XI, es, por lo demás, una sucesión de tiendas y fábricas de vidrio soplado, negocio del que la isla vive. Allí se idean las delicadísimas frutas de Barovier, los floreros de Venini, las copas de Moretti. Toda la isla tiene mirada de vidrio. Pero lo más emocionante es Torcello. Torcello tiene apenas nada: dos iglesias, tres restaurantes y la Locanda Cipriani, en la que -según cuenta la voz amiga de Giovanna Cipriani, nieta del fundador de esta exquisita cadena de hoteles y restaurantes- se alojaba el patrono de los turistas, San Hemingway, alimentándose durante días y días a base de sandwiches y vino que en grandes cantidades (el vino) le llevaban a su habitación. El resto de la isla está apenas poblada, dominada por una ordenada vegetación. Pero es en Torcello donde en buena medida se originó Venecia, la primera isla que tuvo visos de ser habitada permanentemente por los refugiados de Aquileia, Altino, Concordia y Padua que huían a la laguna temporalmente y erigían palafitos en el estuario ante las invasiones bárbaras del siglo V. Torcello fue la isla más importante de los primeros tiempos, y hoy sólo quedan en pie dos iglesias, precisamente de aquellos primeros tiempos. Es un lugar, por tanto, que ha vuelto a su ser. La catedral de Santa Maria Assunta y la pequeña iglesia de Santa Fosca son dos restos inverosímiles del estilo véneto-bizantino de los siglos XI y XII (aunque en la primera se conserven elementos del siglo VII) y de una población que, a diferencia de Venecia misma (que creció y se detuvo), creció y decayó hasta el punto de que su suelo se tragara los palacios y las demás iglesias, los monasterios y los edificios civiles y su floreciente industria lanar. Venecia no es verdadera ruina, Torcello sí, víctima de sus aguas progresivamente palúdicas y de la malaria. En uno de los mosaicos del interior de la catedral (el que muestra el Juicio Universal) hay una extraordinaria figura de Lucifer. A su derecha, unos ángeles con lanzas arrojan a las llamas del infierno a los soberbios -testas coronadas, mitradas, cuellos de armiño, orejas ornamentadas-. Esas testas son de inmediato aprehendidas por diminutos ángeles verdes, los ángeles caídos. Lucifer, sentado en un trono cuyos brazos son dos cabezas de dragón que devoran cuerpos humanos, tiene la cara y el gesto de Dios Padre: la barba y el pelo abundantes y blancos, el aspecto venerable, la mano derecha en ademán de saludo o de serena orden; sobre sus rodillas, un niño de bonito rostro vestido de blanco: parece un Niño Redentor, un Dios Hijo. Pero la cara y el cuerpo de Lucifer son de color verde oscuro: es un Dios Padre invertido, o mejor dicho, en negativo, y quien se sienta sobre su regazo es el Anticristo, que también saluda con su mano derecha -el mismo gesto-, como un pequeño príncipe que invitara con suavidad a acercarse a los muertos. Los muertos de Venecia están también en una isla, ocupan enteramente la de San Michele, que desde el vaporetto se ve amurallada -la única que se ve así-. Por encima de sus ladrillos sobresalen cipreses que advierten al visitante de lo que guardan. Sólo desde el agua puede contemplarse con la perspectiva adecuada la fachada de la iglesia renacentista del santo, debida al excelente arquitecto Codussi y edificada, como tantas otras venecianas, con la blanquísima piedra de Istria, uno de los colores de la ciudad. Ese cementerio de San Michele, sin embargo, es impersonal. No ofrece, como el de Hamburgo o Lisboa o los de Escocia, monumentales grupos escultóricos ni inspiradas, sino meramente descriptivas, unidas en exceso a la vida, sin tendencia hacia el más allá: "Elisabetta Ranzato Zanon, donna di forte tempra", como atestigua el relieve de su busto gruñón; "Pietro Giove Fu Antonio, negoziante integerrimo"; "Giuseppe Antonio Leiss di Laimbourgh, avvocato dottore esperto disinterasato cuore aureo". Una de las tumbas más elegantes parece contener los restos de un personaje apócrifo de Emily Brontë: "Gambirasi Heatchcliff". La pleitesía al turista aparece en las flechas que ocupan tres nombres: "Stravinsky, Diaghilev, Pound". Los dos primeros están en el recinto griego, el músico al lado de su mujer, Vera, en dos tumbas iguales con tan sólo sus nombres, inscritos con letras de mosaico negro y azul. Son unas tumbas envidiables, muy distinguidas, de mármol blanco y bordes de granito rojo. Sobre cada una, tres claveles marchitos, lo cual me hace recordar la quizá falsa tumba del desdichado Schubert en Viena, tapizada por un jardín. Por Venecia han pasado demasiados ilustres, y la tumba de Pound es un túmulo verde con su mero nombre, perdido en medio del recinto evangélico que nadie visita, el más descuidado, con pedazos torcidos de cruces caídas que se han clavado sobre las mismas lápidas. Nadie encuentra la tumba de Pound entre la maleza. Nadie pone remedio a los estragos de una tormenta. A esos muertos de San Michele los visitan en verano las lagartijas, nadie más. ¿Quién puede ocuparse en Venecia de los muertos de fuera, de la vida acabada de los que vinieron? Los extranjeros mueren aquí más definitivamente. Quizá por eso vienen tanto, a tentar la suerte.
