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Un absoluto triunfo
Veneno y sombra y adiós
es un absoluto triunfo y su lectura resulta apasionante. Este último
tomo no sólo remata brillantemente la novela, logrando la proeza
de no dejar suelto ni un solo cabo de la intriga, sino que seguramente
sea la más entretenida de las tres “entregas” de
Tu rostro mañana; o por lo menos, aquélla cuya
lectura más engancha, y no es flaco mérito, dado el
altísimo nivel de las anteriores también desde
ese punto de vista. Empieza de forma pausada, pero enseguida va creándose
una tensión soterrada y a partir de la página 140 o
150, no hay forma humana de apartar la vista del libro. Las dos últimas
partes, “Sombra” y “Adiós”, en particular,
son literalmente unputdownable.
Aunque ahora ya es posible disfrutar de
una lectura continuada de Tu rostro mañana (y hay
quienes han preferido esperar a tener la historia completa), no parece
que sea en realidad necesario para afirmar que no sólo se trata
de la mejor novela de Javier Marías hasta la fecha, sino muy
probablemente de la mejor novela española (y de una de las
mejores de cualquier otra literatura) de los últimos cincuenta
o sesenta años. Veneno y sombra y adiós, el
tercer “movimiento” de la obra, si no el mejor de los
tres (aunque a mí, por lo menos, me lo parezca), desde luego
sí es el mejor escrito, superando por increíble que
parezca las cotas alcanzadas en las dos entregas anteriores. Por añadidura,
en él se aprecia con toda nitidez, ahora sí, una clara
evolución de los recursos estilísticos del escritor.
Marías ha variado su sistema de ecos o ritornelli con
tanta habilidad y sutileza que todos los sedulous apes que
le acechan y acosan van a quedarse desconcertados, y ya no van a saber
a qué prestar atención en lo sucesivo (lo cual, aunque
en el fondo sea lo de menos, nunca está de más, que
ya cansan). En los dos primeros volúmenes esta evolución
no me resultó tan evidente como aquí. En Veneno
y sombra y adiós se me antoja que la forma de emplearlo
y hasta el efecto del sistema de “ecos” es distinto. Otro
tanto se puede decir del recurso, tan mariesco, de las citas literarias,
propias y ajenas, como puntales de la narración. En Veneno
y sombra y adiós éste ha adquirido, no sé
si llamarlo madurez, en todo caso, mayor eficacia: más que
ilustrar o comentar, ahora las citas se integran en la narración
y la hacen progresar. Ahora más que nunca, no creo que nadie
pueda atreverse a considerar gratuitas o accesorias las citas que
salpican el libro: todas son necesarias, y de algún modo consustanciales
o inherentes a lo relatado.
Produce verdadera admiración en el lector, asimismo, ver cómo
Marías ha logrado darle una nueva vuelta de tuerca a la historia,
y el “rostro mañana” no sólo ha acabado
por ser el del narrador Deza, como ya se intuía, sino por extensión
el de todos nosotros. Las consideraciones sobre la violencia que formaban
el meollo de Baile y sueño se amplían aquí
de forma inquietante para el lector, que no puede evitar verse reflejado
en las andanzas y pensamientos de Deza. Toda la reflexión sobre
el proceso de “inoculación” del deseo de violencia
y de infundir pavor en el prójimo no es sino triste reflejo
de la vida misma, hoy más que nunca. El análisis que
se hace en el libro del papel que la imagen tiene en esta infección
es, por descontado, tremendamente lúcido y acertado, y consigue
huir de lo trivial y gratuito. Pero en cuanto a lo esencial, no es
lo peor que no seamos capaces de “ver” claramente a los
que nos rodean, sino el no saber hasta dónde podemos llegar
nosotros mismos en un momento dado y, sobre todo, qué pasará
después, cómo podremos vivir con el conocimiento de
quiénes o cómo somos.
He visto con extrañeza que algunas críticas hablan de
“autoficción” o “metaficción”
para describir Veneno y sombra y adiós. El término,
en mi opinión, carece por completo de sentido, y si lo que
se pretende decir es que la novela es de algún modo autobiográfica,
o con mayor precisión, que está centrada en las vivencias
del autor, o que en ella aparecen personajes “reales”,
no deja de ser una tremenda tautología. Todas las novelas son
autoficciones, como todos somos históricos, en célebre
boutade de Borges. Cuesta entender ese empecinamiento en ponerle
etiquetas a las cosas: será para facilitar su márketing
y consumo rápido. Y lo más gracioso es que los críticos
que hablan de metaficción en este caso probablemente ni se
hayan fijado en que Javier Marías hace intervenir en el libro
a personajes de novelas suyas anteriores, por no hablar de que le
“presta” a Jack Deza, entre otras cosas, viajes que el
propio autor ha realizado (y contado en algún que otro artículo)...
Tendrían que haber dicho entonces que esa autoficción
se declina en claves balzaquianas, o personalizadas, o alguna monstruosidad
similar.
Tampoco he entendido nunca el tedioso y falaz debate sobre la crisis
de la novela contemporánea, al que creo hay que adscribir toda
la tontería esta de la metaficción. En realidad, lo
que la inmensa mayoría de los autores españoles contemporáneos
cultivan con ahínco se parece más al ombliguismo que
a la narración: las “ventanas de sus almas” están
cerradas al mundo, y sólo se recrean en sus miserias intelectuales
y en el estricto seguimiento de las modas (ahora toca la exaltación
de las virtudes de la Segunda República, y se mantiene el interés
por las iniquidades de la Guerra Civil, pero como burdos telones de
fondo, sin que haya la menor reflexión al respecto). Nada más
lejos de lo que hace Javier Marías en su libro, huelga decirlo.
Como todas las grandes novelas, Tu rostro mañana tiene
alcance universal. Todo lo que en ella se trata nos concierne a todos
los hombres por igual. Lo admirable, por encima del rigor ético
del pensamiento de Marías, es cómo el escritor consigue,
pese a la complejidad de lo tratado, que su arte narrativo no se vea
lastrado nunca por esa reflexión que recorre la novela. De
hecho, desde ese punto de vista, el puramente narrativo, Veneno
y sombra y adiós es posiblemente el más logrado
de los tres volúmenes. Al fin y al cabo, en las novelas se
trata de contar una historia, y todo lo que pueda enriquecerla será
bienvenido, y le dará más cuerpo, pero siempre debería
quedar en segundo término. Como la “sombra” de
la historia, pero que le da sustancia. Bien pocos escritores son capaces
de lograr esto como Marías. En este contexto, se echa doblemente
en falta la general falta de reflexión de la crítica
acerca de lo que Tu rostro mañana, por su construcción
y forma de narrar, pueda suponer de cara a la renovación del
género novelístico.
