No debería uno
contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la
gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra
o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a
salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo,
incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un
vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes
o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda
o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo
para cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas,
de las muchas confianzas brindadas por quien tanto ha creído
en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado
tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy
lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún
las conservan, frente a las puestas en otros diez que las perdieron
o desbarataron; la escasa que di a mi padre y la pudorosa que di a mi
madre, muy parecidas si no fueron la misma, la de ella además
no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo póstumamente,
si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara
de ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna
novia ni ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria
(suele ser la hermana la primera esposa, la esposa niña), parece
obligado que en esas relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o
se ha visto en contra del amado o cónyuge -o de quien resultó
ser sólo momentáneo calor y carne-, de quien hizo revelaciones
y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó
a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído
en voz alta sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que
siempre nos mira ni el oído selectivo y sesgado que nos escucha
(muchas veces no es nada grave, una utilización sólo doméstica,
defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro dialéctico
cuando se discute largo, un uso argumentativo).
La vulneración
de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto
y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo
recurrir a esa arma ilícita cuando los vientos cambian y se le
pone la proa al que contó y dejó ver -ese que se arrepiente
ahora y niega y confunde y enturbia ahora, y quisiera borrar y calla-,
sino sacar ventaja del conocimiento obtenido por debilidad o descuido
o generosidad del otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía
por la que llegó a saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora
-o basta con haberlo enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo
al aire-: si fueron las confesiones de una noche enamorada o de un desesperado
día, de un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la
embriagada locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que
quien hablaba hablaba como si no hubiera futuro más allá
de esa noche o día y fuera su lengua suelta a morir con ellos,
ignorando que siempre hay más por venir, siempre queda, un poco
más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo,
el sueño -la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño-,
y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora
el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando,
murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado.
Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun
después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo
y además por escrito en informes, y aún más miro
y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio. No, yo no debería
contar ni oír nada, porque nunca estará en mi mano que
no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o aún peor,
que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien quiero, para
condenarlos.