El punto de vista de la eternidad
En Venecia,
quizá por suerte, no se conserva más que una tela del Canaletto
o dos. Casi todo lo que pintó está en el Reino Unido por
obra y gracia del cónsul Joseph (o Giuseppe) Smith (1674-1770),
quien llevaba ya cuarenta y cuatro años en la ciudad antes de ser
honrado con ese título diplomático al que más bien
honró él. Riquísimo comerciante de pescado y carne
y uno de los mayores coleccionistas de su siglo, el cónsul Smith
vivió, de sus noventa y seis años, setenta en Venecia, buena
parte de éstos en el Palazzo Mangilli-Valmarana, en la esquina
del Canal Grande con el Rio dei Santi Apostoli. Durante esos siete decenios
tuvo tiempo de sobra para reunir varias colecciones de cuadros, esculturas,
instrumentos musicales, partituras, manuscritos, libros, grabados, monedas,
camafeos, medallas, joyas, que luego fue vendiendo por elevadísimas
sumas a la corona de Inglaterra; también se dedicó a proteger
y promocionar a diversos artistas, entre los cuales los hermanos Ricci,
Zucarelli, Rosalba Carriera y por supuesto el Canaletto. De este último,
por lo que en Venecia no se ve, lo logró vender todo, amén
de enviar al pintor a trabajar a Londres durante diez años. Todo
visitante inglés con dinero deseaba llevarse un recuerdo visible
de su estancia en la ciudad, y ninguno se consideraba más apropiado,
fidedigno y exacto que una vista del Canaletto. Sus cuadros hicieron las
veces de las postales de hoy para aquellos turistas pioneros, los nobles
ingleses que nunca dejaban de incluir Venecia en el itinerario de sus
Grand Tours. El visitante lo sabe ya de antemano, y en cierta medida es ese sentimiento arqueológico lo que lo ha impulsado a viajar hasta aquí. Pero, con todo, es imposible que no se sorprenda un poco si se para a pensar en ello o hace esta sencilla prueba de mirar dos cuadros y luego a su alrededor. Venecia es la única ciudad del mundo cuyo pasado no es que pueda vislumbrarse, intuirse o adivinarse, sino que está a la vista. O al menos su aspecto pasado, que no es otro que su presente aspecto. Pero en realidad lo más exaltador y desazonante de todo es que lo que se ofrece a la mirada del visitante es también el aspecto futuro de la ciudad. Es decir, no sólo -viéndola- se puede ver cómo era Venecia hace cien, doscientos y aun quinientos años, sino que además -viéndola- puede verse cómo será dentro de otros cien, doscientos y seguramente quinientos años más. Así como es el único lugar habitado del mundo con un pasado visible, es asimismo el único con su futuro ya desplegado. Con excepción de los edificios que hubo que reconstruir, de algunas casas de las zonas más populares, de la nueva sede de la Cassa di Risparmio de Campo Manin (obra del famoso Pier Luigi Nervi de 1963), de la Previdenza Sociale, de la mussoliniana estación y de alguna cosa más, puede decirse que la edificación terminó en Venecia antes de que nacieran los que hoy viven aquí. Y sobre todo, puede asegurarse que ya no habrá más, con la salvedad de lo que los imponderables puedan destruir, dejando así un hueco para los arquitectos contemporáneos y del futuro. Es muy conmovedor que pese a ello Venecia tenga su genio de la arquitectura del siglo XX: Carlo Scarpa (1906-1978), aquí nacido. Pero el caso de Scarpa es significativo: adorado por los venecianos, sus muy reconocibles y admirables obras son inevitablemente detalles, lo cual no es obstáculo para que sus paisanos, que viven en medio del más perfecto conjunto arquitectónico de la historia, se extasíen ante cosas como la tienda de la casa Olivetti, que diseñó en la plaza de San Marco, o ante los portales de las facultades de Arquitectura o de Letras, o ante la antigua aula magna (por él restaurada) de Ca«Foscari, o ante la escalera de Casa Balboni, o ante el patio de la Fondazione Querini Stampalia. Aquí son cuatro escalones lo que hay que admirar; allí es un techo, allá una puerta, más allá una reja de radiador. Esa es la obra del gran Carlo Scarpa en su ciudad natal. Nadie toca Venecia, como no pudo tocarla él. Es la ciudad que mejor conoce su propio futuro, y por eso quizá el pasado -el pasado del inmenso peso, omnipresente y abrumador- no se contrapone con ese futuro idéntico y ya conocido, sino con la amenaza de la desaparición. Desde que vine por vez primera a Venecia, en 1984, he ido volviendo un par de veces o más al año durante los