Tal vez al leer la novela entera, ahora que ya se puede hacer, igual
no resulte tan obvia la superioridad de este tercer tomo sobre los
otros dos. En realidad, puede que la impresión sea engañosa,
y se deba únicamente al haber leído la obra por entregas
(como estaba mandado, por otra parte). Es más que probable,
por ejemplo, que Baile y sueño cobre ahora para el
lector todo su sentido; de hecho, creo que empiezo a ver ya a ese
volumen como la piedra de clave que sostiene toda la novela. La larguísima
y tensa escena de la discoteca detiene el tiempo de forma magistral,
pero al lector también podía parecerle que frenaba un
tanto el desarrollo de la intriga. Está claro que ahora, leída
en el contexto de toda la novela, parecerá distinta.
Son tantos los pasajes extraordinarios de Veneno y sombra y adiós
que resulta difícil destacar alguno en particular, pero no
quisiera dejar de mencionar, por el “alivio” que introducen
en la tensa narración, la escena (hilarante, además)
del recital de “hip hop” que De la Garza le brinda a Rico,
la visita al Museo del Prado y las reflexiones del narrador ante los
lienzos, y el paseo por el Madrid de los Austrias, con Deza de sombra
de Custardoy, y shadowing him de verdad. Asimismo, la forma
de resolver el pase de vídeos de Tupra es magistral: qué
forma de sugerir, y poner los pelos de punta sin mostrar
(ahí se nota la larga práctica de Marías de los
relatos de fantasmas).
Y hablando de la intriga, como ya decía, es admirable que “errando
sólo con brújula” (por citar la expresión
que el propio Marías ha empleado más de una vez para
describir su método de escritura) el autor haya conseguido
en Veneno y sombra y adiós anudar todos los cabos
sueltos de la forma que lo ha hecho. Esto es todo un logro. Es más,
incluso ha sabido darle un nuevo sentido a subplots que parecían
“menores” dentro de la historia, si no ya cerrados del
todo, como el del cantante Dick Dearlove, al que el lector probablemente
ya no pensaba volver a ver, y que sin embargo es quien, en cierto
modo, provoca el desenlace. También es de veras muy hábil
la forma de cerrar la historia del bailarín del piso de enfrente:
al asociarlo con Custardoy, Deza no siente ya la tentación
de cruzar el square, se saludan desde lejos, cada cual sigue
con su vida et ce fut tout. Una historia adicional tal vez
hubiera desequilibrado el tomo (¿o no?). En todo caso, qué
forma más elegante, e inteligente, de clausurar el episodio
danzarín, dejando al tiempo abiertas todas sus posibilidades
(si no añadiéndole nuevas) para el lector.
En cuanto a todos los demás detalles del argumento que podían
requerir explicación, no ha quedado ninguno por esclarecer,
ni siquiera el de la gota de sangre, que quizá el lector pensaba
iba a quedar envuelto en el misterio en la medida en que en Veneno
y sombra y adiós cumple sobre todo oficio de símbolo.
Los lectores nos hemos quedado acaso con las ganas de saber más
cosas del personaje de la señora Berry (ah, ese “Estelle”
que se le escapa a Wheeler...), pero al dejarle a ella aclarar en
persona el punto más oscuro e intrigante de la historia, el
de la mancha de sangre, el autor le ofrece una hermosa despedida justo
antes de que se cierre el telón de la novela, y eso lo compensa
todo. Hasta hemos acabado por saber algo más de Toby Rylands,
y del posible motivo del desencuentro de los dos hermanos “en
Inglaterra, mucho más tarde” del que se hablaba en Fiebre
y lanza, pp. 308-309, y que ahora es posible achacar a Valerie
Wheeler y al intento de Rylands de hacer suya la historia y bereavement
de su hermano.
Como si no disfrutásemos ya de bastantes personajes secundarios,
Marías se ha permitido crear algunos más, y muy afortunados,
en esta entrega final: Garralde resulta un inefable y eficaz contrapunto
al siempre estupendo De la Garza. (Es un capullo, claro, pero no deja
de ser un personaje estupendo.) Pero el que resulta de todo punto
entrañable y está magníficamente esbozado es
el amigo “madrileño” de Deza, el maestro Miquelín,
y qué bien visto y contado lo de las “amistades madrileñas”,
por cierto.
De todos modos, son los personajes “fijos” los protagonistas
de las mejores escenas de este tercer tomo, y en particular, el padre
de Deza y Wheeler. Están más lúcidos y vivos
que nunca en estas páginas, y se siente verdadera tristeza
cuando mueren: pero sus muertes precipitan en cierto modo el desenlace
de la historia, y sin estos dos personajes en realidad no existiría
la historia que permite a Deza ver su rostro de mañana, y también
poder seguir adelante. En especial, las pp. 342-360, que describen
la primera visita de Deza a su padre, son conmovedoras.
Siguiendo con los personajes, debo añadir que a mí personalmente
me ha gustado mucho ver pasar por Veneno y sombra y adiós,
aunque sea de forma indirecta, a Juan Ranz, y cómo no, a Custardoy,
que se ha convertido en un malo “de los de verdad”, de
cine o tebeo. Hasta se siente algo de lástima cuando Deza lo
brutaliza, pero hasta en eso Marías ha tenido la inteligencia
y buen gusto narrativo de brindarle una magnífica escena final
de torva amenaza. Por lo que respecta a Deza y a Tupra, el autor les
ha dejado un posible futuro abierto, por lo menos en la imaginación
del lector. Es ésta señal inequívoca de una gran
historia, grandemente narrada: su conclusión no está
cerrada, y todos los personajes (como decía antes del bailarín)
pueden seguir viviendo, de forma imprevisible, además, una
vez cerrado el libro.
Después de vivir tanto tiempo (más de ocho años,
en verdad) con el mundo de Tu rostro mañana, Javier
Marías ya ha anunciado que necesita un tiempo de respiro y
alejamiento de la novela. Transcurrido éste, esperaremos con
curiosidad ver hacia dónde encaminará sus pasos literarios,
y con ilusión sus nuevas obras.
ANTONIO IRIARTE
(Texto crítico inédito. Reproducido para esta web
con permiso de su autor.)
Lanzas, espadas, rostros y nada
Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar
aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima
calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales:
narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas.
La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran
coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados
(casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo),
aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las
semanas se asoma alguien a la prensa y declara: “¡Hay
que ver cómo está la literatura!”, como si hablara
del precio de la merluza.
Es desde luego casi imposible de creer que todavía
en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein
mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a
explicar la música clásica o que los conciertos de la
orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio.
Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus
podían encabezar simultáneamente la cima literaria y
la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente,
para nuestro bien.
