EDICIÓN

Javier Marías
Tu rostro mañana
1. Fiebre y lanza

Alfaguara, 2002
ISBN 84-204-6553-4
475 páginas
Cubierta: Ilustración de Charles Burki, En el camino, 1937

Índice

I Fiebre 11

II Lanza 225

Dedicatorias

Para Carmen López M,
que ojalá me quiera
seguir oyendo

And for Sir Peter Russell,
to whom this book is indebted
for his long shadow,
and the author,
for his far-reaching friendship

 

TEXTO 3 PRIMERAS PÁGINAS

 

No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo. ¿Cuántas de las mías permanecen intactas, de las muchas confianzas brindadas por quien tanto ha creído en su instinto y no siempre le hizo caso y ha sido ingenuo demasiado tiempo? (Ya menos, ya menos, pero la disminución de eso es muy lenta.) Siguen intactas las que deposité en dos amigos que aún las conservan, frente a las puestas en otros diez que las perdieron o desbarataron; la escasa que di a mi padre y la pudorosa que di a mi madre, muy parecidas si no fueron la misma, la de ella además no duró mucho, ya no puede defraudarla o sólo póstumamente, si hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto; no perdura la de mi hermana, ni la de ninguna novia ni ninguna amante ni ninguna esposa pasada, presente o imaginaria (suele ser la hermana la primera esposa, la esposa niña), parece obligado que en esas relaciones se acabe utilizando lo que se sabe o se ha visto en contra del amado o cónyuge -o de quien resultó ser sólo momentáneo calor y carne-, de quien hizo revelaciones y admitió un testigo para sus flaquezas y pesadumbres y se prestó a confidencias, o simplemente rememoró sobre la almohada abstraído en voz alta sin reparar en los riesgos, ni en el ojo arbitrario que siempre nos mira ni el oído selectivo y sesgado que nos escucha (muchas veces no es nada grave, una utilización sólo doméstica, defensiva y acorralada, para cargarse de razón en un apuro dialéctico cuando se discute largo, un uso argumentativo).

La vulneración de la confianza también es eso: no sólo ser indiscreto y ocasionar daño o perdición con ello, no sólo recurrir a esa arma ilícita cuando los vientos cambian y se le pone la proa al que contó y dejó ver -ese que se arrepiente ahora y niega y confunde y enturbia ahora, y quisiera borrar y calla-, sino sacar ventaja del conocimiento obtenido por debilidad o descuido o generosidad del otro, sin respetar ni tener en cuenta la vía por la que llegó a saberse lo que se esgrime o tergiversa ahora -o basta con haberlo enunciado para que ya lo desfigure al recogerlo al aire-: si fueron las confesiones de una noche enamorada o de un desesperado día, de un atardecer de culpa o un despertar desolado, o de la embriagada locuacidad de un insomnio: una noche o un día en que quien hablaba hablaba como si no hubiera futuro más allá de esa noche o día y fuera su lengua suelta a morir con ellos, ignorando que siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño -la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño-, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado. Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio. No, yo no debería contar ni oír nada, porque nunca estará en mi mano que no se repita y se afee en mi contra, para perderme, o aún peor, que no se repita y se afee en contra de quienes yo bien quiero, para condenarlos.

 

 

TEXTO CONTRACUBIERTA

 

"No debería uno contar nunca nada", empieza por decir el narrador de esta historia, Jaime, Jacobo o Jacques Deza.

Y sin embargo su tarea va a ser la contraria, contarlo todo, hasta lo aún no sucedido, al ser contratado por un grupo sin nombre que durante la Segunda Guerra Mundial creó el MI6, el Servicio Secreto británico, y que aún funciona hoy en día de manera tal vez degradada, o acaso ya bajo diferentes auspicios.

El protagonista regresa a Inglaterra, en cuya Universidad de Oxford había enseñado muchos años atrás, "por no seguir cerca de mi mujer mientras ella se me alejaba". Y allí descubre que, según Sir Peter Wheeler, viejo profesor retirado, "con demasiados recuerdos", él también pertenece al reducido grupo de personas que poseen un "don" o una maldición: el de ver lo que la gente hará en el futuro, el de conocer hoy cómo serán sus rostros mañana, el de saber quiénes nos traicionarán o nos serán leales.

Con una audaz estructura y su envolvente prosa, Javier Marías indaga aquí con más profundidad que nunca en algunos de sus temas ya clásicos: en la insondable esencia de las personas, en la bendición y desdicha del hablar y el callar, en lo que todos somos capaces de ver desde el principio en los otros ... pero muy pocos nos atrevemos a reconocer en nuestra conciencia.