que han seguido. Es muy posible que me equivoque, pero siempre he tenido la sensación de que la amenaza de la catástrofe, de la calamidad irremediable, de la total aniquilación es, más que un verdadero temor de sus habitantes, una auténtica necesidad. Esta aprensión deliberada, fomentada a mi parecer, se contagia en seguida a los visitantes, probablemente hasta a los más efímeros, quienes nada más poner pie en un puente tienen la sensación de que aquel puede ser el último día de la ciudad. Venecia es la ciudad más protegida y observada del mundo, la más vigilada, la siempre auscultada. No sólo hay un universal deseo de conservarla, sino que se la quiere conservar como está. En realidad se sabe que no puede dejar de existir, que no puede perderse. No lo permitiría, seguramente, ni una conflagración mundial. Esa certeza tremenda de que algo que vemos ante nuestros ojos va a seguir siempre ahí y además va a seguir igual, sin las necesarias dosis de zozobra e inseguridad que precisan todas las empresas y comunidades humanas, sin que exista la posibilidad de una nueva vida ni un florecimiento inédito, un crecimiento ni una ampliación, sin la posibilidad -en suma- de sorpresa ni cambio, hace que los venecianos tengan "el punto de vista de la eternidad". Así lo expresa Mario Perez, quien, a pesar de su nombre (sin acento), es una de las pocas personas nacidas, criadas y fijas en Venecia que he tenido el privilegio de conocer y tratar. ¡El punto de vista de la eternidad! La frase me heló la sangre mientras cenábamos: yo, un lenguado; él, un salmón. ¿Acaso puede haber un punto de vista más angustioso, más insoportable, más inhumano? Yo supongo que la única forma de tolerar esa certidumbre y ese punto de vista es ceder a la tentación de creer en la destrucción inminente de lo que sin duda nos sobrevivirá: alimentar la amenaza y el miedo de la total extinción. Cada vez que he llegado a Venecia me he encontrado a la población alarmada por algún motivo, antiguo o nuevo. Unas veces es una noticia sobre el mal de la piedra, que la corroe con mayor rapidez que en pasados siglos; en otras ocasiones son los mochileros y el exceso de pendolari (turistas de una sola jornada que llegan diariamente hasta en número de treinta mil); en otras es el acqua alta, cuando la marea sube en exceso y anega las partes más bajas de la ciudad (la plaza de San Marco en primer lugar), arruinando a los dueños de las tiendas, obligando a formar pequeños puentes en medio de las calles con banquetas en fila, provocando desastrosas inundaciones, como el 4 de noviembre de 1966, aquel nefasto día en que el agua subió 1,90 metros llenándolo todo de humedad y costra salina durante meses; por supuesto (es bien sabido) la ciudad se va hundiendo paulatinamente, dicen que quince centímetros cada siglo; las industrias cercanas contaminan la piedra, en pocos años, más de lo que lo hicieron siglos enteros menos productivos; y siempre existe la posibilidad de un terremoto que convierta Venecia en un inmenso y laberíntico palacio sumergido (algunas pequeñas islas del estuario desaparecieron por fenómenos telúricos en su día). La última amenaza, hace sólo unas fechas, ha sido la proliferación de las algas del fondo de la laguna, unida a la plaga de los chironomidi, esos insectos con pinta de mosquitos torpes que a veces forman nubes tan densas que ennegrecen ventanas u obligan a detenerse a trenes en marcha y a aviones en pleno despegue. Los detritos de las fábricas de la vecina Marghera actúan como un abono para las algas, que crecen y se reproducen desmesuradamente y a tal velocidad que cuatro barcos recogiéndolas durante día y noche por miles de toneladas no han bastado para despejar el fondo. Las algas se pudren con el calor de este verano hirviente. Los peces mueren y flotan en la superficie como si fueran la mirada inesperada y múltiple de las aguas. Y, según el lado del que sople el aire (o si no sopla desde ninguno), un olor pestilente se apodera de la ciudad. Es una vaharada envolvente, de putrefacción. Uno se despierta en mitad de la noche por la fetidez, y lo que en otro lugar le parecería un mero accidente que no puede durar, en Venecia se le antoja perpetuo, globalizador, un estado mental, un signo claro del fin de la civilización. Son tal vez los inconvenientes de que aquí se vea todo con ese punto de vista, el llamado de la eternidad.