La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo
llamado “cultural” y la entrada como consumidores de miles
de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban
el menor interés por esos productos. La masificación
de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente
vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad.
Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar
a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible
sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro
quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío.
Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.
Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos
en realidad emplear otra expresión para ser más exactos:
democratización cultural. El proceso de masificación
no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada
al campo “artístico”. Y los viejos escritos de
Th.W. Adorno contra lo que él llamaba “cultura popular”,
así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron
contra la “industria cultural” no estaban sino tratando
de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más
tradicional. No en vano casi todos los críticos de la “industria
cultural” provenían de la izquierda. Una izquierda que
creía en la clase política, es decir, en ellos mismos,
como vanguardia de una población ignorante (”alienada”,
se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las
cosas en España.
La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó
entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía
negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares
puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en
general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda.
Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines “progresistas”
que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron
una “concesión al comercio” en cuanto el libro
superó el margen que ellos habían puesto a la élite
lectora. Entonces dijeron que “lo bueno de García Márquez
es El coronel no tiene quien le escriba”. Pocos años
más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables
novelas de Vargas Llosa.
En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara
a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy
ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue
atacando “la baja calidad”, “la comercialización”
o “la trivialidad” de las (llamémoslas así)
obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como
Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos
“productos industriales”. Ya era hora: Stanley Cavell
lleva décadas haciéndolo.
Esta muy larga introducción pretende situar la última
novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado
la “cultura popular”, sino todo lo contrario: es un apasionado
defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio
y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál
es la cima artística de la novela española actual, indudablemente
Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por
la literatura “comercial”, sin por ello perder de vista
cuál puede ser el mérito de una escritura difícil,
densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.
De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana
III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos
con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y
esa ha sido siempre una característica de Marías cuya
primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje
a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien
tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con
énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura
anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es
el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores
que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura
francesa de la época, esa híspida profesora vestida
de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito
de: “Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío”.
La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es,
creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima
exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un
territorio especializado, ese que antes se llamaba “literatura
de experimentación”. Contiene elementos architípicos
de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente
es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño
de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del “Wilhelm
Meister” de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción
intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter.
No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista
de Marías no enlaza con la tradición romántica
de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes
secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja
de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo
de privilegiados de la información, el protagonista accede
a un conocimiento del mundo que le está vedado al común
de la gente y que le va a permitir intuir cuál será
“su rostro mañana”. Una vez lo averigua, como está
mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.
En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación
los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los
que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado
y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas
se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente,
grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos,
la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en
sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas
que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre
mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza
a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías
vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca
al poder político contemporáneo, es el gran secreto
de una sociedad que no tendría por qué ser secreta,
hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil
desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad
imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas
sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.
El argumento de la trilogía cabría en dos carillas.
Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente
democráticos, en cambio, para la exposición utiliza
las herramientas más difíciles de la literatura exigente.
Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del
mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas
de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección
personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías
que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender
con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas
de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles
algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas
de Marías.
La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil
porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard
o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al
tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar
las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas
a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una
frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas
entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo
de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.
La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de
nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa
de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante,
obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata
de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto
de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o
las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales.
El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto
de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia
del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra,
el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es
irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en
todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos
desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que
sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del
mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.
Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere
un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase
inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente
al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un
tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo
una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción
a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que
sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías
sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle
no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía
entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad
del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los
escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En
el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando
todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun
cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen
realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés
contemporáneo.
En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando
(yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de
nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo “cultural”
parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así.
La novela de Marías debería indicar a los más
escépticos que es posible la máxima ambición
literaria unida a la más lúcida y simpática mirada
sobre “lo popular”. Y que, con mucho esfuerzo y talento,
se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.
FÉLIX DE AZÚA
El País, 10 de octubre de 2007
Foto: Montse Vega
Javier Marías o pensar
por novelas
A la mandesumbre democrática la asaltan las lanzas y las
pesadillas, los relatos y las espadas, las sombras y el miedo en esta
extraordinaria novela y ese es un efecto premeditado y violento. Tomar
al asalto la democracia española, sacudida y sacada de su inopia
y su buena conciencia, de sus silencios complacientes y su puerilidad
colectiva, de sus autoengaños y sus falsas conformidades. Incluso
al narrador le llega el contagio del articulista cascarrabias que
es a menudo Javier Marías y con ello llega también alguna
debilidad extraña a la novela (pero menor: el vituperio de
la sandalia o el diagnóstico sobre los niños insaciables,
manías de ciudadano que desploman de golpe la altura de la
novela). El espejo es moral y la vocación conflictiva: atreverse
a saber el pasado y atreverse a saber lo que somos contra el miedo
y a favor de la certidumbre imposible o indemostrable. Es un desafío
a la boba conformidad y es un desplante contra la mentira, la media
verdad o la cobardía intelectual: es ella misma esa espada
suspendida y temida por un personaje grotesco, De la Garza, del todo
ajeno a la densidad extensa de la razón cuando se aplica a
entender las cosas sin rehuir sus ángulos oscuros y sombríos,
sin dejarse vencer por el consuelo de ignorar y excitada por tanto
por ver lo más oscuro y en lo más oscuro: el contagio
de la violencia como lepra irrestañable, la urgencia de guarecerse
del instinto de gobernar a los demás, el imperativo de saber
por saber, para no persistir en la puerilidad del silencio, aunque
ese no callar y ese querer saber engendren miedo hacia nosotros mismos
y pongan desconfianza o recelo sobre los demás.
El narrador es el protagonista de esta novela
y es un antiguo profesor español de Oxford captado por los
servicios secretos británicos, el MI6; su oficina está
en un edificio sin nombre y allí trabaja un equipo humano de
élite que lleva muchos años invertidos en fecundar con
su competencia profesional de altas universidades el espionaje británico,
la información reservada, el saber de y sobre los demás
para actuar en y sobre los demás sin límites. Su consigna
es averiguar tu rostro mañana y el antiguo amigo de
Deza, el profesor Peter Wheeler (que es el profesor Peter Russell,
hispanista y lusitanista) ha creído que podía ser uno
de ellos, uno de esos seres capaces de detectar y adivinar a las personas
desde una exigua cantidad de datos apenas externos, como si dispusiesen
del don de ver en el habla o en las miradas, en la indumentaria o
en los gestos el estrato moral que predice en el presente el futuro,
su ser más verdadero e incluso más allá de lo
que cada cual sabe de sí mismo. La espléndida morosidad
meditativa es el aliado de un narrador que atosiga lo real sin dejarlo
en paz, siguiendo otra consigna básica de su padre, que es
el trasunto novelesco de un hombre real, Julián Marías,
padre de Javier, dispuesto a no dejar a sus hijos conformados con
lo pensado, activando sin cesar la duda de haber llegado a conclusión
alguna suficiente. Pero esa morosidad necesaria tiene otro aliado,
la tensión narrativa, sostenida e infalible casi siempre, a
lo largo de muchísimas páginas y con muy pocas acciones
reales: casi siempre diálogos que se interrumpen y se reanudan,
casi siempre meditaciones extensas sobre la dimensión más
honda de cualquier a de nosotros.