El paseo nocturno
Aparte de ir a ver lo que es obligado ir a ver y nunca se acaba, Venecia no ofrece en agosto más diversión que la de pasear, mirar, volver a pasear y volver a mirar. No es que en invierno haya mucho más que hacer, pero de cuando en cuando se inaugura alguna exposición rosácea bajo los auspicios de Agnelli o se acude a algún concierto. Sólo en su afición por la música coinciden los venecianos con sus antiguos invasores, los austriacos: las salas de conciertos son las únicas para las que se puede no encontrar entradas, y entre los pocos acontecimientos que los habitantes de la ciudad tienen fijos en su niveladora memoria está, por ejemplo, la noche en que el pianista Sviatoslav Richter detuvo el tiempo (aún más) con el segundo movimiento de una sonata de Haydn en La Fenice. Pero en agosto todo se para, y los ciudadanos o turistas que no deseen ir a la película que cada día se proyecta al aire libre en la gigantesca pantalla instalada en Campo San Polo ni estén demasiado afectados por las caminatas diurnas, el calor y el síndrome de Stendhal, que aquí se cobra tantas víctimas, no tendrán más remedio que salir a eso, a pasear y mirar. La ciudad cambia totalmente de noche. Una de las más animadas que conozco durante el día, al ponerse el sol todo desaparece o se cierra, y a medida que avanzan las horas Venecia se va quedando cada vez más desierta y más poseída por los sonidos individuales. El ruido de los pasos se cruza con el batir del agua, y la apariencia de decorado de cualquier rincón se acentúa, ya que ningún decorado lo parece tanto como cuando está sin acción y vacío. Pero lo que verdaderamente hace cambiar a Venecia es la propia oscuridad. De noche -es la queja de muchos turistas bíblicos- apenas está iluminada: alguna que otra iglesia, algún que otro palacio del Canal Grande, basta. En los canales y calles menores y secundarios, los que principalmente son la ciudad, sólo un farol aquí, una linterna allá, una cicatera rendija de luz entre las contraventanas verde sandía. Hay puntos en los que la oscuridad es casi absoluta, y uno puede detenerse en lo alto de un puente durante horas tratando de discernir en vano algo más que el mero perfil de los edificios y el adivinado discurrir del agua. El agua es el elemento fundamental de la ciudad, lo que de día devuelve y potencia la luz y el color (rojo sanguina, amarillo, blanco) de las casas y los palacios. De noche, en cambio, apenas devuelve nada. Absorbe. En las noches sin luna -como la de ayer- es tinta, y por eso parece mucho más estancada de lo que en realidad está. La única iluminación verdadera es, en esas noches, la que viene de los edificios construidos con la blanquísima piedra de Istria, ya mencionada: Santa Maria della Salute o el Palazzo Mocenigo Casa Nova; San Giorgio o Il Redentore, desde el paseo conocido como le Zattere. El paseante que no desee perderse en tinieblas por los recovecos de la ciudad y quiera andar largo rato por un lugar espacioso junto a las aguas tiene dos opciones: la Riva degli Schiavoni y le Zattere. El primer paseo, que se inicia desde San Marco, será el elegido por aquellas personas que precisen un mínimo grado de semejanza entre los sitios del mundo. Allí, en los Schiavoni, encontrarán todavía gente, y aun demasiada: vendedores, bullicio, masas de jóvenes al pie de los obeliscos, japoneses, españoles, restaurantes, bares. Aunque pocos seguirán abiertos pasada la medianoche: el bronceadísimo camarero del bar Do Leoni, que se afilaba las uñas a media tarde preparándose para recibir a sus clientes rendidos por la fatiga y el éxtasis, estará ya poniendo las sillas vueltas sobre las mesas. Un poco más hacia el este, las hileras interminables de motoscafi amarrados son mecidas por el vaivén de las aguas de la laguna, produciendo, al rozarse, un descomunal concierto de chirridos metálicos y falsos abordajes que probablemente constituirá el tormento de los ancianos de un asilo que está justo enfrente. En la Riva degli Schiavoni hay aún mucha gente, pero está ya derrotada. Sólo el Harry's Bar, a poca distancia en dirección contraria, seguirá animado y ufano, con su galería de personajes vistosos y sus familias americanas seguidoras del beato Hemingway: sin duda el mejor restaurante de la ciudad, ese pequeño y mítico comedor mantenido intacto desde 1931 por la familia Cipriani es algo que deben permitirse hasta aquellos que no pueden permitírselo en modo alguno. Pero la otra larga fondamenta o andén por el que puede pasearse junto a las amplias aguas (en el Canal Grande no hay más que breves trechos transitables) son las llamadas zattere (balsas, literalmente). Son el extremo, el borde sur de la ciudad, desde el que se contempla la isla de la Giudecca, separada por el ancho canal del mismo nombre, tan ancho y profundo que por él se ven navegar los barcos. La Fondamenta delle Zattere es bien conocida pero queda algo oculta, y sólo aquellos que -por ejemplo- tras ir a ver la iglesia de Santa Maria della Salute avancen hasta la punta de la vieja Dogana y le den la vuelta, se encontrarán con ese andén extraordinario. A diferencia de la Riva degli Schiavoni, es callado y razonablemente solitario. De cuando en cuando se encuentra uno con una terraza en la que algunos habitantes de la ciudad y unos pocos visitantes avisados toman copas o helados sin hacer ruido. Pero lo que predomina son los largos tramos de piedra, en los que a un lado hay un muro y al otro el agua, o bien, de tanto en tanto, la interrupción de ese muro por un puente bajo el que corre un rio o canal menor, señalando el camino hacia el interior de Venecia. Al otro lado del canal de la Giudecca se ve el frente de esta isla, con la iglesia palladiana del Redentore iluminada, y también, en escorzo, se alcanza a ver la de San Giorgio Maggiore en su isla, más hacia oriente, también de Palladio. El paseante le da la espalda y la deja atrás y va atravesando puentes: Ponte dell'Umiltà, Ponte Ca' Balà, Ponte agli Incurabili. Lo más multitudinario que encuentra a su paso es una pareja que ha llegado hasta le Zattere por casualidad o capricho y se ha quedado suspendida en un puente, sin saber si seguir hacia un lado u otro, o tal vez contemplando el paso de un barco de gran tonelaje, que de pronto se ha convertido en parte móvil de la Giudecca. Pues en Venecia, al surgir de las mismísimas aguas los edificios (de dos o tres o cuatro pisos a lo sumo), cualquier embarcación elevada los oculta completamente, y así hay momentos en los que un buque ruso u holandés o griego suplanta a la iglesia del Redentore o a la delle Zitelle, como en un escenario de Hitchcock, borrándolas de nuestra visión durante unos segundos. También se cruza uno con niños: pescan sepias y platijas con redes desde la orilla. "Una seppia e sette passarini", dicen dos de ellos, con gafas, a los que pregunto por lo que ya contiene su bolsa de plástico. Mientras, por el muro de mi derecha, escapa hacia arriba la lagartija. Tras el siguiente puente, della Calcina, hay una placa que rememora a John Ruskin, "sacerdote dell'arte", al cual, según la inscripción, "cada mármol, cada bronce, cada lienzo, cada cosa le gritó... ". Que todo le gritara tan desconsideradamente puede que explique más de una incontrolada página de aquel sacerdote sumo en sus Stones of Venice. Pero es más allá, pasado el Ponte Lungo y hacia el oeste, al acercarse ya uno a la Stazione Marittima y al final de le Zattere y del paseo, donde se encuentra lo más sobrecogedor: al fondo, a poniente, se ven de día las industrias de la vecina Marghera. Pero lo que importa está enfrente, donde la Giudecca acaba. Dos edificios de aspecto nórdico o hanseático, cuadrados, altos, colosal uno de ellos, de siete pisos, como nunca se verá en Venecia, se alzan sombríos al otro lado. El mayor de los dos es una mole que en la noche se ve sin ningún color. Poco antes de llegar frente a ellos las aguas de la Giudecca han devuelto el brillo de los alegres faroles del Harry's Dolci, otro de los establecimientos del imperio Cipriani. Allí, en cambio, bajo las