El letargo en que duermen o se activan en la conciencia las cosas
oídas y su transformación paulatina, los cálculos
morales que se destilan con lo descubierto y las resoluciones que
tomamos o que fueron tomadas por otros dilatan la acción central,
o el hilo mínimo de una intriga novelesca sin perderla de vista:
un hombre que se separa de su mujer y vuelve meses después
a Madrid y en medio de todo ello entiende mejor y sabe ya de primera
mano con qué agentes y con qué medios ha crecido su
mundo y cómo entender ahora mejor las cosas que sabemos por
encima o mal sabidas, o que hemos creído bien contadas ya.
Los espacios históricos que aborda recrean la brutalidad del
espionaje actual (con Tupra como jefe turbio) y la crueldad practicada
por los servicios de información en la Segunda Guerra Mundial,
recrean también la imprevisibilidad de las conductas en nuestra
guerra y la exploración misma de las razones del miedo, el
silencio o las venganzas aplazadas desde entonces. El alegato en favor
de la valentía y la edad adulta, responsable de sí misma
sin ignorancia ni miopía, toma como motivos centrales algunos
episodios de la guerra civil callados por el padre del narrador pero
lentamente averiguados (la traidora delación, la ejecución
toreada y relatada) o bien callados por la historiografía (la
ejecución clandestina de Andreu Nin) y sale fuera de las fronteras
para recrear las actividades del espionaje británico en la
guerra española y fuera de ella.
Fragmentariamente, la reconstrucción de algunos episodios biográficos
de Wheeler y del padre de Deza, Julián Marías, y de
algún otro personaje, funciona como trama novelesca pura que
se presta al instinto reflexivo de un narrador que no se satisface
con lo que sabe y desea saber mejor aunque el precio pueda llegar
a ser el desvanecimiento o el delito: el desvanecimiento o casi el
desmayo ante los vídeos clandestinos que muestran la crueldad
de los interrogatorios o de los castigos que son parte de la vida
real (aunque para la mayoría de nosotros sea una verdad oculta),
y el delito porque ese contagio de la violencia se hace extensible
al propio protagonista, capaz de actuar como ha aprendido a hacerlo
en ese entorno, de cuya toxina moral no ha sabido protegerse, de cuya
amoralidad se ha hecho extensión (¿por qué no
se puede ir por ahí agrediendo o matando?) y en la que ha caído
como una víctima más de lo que somos potencialmente
capaces de hacer (de nuestro rostro mañana, por tanto), y decide
jugar con el miedo del otro, del amante de su ex mujer, sin dilemas
morales, seguro de hacerla, con el cálculo prudente de proteger
a sus hijos y protegerse a sí mismo en el futuro.
La densidad de la novela paradójicamente se disuelve en un
esquema narrativo simple o sencillo, porque es sólo el cañamazo
para poner al lector (y al propio narrador mientras narra y piensa,
y a los propios personajes mientras narran y piensan) ante los conflictos
morales y las pejigueras que arrastramos en nuestros actos y nuestros
silencios, nuestras sospechas cobardemente calladas o nuestras certidumbres
cobardemente precipitadas... La ironía más honda y quizá
más amarga tiene que ver con el error de diagnóstico
sobre el tipo de sujeto que es el narrador. El informe reservado que
decide incorporarlo al equipo lo define como alguien que ha rehuido
conocerse a sí mismo, aunque crea conocerse muy bien, y sobre
todo alguien que no usa lo que sabe, que no aspira a obtener beneficios
de ese don para su propio provecho. La trama de la novela desmentirá
ese supuesto rostro de mañana, y es uno de los elementos
decisivos para entender la novela como un póquer de problemas
sobre la mesa mejor que como crucigrama con las soluciones halladas.
El ternurismo o la blandura de nuestra sociedad democrática,
la dócil ficción de un mundo ordenado, es el trasfondo
contra el que la novela alza un mapa veraz y selectivo de la historia
reciente y del presente, donde los juegos de simetrías están
muy calculados y los hechos del pasado relatado tienden a hallar réplicas
en la acción del presente, como si todo siguiese igual que
en los tiempos en los que Shakespeare -trama textual de toda la novela
y hasta de sus subtítulos- urdió sus tragedias porque
esas tragedias siguen hablando exactamente para nosotros y sobre nosotros,
aunque el modo de vida de Occidente haya tendido a la ocultación
de la verdad brutal que nos constituye o haya intentado proteger a
sus ciudadanos de verdades y delitos que desactivarían la relativa
placidez pueril en que vivimos, ajenos a esos saberes, protegidos
de ellos, y por tanto infantilizados. Es Wheeler quien habla en esta
protesta melancólica que la novela misma aspira a reparar o
a recrear con las acciones y los relatos de sus personajes: "Nadie
osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está
ahí, quizá callado o quizá muy lacónico,
pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno,
a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral".
Está en la página 297 del primer volumen, pero no importa
porque se repite de uno u otro modo en los dos tomos siguientes, como
tantas otras frases trenzadas que crecen en la resonancia y en la
repetición, en los incisos del narrador o en sus propias meditaciones.
Nada de todo esto flotaría, como quiere flotar Wheeler de algún
modo en el futuro (en el futuro de la novela que escribirá
su amigo Deza, el narrador y novelista Javier Marías, y es
la que leemos), si este novelista no tuviese muy en primer lugar el
dominio de ese estilo adulto y manso, dúctil en la pesquisa
y a veces rancio con descaro, pero también rico en la imagen
o el quiebro, incluso el cambio de registro. Es el más fecundo
resultado de aquel estilo que describió tan bien Juan Benet
en La inspiración y el estilo, ese impulso casi propio
de un lenguaje que habla por sí mismo, a veces más allá
del control racional del narrador, y casi siempre sugestivo en sus
arriesgados demarres, sus digresiones o sus coscorrones a la actualidad
política y social (a menudo los más previsibles o banales
porque son los más contagiados del columnista semanal, lo he
dicho antes). Con el tercer volumen la novela ha crecido en coherencia
y en amargura y no sólo es la mejor novela de Javier Marías
sino una de las grandes novelas del siglo XX español: como
tantas veces sucede en novela, como sucedía con Tiempo
de silencio o como pudo suceder con Si te dicen que caí,
los novelistas dicen la verdad que todo lo demás tiende a esconder
o disimular: la novela o es higiénica y cirujana como esta
o es sólo novela vulgar.