moles nórdicas -como un pedazo de Hamburgo o de Copenhague-, el agua es más negra que en ningún otro punto, pues ni siquiera se ve la bombilla de un insomne en su piso ni la linterna de un vigilante. Allí no hay ventanas góticas ni almohadillado renacentista, no hay blanca piedra de Istria ni la sombra de un color bermejo, sólo una construcción incolora y decimonónica, oscura, lúgubre, derrelicta: son los edificios de Mulino Stucky, la enorme fábrica de harina levantada en 1884 pese a las muchas protestas y que ahora lleva abandonada desde la postguerra. Todavía no se le ha hallado una nueva función posible que pueda justificar el gasto de su restauración, de su vuelta a la vida. El camarero del restaurante que hay enfrente de Mulino Stucky mira con desdén esos edificios del progreso y me dice que allí no hay nada, está todo vacío, sólo "pantegane come gatti", "ratas como gatos" en su dialecto, tan parecido al castellano. Esa masa de hierro, ladrillo y pizarra, que nada tiene que ver con el resto de la ciudad, se erige decaída y adusta como un trofeo de la propia Venecia, lugar de lo desinteresado y lo inútil que se venga -la espalda vuelta- de la única fábrica que fue construida dentro de sus confines. Todo lo desinteresado y lo inútil, todo lo que no permite otra cosa que pasearlo y mirarlo, se mantiene vivo, a veces salvándose por un milímetro de la ruina. En lo desinteresado e inútil hay siempre una luz, aunque sea mínima, aunque su misión no consista más que en iluminar el entenebrecido resto, como dijo Faulkner del fulgor de una cerilla en la noche. Mulino Stucky, por el contrario, está siempre apagado, y el paseante, desde le Zattere, al otro lado de las aguas, se esfuerza por adivinar el pasado, mucho menos lejano pero más indescifrable que el de cualquier palacio, de su torre emblemática y de su pináculo, de sus relegados muros y sus ventanas ciegas.
El espacio ideal
De su extremo occidental a su extremo oriental (la mayor distancia posible), Venecia se recorre en no más de una hora a buen paso y sin jadear. Pero casi nadie puede recorrerla así, no tanto porque resulte difícil y aun imposible encontrar una línea más o menos recta sin vacilar cien veces en el trayecto cuanto por culpa de lo que -con pedantería- podríamos llamar su inacabable fragmentación ideal. Venecia produce simultáneamente dos sensaciones en apariencia contradictorias: por una parte, es la ciudad más homogénea -o, si se prefiere, armoniosa- de cuantas he conocido. Por homogénea o por armoniosa entiendo principalmente lo siguiente: que cualquier punto de la ciudad, cualquier espacio luminoso y abierto o rincón escondido y brumoso que con agua o sin ella entre a cada instante en el campo visual del espectador, es inequívoco, esto es, no puede pertenecer a ninguna otra ciudad, no puede confundirse con otro paisaje urbano, no suscita reminiscencias; es -por tanto- todo menos indiferente. (Con la salvedad, quizá, de la Lista di Spagna, ese tramo de calle que muchos de los visitantes que llegan por ferrocarril ven, para su confusión y desgracia, en primer lugar; conviene, por consiguiente, coger un vaporetto o cruzar de inmediato el puente de la estación.) Por otra parte (y he aquí lo contradictorio), pocas ciudades parecen más extensas y fragmentadas, con distancias más insalvables o lugares que provoquen una mayor sensación de aislamiento. Venecia está municipalmente dividida en seis sestieri o -más que barrios- zonas de gran amplitud: San Marco, San Polo, Cannaregio, Santa Croce, Dorsoduro y Castello son sus nombres. Pues bien, no sólo en el conjunto de la ciudad, sino dentro de cada sestiere, hay zonas que le hacen tener a uno la sensación de hallarse en un mundo alejado de cualquier otro, es decir, de todos, incluido el que le es no ya vecino, sino colindante y contiguo. Esta sensación no es exactamente falsa, en la medida en que no es exclusiva del visitante, quien por su desconocimiento de los meandros de la ciudad puede calcular mal y creer que se ha alejado de donde partió mucho