JORDI GRACIA
Caricatura: Loredano
Claves de razón práctica, noviembre de 2007
El estilo del mundo
La terminación de una novela del calado de Tu rostro
mañana, de Javier Marías, con 1600 páginas,
cuyo tercer y último tomo Veneno y sombra y adiós,
2007, acaba de publicarse, resulta todo un acontecimiento en nuestras
letras. La historia de Jaime o Jack Deza, a caballo entre Madrid y
Londres u Oxford, llega a su término y culminación.
El primer tomo, Fiebre y lanza, 2002, nos presentaba a Deza
–el profesor español de Todas las almas- en
un nuevo avatar, su trabajo en el MI6, el espionaje británico,
como intérprete o traductor de rostros. El curioso oficio consistía
en anticipar los rostros latentes o futurizos. Adivinar lo que dará
de sí, cada persona, sus dotes, sus puntos flacos. Ese salto
audaz desde el Oxford académico al mundo de Ian Fleming y James
Bond, resume tal vez parte del encanto de la novela.
Los personajes de mayor relevancia de Tu rostro
mañana son los hermanos Wheeler y su discípulo
Tupra, y los dos Deza, padre e hijo. En este último tomo, reaparece
Custardoy, un personaje de Corazón tan blanco. El
título de este tomo Veneno y sombra y adiós
alude al envenenado oficio de Deza, que asiste a un master de vídeos
secretos en casa de Tupra, del mismo modo que en el tomo previo, Baile
y sueño, 2004, presencia estupefacto el escarmiento del
fantoche De la Garza en una discoteca londinense. En este tomo final,
Deza vuelve a Madrid de visita, y se convierte en la sombra de Custardoy.
Vemos entonces un Madrid de thriller, desde el Museo del
Prado hasta el Palacio Real, cruzando por el Hotel Palace, Sol y calle
Mayor, entre las estatuas de Cervantes a Larra. Los adioses cervantinos
en su famoso prólogo del Persiles resumen acaso el
final de la novela, con un caballo nervioso y un auriga bravucón.
Si en los tomos anteriores se nos ofrecían fogonazos de la
Guerra civil española -el caso Nin, la traición de un
amigo del padre de Deza- en este último tomo, Wheeler nos ofrece
una visión terrorífica del juego sucio durante la Segunda
Guerra Mundial. La caza del nazi con orígenes judíos.
Los diálogos de la novela son magistrales y en este último
tomo llegan, acaso, a su perfección o tensión emotiva.
El arte de Marías y de su narrador Deza para tirar de la lengua
al longevo Wheeler, y contarnos la muerte de Valerie, es a todas luces
una cima de nuestra novela. Digamos que se nos planta ante los ojos,
página tras página, driblando las obviedades, el pulso
feroz entre dos estilos, el estilo bronco del mundo, despiadado y
ominoso, y el estilo del novelista de Madrid, sobrio y guasón.
Los homenajes a su maestro Juan Benet son explícitos –la
memoria es un dedo tembloroso, pag 269-, pero advertimos citas o ritornelos
de Rimbaud, Lope o Lorca, Manrique o Machado, Shakespeare, Stevenson,
Eliot o Ashbery.
Los pasajes cómicos o bufos no escasean en Veneno y sombra.
“Defendía mis calcetines”, pag 55. La escena de
Rico y De la Garza, o la del torero Miquelín dan buen ejemplo
de la veta cómica de Marías. Por no hablar de la escena
de sexo mudo, todo un alarde narrativo. La foto de Sofía Loren
fusilando el escotazo de Jayne Mansfield ilustra con humor un pasaje
del libro. La novela completa irradia una pasmosa claridad argumental,
digamos el largo viaje de ida y vuelta de Deza entre Madrid y Londres,
una experiencia dialéctica brutal, a través de dos idiomas,
español e inglés, y de sus dramáticas historias
bélicas recientes, a cuya constante exploración y traducción
asistimos. Los cabos sueltos o pistas pendientes se resuelven con
brillantez. La complejidad de estos dos mundos, una especie de Europa
jánica constante, obliga al narrador a una suerte de perpleja
reflexión omnipresente. Un hilo de continuidad cavilatoria
o pensamiento novelesco que viene a ser la marca o el estilo clásico
del novelista madrileño.
Este tomo final alcanza momentos señeros. El padre de Deza
recuerda un poema nocturno de Heine: “estas no son nubes...son
los dioses de la Hélade”, pag 525. Tu rostro mañana
se convierte así en un fiel espejo de la Europa presente: el
abismo moral entre la mujer del tranvía de Baile y sueño
y Valerie, la esposa de Wheeler. Deza experimenta así, en carne
y palabra propias, su personal línea de sombra frente a Tupra
y Custardoy: nadie conoce su conducta futura. En suma, una novela
colosal sobre el adiós zumbón y melancólico a
una Europa ilustrada.
CÉSAR PÉREZ GRACIA
Heraldo de Aragón, Artes&Letras, 27 de septiembre
de 2007
Retrato de Javier Marías por Víctor Gomollón
Tenía que contarlo
«No
debería uno contar nunca nada.» Así comenzaba
el primer volumen y el conjunto todo de esta gran novela. Cuando el
lector cierra su tercera entrega, tiene por cierta, por encima de
otra cosa, su necesidad. Tenía que contarse lo que aquí
trae su narrador, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, que por momentos
se identifica (a través de muchos detalles) con el propio autor,
y que en otros construye ficciones imaginarias que pueblan algunos
de los más impresionantes acontecimientos del siglo XX, singularmente
las dos guerras, la española y europea, dadas según
lo oído a otros.
Sentimiento de despedida.
Hay una diferencia fundamental entre esta tercera entrega y las dos
anteriores: la piedad, la mirada que el texto cervantino del prólogo
del Persiles nos había convocado en las anteriores: adiós,
amigos... encarna aquí en el sentimiento de despedida tanto
de Peter Wheeler (Russell) y de Juan Deza (Julián Marías),
cuando en impresionantes escenas, de confesión en el primero,
y de emocionada conciencia de final en el segundo, vienen a cerrar
el gran friso de historias dramáticas vividas por ambos, historias
que tenían que contarse, que debían contarse, y quizá
solamente pueda hacerlo ahora quien al darlas ha ofrecido algo más
que su mejor novela, porque siéndolo sin duda alguna, es mucho
más que palabra: quizá sea la obra de su vida, una herencia
ética, la postulación de que sólo a la literatura
verdadera corresponde entrar en los rostros del ayer y prever, advertir
desde ellos los del mañana.