más de lo que lo ha hecho, sino que es la sensación en la cual están instalados los propios habitantes de Venecia, y ahora no me refiero, como en otras ocasiones, sólo a los más pudientes, a las fuerzas vivas (aunque nunca se hayan visto unas fuerzas menos fuertes ni menos vivas), sino también a la gente de barrio, a los tenderos y a los pocos artesanos que van quedando, a las amas de casa y a los niños que también aquí -parece inverosímil -no tienen más remedio que ir al colegio. Me cuenta Mario Perez que allí donde vive él, en Castello, hay una anciana que nunca ha estado en la plaza de San Marco, y que de vez en cuando le pregunta cómo van las cosas por allí con el mismo tono con que podría preguntarle por el curso de los acontecimientos en Madagascar o en algún otro lugar remoto del que él hubiera regresado con noticias frescas tras largo viaje. Ese alejamiento ideal es una condición de la existencia en esta ciudad: se vive principalmente en el ámbito restringido de la calle, del canal, del barrio, y la totalidad que sin duda es Venecia (de ahí su armonía y su homogeneidad) se da sólo por fragmentos, aunque en una perfecta articulación. La mayor conciencia de esa fragmentación y de esa articulación está en los propios venecianos, pero lo asombroso del caso es que -de forma más intuitiva y tal vez ni siquiera expresa- esa conciencia se da asimismo, y además de inmediato, en los visitantes, por muy fugaces o atolondrados que sean. Y es seguramente esa noción intuida lo que les veta -por así decirlo- grandes zonas de la ciudad, a las que nunca se atreverán a desplazarse por mucho que el mapa les asegure que están a dos pasos. Tal vez hacen bien en no correr riesgos. El visitante más aventurado puede llegar a Campo Anconetta camino de Strada Nova, muy cerca del Canal Grande, que hará siempre para él las veces de eje de la ciudad. De pronto, llevado por la curiosidad o por el deseo de ver una iglesia, puede torcer a su izquierda y atravesar nada más que tres canales -Rio della Misericordia, Rio della Sensa, Rio della Madonua dell'Orto- para encontrarse con la admirable iglesia de este último nombre. Y puede que le basten los cinco minutos empleados en ese trayecto para que tenga la extraña impresión de hallarse a mil leguas del Canal Grande. Cuando -tras haber contemplado los diez Tintorettos que guarda esa iglesia y la preciosa Virgen de Giovanni Bellini con un Niño Jesús energúmeno que no se sabe si está a punto de ahogarse o de saltar al cuello de su increíble Madre- regrese por donde vino, se sorprenderá de ver cuán cerca estaba de lo que sin duda alguna estaba tan alejado mientras permanecía por aquellos canales secundarios. Porque lo cierto es que estaba alejado. La verdad del espacio en Venecia debe medirse por el estado de ánimo, por el carácter, por la idea que emana de cada sestiere, de cada barrio, de cada canal y de cada calle, no por los metros que los separan. Hasta la misma persona vista en diferentes puntos varía, aunque su función o su actividad sea idéntica en todos ellos. Hay en Venecia un mendigo (curiosamente no se ven muchos a pesar del turismo: por eso puede reconocérselos) con cuya tarea de pedir limosna cumple sobradamente por los seis sestieri. Es gordo, algo entrado en años; lleva un sombrerito que le queda pequeño, toca una zampoña -instrumento que aquí delata su origen meridional- y muestra a la compasión de los transeúntes una gruesa y pulidísima pantorrilla de plástico que surge desde un calcetinito muy corto y blanco. Es la pierna más limpia que he visto y siempre que me lo encuentro me paro a mirarla. Le doy unas monedas por su gran aseo y por el agradable tañido de la zampoña. Este hombre tan reconocible resulta, sin embargo, distinto según esté en San Marco, en San Polo, en Cannaregio, en Santa Croce, en Dorsoduro o en Castello. En el primer sestiere parece un fraude para turistas o un engañabobos local; en el segundo se le acentúa el aspecto de forastero terrone y se lo ve desplazado; en el tercero nadie se da cuenta de que