Leyendo la conversación con el padre y el párrafo que
la cierra (p. 526), o reflexionado sobre la muerte a propósito
del cuadro Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien
(pp. 408-411), un lector español asiste a algunas de las mejores
páginas que se han escrito en nuestra lengua en muchos años,
por la enjundia y capacidad reflexiva que uno está acostumbrado
a leer en Thomas Mann, Henry James, Virginia Woolf, Proust o Conrad.
Discursos interiores que se pliegan y repliegan a un ritmo, el famoso
stream of consciousness, técnica que sostiene la mayor
parte del discurso, y sin duda la que transfiere lo mejor de la obra.
«¡El horror, el horror!» Entre
las dos conversaciones con Wheeler y las dos habidas con el padre,
hace intervenir otras escenas de no menor enjundia, como las habidas
con Bertrand Tupra y en especial la larga secuencia del pase del DVD,
que haría exclamar al lector las palabras que pronuncia Kurtz
al final de El corazón de las tinieblas: «¡El
horror, el horror!». Lo que había adelantado en las imágenes
tremendas de la espada de Baile y sueño, es recogido
aquí en otras muchas que mueven a reflexión sobre la
tortura, el miedo, la crueldad y cuánto puede el hombre hacer
y cuánto ha hecho (y hace) en desgracia de sus semejantes,
enemigos o incluso amigos. Fin de siglo, pero advertencia shakespeareana
(Yago, Enrique V, Ricardo III) de cuánto anida en el corazón
del hombre cedido a sus instintos de posesión, supervivencia
o situaciones extremas. Pocas veces en la europea y más raramente
aún en la española se han dicho con igual fortuna premonitoria
las condiciones, sucesos y consecuencias del cainismo vivido por esas
guerras. Wheeler y Deza padre los vivieron, y el hijo trae aquí
como si fuese una lección premonitoria, como si hubiese que
traer el de ayer para conjurar el rostro de mañana y no tener
que figurarlo ninguna otra vez.
Novedad de esta tercera entrega es que incluye algunos excursos cómicos
(como la visita a De la Garza en presencia del profesor Rico, el juego
con la estampa de la Loren y la Mansfield, o la humorada sobre la
cohabitación vivida con Pérez Nuix). Junto a estos descansillos
que la aligeran y permiten al lector cobrar aliento, hay que anotar
la fortuna novelesca de la trepidante y narrativamente muy bien llevada
historia del desamor de Luisa, y la que resulta de la soberbia persecución
de Custardoy, que Marías aprovecha para recorrer sus propios
escenarios madrileños con una precisión a prueba de
vida.
A contraluz. Es mucho más lo que hay en esta
novela, porque incluso un episodio banal, como esperar junto a la
canguro polaca de tus hijos en la que fue tu casa, mueve reflexiones
y situaciones retratadas con esa perspicaz mirada que todo lo somete
a reflexión. Y vengo con ello a otra necesidad: la del «estilo
Marías». Hay quienes piensan todavía que el estilo
es floritura, adjetivación sonora o festín cascabelero.
Pero hay otra forma de estilo: el de la arquitectura mental, el que
sirve a ella, el que la llena de inflexiones y pausas, para ver cada
cosa a contraluz, con sus insidiosos, felices o frustrados flecos
conjeturados. Cada cosa que haces y piensas y a menudo haces y piensas
al hacerla, la resuelve Marías en un modo peculiar de inteligencia.
Podría decirse que el estilo de Javier Marías es la
manera de comunicar al lector una arquitectura mental, de invitarle
a ver por dentro, como si los rostros que una novela pudiera dar a
conocer ofrecieran más cicatrices, más pliegues, más
rincones que los comunes. Por fortuna es así en las buenas.
El «estilo Marías» tiene algo de hipnótico,
porque te lleva donde quiere, y ese sitio resultó tener más
posibilidades de las que creías al principio. La raíz
de su peculiar estilo es que sirve a la arquitectura de la inteligencia.
Y se ha entregado con ella a ofrecer el testimonio necesario de horrores
heredados que nos hacen prevenir los rostros del mañana. Obra
maestra. Creo que es su obra, y que lo será por mucho tiempo.
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
ABC de las artes y las letras, 29 de septiembre de 2007
Foto de Sir Peter Russell
Marías y la novela
No
todas las novelas son literatura. Sí lo son las de Javier Marías,
aunque hay personas que niegan que sean novelas. Claro que la narrativa
no tiene por qué seguir las normas de los géneros decimonónicos,
y habría qué ver a qué clase de artefactos literarios
estamos llamando novelas en el siglo XXI, después de que la
novela fuera destruida y reconstruida en el XX. Explorando Internet
he hallado indignadas quejas de algún lector que esperaba encontrar
en Tokyo ya no nos quiere, de Ray Loriga, algo así
como un Blade Runner trufado de costumbrismo hispánico. Pero
ese libro inquietante donde se relata un presente recomenzado (lo
único que queda cuando la memoria desaparece) quizás
sea un libro de poesía, y por eso ciertos lectores de ciertas
novelas (¿los que se quejan de las de Javier Marías?)
no saben por dónde cogerlo. También Javier Marías
ha dicho que sus últimas obras tienen que ver con la poesía.
Se cuentan muchas cosas en la trilogía Tu rostro mañana,
pero todo cuanto se relata y se dice y se nombra sale de un discurso
obsesivamente ajustado a sus ritmos y al trabajo concienzudo del lenguaje.
Sin duda esto es literatura en estado puro, pero el arte puro ha pasado
a la historia, y lo que hace hoy la literatura es, una vez más,
poner al lenguaje a trabajar para dar la visión de un mundo
y la medida de sí mismo y de sus propias posibilidades en la
tarea. Hace poco, durante una entrevista, Javier Marías comentaba
la violencia que percibimos en los medios de comunicación.
Nada podemos hacer para influir sobre ella. Es constante, ajena e
imparable. Nos insensibiliza, pero «nos hacer concebir el mundo
como un lugar mucho peor de lo que lo han percibido todas las generaciones
anteriores».
«Seguramente -añadía el entrevistado- lo es si
uno conoce todo lo que pasa hasta en el último rincón,
pero no en una vida normal, en la que uno recibe la dosis de horror
y violencia que tenga la mala suerte de recibir». Es virtud
propia del escritor describir la experiencia de muchos como pocos
saben hacerlo. Así, el último libro de Javier Marías
aspira a hablar «de los contemporáneos, y de cómo
somos y nos portamos». Pero estos libros que se llaman novelas
nos avisan mediante su nombre de que son ficciones, de que son, como
dice el propio Javier Marías, «un artificio y en esa
medida no aceptan ciertas cosas como reales, aunque lo hayan sido».
Conviene, de vez en cuando, recordar estas lecciones básicas
de literatura precisamente por serlo. Entenderemos así que
una buena historia puede arruinarse en una mala novela, y que es la
pericia (el arte) de Javier Marías lo que hace que sean tan
buenas sus historias.
MARÍA MAIZKURRENA
El Correo digital, 9 de octubre de 2007
Caricatura: Mikel Casal
Adiós a todo
Javier
Marías (Madrid, 1951) entrega la tercera y definitiva parte
de la trilogía Tu rostro mañana. Uno de los
más ambiciosos proyectos de la narrativa española contemporánea,
en el más conceptual estilo de quienes ensayan sobre nuestra
misteriosa y enigmática existencia. Tras Fiebre y lanza
(2002), Baile y sueño (2004), con Veneno y sombra
y adiós (2007), consigue asociar de forma magistral esa
capacidad de mezclar ficción con una velada realidad tangible
como se demuestra hacia la mitad de la novela, tras un inesperado
regreso a Madrid del protagonista que evidencia cuanto se adivinaba
en toda la historia.
Jacobo Deza consigue poner orden en su vida, pese
al contundente deseo de no contar nada con que comenzaba Fiebre
y lanza, o ese anhelo que instaba a que nadie fuera capaz de
preguntar, ni rogar consejo, favor o incluso atención, en Baile
y sueño, de guardar un secreto, mintiendo o traicionando
para así poder adentrarse en una laberíntica trama capaz
de interpretar aquellos fantasmas que asolaban su existencia y, por
extensión a quienes, como él, no fuesen capaces de discernir
ficción y realidad. Extraña forma de vida que lo alejará
de todo para volver, como algunos años antes, tras su estancia
en la universidad de Oxford, de nuevo a Inglaterra, ahora a Londres,
quizá el único lugar del mundo donde la realidad nunca
resulta como parece. De hecho, será contratado como traductor
por un extraño grupo surgido del famoso MI6, tras la Segunda
Guerra Mundial. De la mano de sir Peter Wheeler, un anónimo
Jacques, Jaime o Jacobo, dilucidará sobre páginas de
historia universal, incluida la crueldad y el odio en el mundo o acerca
de una sociedad frívola o incrédula, en el mejor arranque
de las tres entregas, en una especie de ensayo continuado que proviene
de sus columnas semanales y ofrece una disección de los aspectos
más inusitados de lo cotidiano: la política, la cultura,
la economía, la telebasura y arremete, incluso contra los gobernantes
locales de las últimas décadas. Marías se mueve
perfectamente en este terreno, pero desciende en calidad para contar
la historia personal de Jacobo Deza, y alcanza sus mejores logros
cuando conversa con dos de los personajes que representan al padre
de Deza y al profesor Wheeler, en realidad sendos viejos que forman
parte tanto del pasado del protagonista narrador como del propio novelista.
Profundidad y elegancia convergen en muchas de las páginas
de Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombra y adiós con
que se completa esa visión narrativa acerca de las interpretaciones,
las intuiciones, los credos y las visiones del ser humano tras un
devastado siglo XX que pregona un presente siglo con semejantes premisas
al anterior. Novela de amor, indaga sobre el sentido de la culpa o
la añoranza del pasado, quizá los únicos pasajes
humanos del relato porque insiste en los malos tiempos que nos han
tocado vivir, tan soberbios como jactanciosos, donde triunfan desaprensivos,
la corrupción generaliza a izquierdas y derechas y el desprecio
por la intimidad es total porque justifica lo injustificable. Maestro
de la digresión, sabio erudito, Marías, campea por temas
como el cine, la pintura, la literatura y otras aficiones propias.
Como cualquier lector inteligente pudiera esperar, el autor deja sin
explicación algunos de los episodios vividos con la joven Pérez
Nuix, con Beryl o su relación con Tupra, De la Garza o su vecino
bailarín, incluso el trato, mejorado, con Luisa, su ex y sus
propios hijos, porque la novela, como señala uno de sus personajes
reales, Francisco Rico, cuando ha dejado de ser un espejo a lo largo
del camino, fácilmente se convierte en un camino a lo largo
de un espejo.
PEDRO M. DOMENE
Mercurio, noviembre de 2007
Tu rostro mañana 3. Veneno
y sombra y adiós
Javier
Deza amplía el relato de su vida en la nueva entrega de la
faraónica novela Tu rostro mañana. Javier Marías
añade tres episodios a la peripecia de este español
contratado por los servicios secretos ingleses para “traducir”
personas y prever su comportamiento. Su implacable jefe le inocula
el veneno de la violencia en el primero. En el siguiente, se convierte
en sombra de algún personaje. El tercero concluye su tormentosa
trayectoria, establecido ya en Madrid, y, se produce el adiós
de la historia particular y de las personas que han participado en
ella.
Los sustantivos subrayados forman el subtítulo
y condensan con laconismo la línea anecdótica y los
temas principales que se desarrollan. El enunciado Veneno y sombra
y adiós altera un poco la simetría de los subtítulos
de los dos libros anteriores (Fiebre y lanza y Baile
y sueño, por este orden) y añade un tercer sustantivo
para proponer un desenlace ambiguo. Se diría que el autor ha
concebido el conjunto del relato como una novela de maduración
a cuyo final el aprendizaje de Deza se muestra a la vez cumplido e
incompleto. Por un lado, parece un borrón y cuenta nueva (imito
el gusto por las frases hechas del narrador), y, por otro, se da una
situación algo circular que abre un horizonte incierto, quizás
porque se busca un verdadero realismo, el de la existencia; las historias
se cierran en las novelas, pero en la vida no.
Esta perspectiva abierta deja en suspenso un balance biográfico
que pivota sobre un tan agudo sentimiento de la temporalidad que una
y otra vez vuelve sobre la contingente condición humana: todo
es dolor, violencia y muerte, presencia ésta –natural
o forzada– reiterada, abrumadora de la novela. A contar esa
vivencia con infatigable lucidez analítica se pone Deza. Esto
es lo primero que llama la atención, la prosa que plasma un
discurso mental obsesivo; prosa de periodo amplio que enlaza proposiciones
y proposiciones, pone enumeraciones acumulativas larguísimas,
encadena por sistema disyuntivas (ni, o), matiza el sentido de un
término o locución, se recrea en la precisión
lingüística (a propósito, por ejemplo, de expresiones
coloquiales), puntúa de modo algo extraño (sobre todo,
por emplear la coma donde el sentido lógico exigiría
el punto)… Elementos, en suma, de un acercamiento a la realidad
especulativo, propio de quien busca la verdad por el único
camino accesible, aunque sospechoso, el lenguaje. La conciencia de
Javier aflora por medio de este torrente verbal, al que no debe pedírsele
la simple corrección idiomática porque sería
una falsificación de su carácter y situación;
le conviene esa expresividad hecha de meandros, circunloquios y silogismos
que concuerda con su estado, porque aquí cabe aplicar la vieja
creencia de Bufón de que el estilo es el hombre.