está pidiendo limosna con su impecable pierna, tan incorporado se lo ve al barrio. Cada escenario impone su tipo de representación y así no es tampoco lo mismo ver a un turista cruzando el puente de Rialto que verlo atravesar uno de los varios Ponti delle Tette que existen en la ciudad: son los más oscuros, los más recónditos, los que ofrecen más menguadas perspectivas, los menos turísticos, así llamados porque sólo en ellos concedió el Dux permiso a las empobrecidas putas callejeras del XVIII para enseñar las tetas a los viandantes y así captar más clientes, demasiado distraídos en aquella época según se dice, por las cortesanas más exquisitas de toda Europa y un poco de homosexualidad vigente. Cada fragmento, sin embargo, es un todo en Venecia. A veces las calles son tan estrechas y tortuosas que es muy poco lo que aparece en nuestro campo visual. Pero ese fragmento, cualquiera que sea, formará un momentáneo todo, y además, como dije antes, resultará inequívoco. Nada tan inconfundible y tan acabado como el pequeño squero o varadero de góndolas de San Trovaso, una diminuta construcción de madera (madera por una vez, no piedra) junto a la que reposan unas pocas embarcaciones que aguardan en la noche su reparación: para las góndolas desde cuya altura ya fue dicho que la ciudad debe verse (hasta los vaporetti son demasiado altos), sí sigue habiendo, al contrario que para Mulino Stucky, permanente función y restauración y vida. Cerca del Teatro de La Fenice, a su espalda, desde un soportal se ve sólo un ángulo: el agua verdosa del Rio Menuo, un pedazo de palacio rosa, un portón del sólito color sandía, unos escalones. Desde donde escribo veo las columnas de mi terraza, el Rio delle Muneghette, dos barcas, la casa de los molinillos de viento y la Scuola di San Rocco al fondo. Alguien habrá pasado una vida entera viendo sólo el varadero de San Trovaso o ese fragmento del Rio Menuo o este de mi terraza, como la anciana de Castello de la que hablaba Perez ha pasado la suya sin pisar San Marco. Venecia es la hiperciudad. Quizá no les falte, a la postre, algo de razón a los venecianos más petulantes cuando consideran que lo demás es campo. Aquí no hay afueras, aquí todo es piedra, todo es construcción, los jardines que se divisan desde lo alto del Campanile no se encuentran luego caminando por la ciudad: son privados, cerrados, no pertenecen al paseante ni a la población. El modo de relacionarse con este lugar de piedra no ha de ser, sin embargo, en absoluto artificial, como creen los turistas que con agobio y prisa y espíritu exclusivamente cultural viajan hasta aquí en el error. Al decir que es la ciudad por excelencia o la hiperciudad quiero decir sobre todo que lo es de una forma tan necesaria como natural, esto es: así querida, así pensada, quizá no tan culta como podría creerse sino más instintiva, en modo alguno casual. Una ciudad como esta puede ser natural, pero no deberse a la casualidad. Quizá haya otra manera de comprenderlo y decirlo: "Venecia es un interior." Así lo expresa Daniella Pittarello, paduana que lleva diez años viviendo aquí. Por eso, añade, porque nunca hay fuera y es completa en sí, resulta tan difícil lo que a la vez es preciso de vez en cuando: salir de ella, como resulta cada vez más difícil salir de casa cuando se lleva sin hacerlo demasiado tiempo. Henry James la vio de modo muy semejante: ".. donde las voces suenan como en los pasillos de una casa, donde los pasos humanos circulan como si bordearan las esquinas de los muebles y los zapatos no se desgastaran nunca... ". Decir que Venecia es un interior es la enunciación posible de cuanto he venido apuntando hasta aquí. Significa que es suficiente, que fuera de ella no se necesita nada y que esa misma falta de necesidad es lo que crea su inacabable fragmentación ideal: el ensanchamiento de lo que es angosto, la lejanía de lo que es cercano, la infinitud de lo que es limitado, la diferencia de lo que es idéntico, el transcurso de lo intemporal.
Del libro "Pasiones pasadas", Javier Marías |