Aun sin olvidar este planteamiento, hay algunos usos, no muchos, discutibles.
Lo importante, sin embargo, es cómo Marías levanta un
imponente edificio de prosa retorizada para poner a la vista un sentido
del mundo radicado en la mente del narrador. Una prosa tan suya y,
sin embargo, ahora adelgazada. Sigue siendo un estilo culto y antinaturalista,
en la estela benetiana (otras huellas más de Benet hay), pero
limpia de ostentaciones cultistas, de términos rebuscados que
perjudican a sus libros anteriores. No es éste el único
cambio, y para bien. Otro en apariencia menor, pero de enorme importancia
en el conjunto del libro, es la irrupción de una veta humorística
más franca, sin prejuicios, en algunas situaciones. Y cambio
capital supone la entrega entre tanta disquisición erudita
a la narratividad.
Marías tiene el instinto, el olfato y la capacidad del narrador
nato según lo mostraban sus primeras novelas adolescentes,
aunque allí todo fuera un tanto paródico. Entender la
novela como ejercicio intelectual le ha apartado, me parece, de esta
cualidad tan importante de la ficción. Aquí, en este
trecho final de Tu rostro mañana, al contrario, recupera
sin complejos la narración de sucesos interesantes con valor
intrínseco y le salen unos cuantos pasajes en verdad magistrales,
de tensión anecdótica absorbente, con fuerza descriptiva
impresionante, incluso de puntillismo costumbrista con base en una
observación penetrante.
Estos cambios no alteran la condición ensayística de
un relato intelectual de alcance moral, también en esto un
grado más nítido quizás que en ocasiones anteriores.
Todo ello nos lleva a percibir en el monumental empeño de Marías
algo así como una fábula ética de los tiempos
modernos. El balance global del mundo que sale es atroz. Y el particular,
el de los individuos, amargo y desesperanzador por su crudo retrato
de la soledad.
Los cambios señalados benefician narrativamente la riqueza
especulativa y la densidad moral de Veneno y sombra y adiós
y la novela alcanza la plenitud de la gran obra memorable. Es, creo,
la mejor de Marías por el logro que aquí consigue: la
plena fusión de lo intelectual, cordial y emocional en una
historia real y simbólica, y amena, en la medida en que esto
es posible en un relato muy exigente (y muy largo, además).
Pone el autor el listón tan alto que le será difícil
superarlo.
SANTOS SANZ VILLANUEVA
El Cultural, El Mundo, 11 de octubre de 2007
Conviene estar atento
Ya
puede decirse: Javier Marías (Madrid, 1951) se ha convertido
en el escritor contemporáneo que con más solvencia usa
el flujo de pensamiento. Sus protagonistas pertenecen a esa extraña
estirpe en la que la locuacidad ensimismada se funde con la inteligencia
más despierta. Los tres volúmenes -no trilogía-
que componen la extensa novela Tu rostro mañana -Fiebre
y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y, ahora,
Veneno y sombra y adiós- son la mejor muestra del
dominio narrativo y de los dominios personales del escritor. Si hubiera
que recordar en el futuro lo que Marías ha hecho por el avance
del arte narrativo solo habría que mostrar encuadernadas las
más de 1.600 páginas que suman los tres títulos.
Tal envergadura es toda una descortesía hacia sus lectores,
bien lo sabe; ellos, sin pesar, habrán de devolverle el gesto,
agradecidos tanto por el placer de la lectura cuanto por lo que supone
convivir con una de las cimas literarias de la década.
Dispuesta en forma de tríptico, la novela
continúa las peripecias de Jacobo Deza, un "intérprete
de vidas" reclutado por los servicios secretos británicos.
La obra en marcha deviene espejo de un sustancial cambio en el mundo
tras el ll-S. Pasado ese tiempo, la voz narradora ya no puede ser
la misma, así como tampoco lo es la experiencia del escritor,
tan cercano al universo de Deza: el mundo se ha vuelto más
"melindroso", y algunos seres queridos ya no están
entre los vivos. La evidencia de estar asistiendo a un tiempo de decadencia
globalizada convierte la escritura en una obligación moral
para el propio Marías. Más que nunca, en este último
volumen de Tu rostro mañana se aprecia la intromisión
de la vida civil en la artística, aunque el resultado está
muy lejos de convertirse en manifiesto. Eso sí, se ofrece una
abismada reflexión sobre la contemporaneidad; aún más,
es un esfuerzo narrativo que persigue una perspectiva global sobre
asuntos mayúsculos como la muerte, el dolor, el miedo, la amistad,
la educación, el Estado, el mal, la venganza o el lenguaje,
con alguna puya suelta, el humor de siempre y un quedarse-a-gusto
muy saludable.
Este tercer volumen logra arrojar algo de luz a todo cuanto debería
concernir al lector, tan afanado por insignificancias y ajeno a los
intereses principales en la existencia (sobrevivir, sin ir más
lejos). Si es cierto que cada cual asiste a su relato -se es protagonista
directo de lo vivido-, lo es también el que uno sólo
vea lo que desea ver, en un autoengaño permanente que encenaga
cualquier acto cotidiano. Como reactivo a esa progresiva tendencia
generalizada, cabe hablar también del esfuerzo de Marías
por socorrer con su prosa en la conquista de la vida, bajo la idea
valerosa de acabar siendo el que se es de veras, y no una sombra que
muestra con orgullo su ignorancia ("satisfechos insipientes",
les llama uno de los de la historia). El análisis pormenorizado
de lo que acontece en la mente de los personajes, sustentado por bifurcaciones
y acumulaciones disyuntivas, es la estrategia que pone en funcionamiento
el autor para reflexionar sobre el tiempo. Suspender el tiempo es
hablar de él con eficacia, aunque eso no impide que en alguna
ocasión monte escenas al ritmo endiablado de la cineasta Thelma
Schoonmaker. Por todo, no es ocioso afirmar que Tu rostro mañana
es la novela que Marías esperaba escribir en esta vida. Veneno
y sombra y adiós es el mejor volumen. Para él,
los galardones; para su posible lector, el premio de salir del tríptico
siendo alguien muy distinto.
ENRIQUE TURPIN
El Periódico, Exit, 4 de octubre de 2007
Tu rostro mañana
Tu
rostro mañana: Veneno y Sombra y Adiós (Alfaguara)
cierra la trilogía que Javier Marías abrió en
2002 y mil seiscientas páginas más tarde creo que puedo
decir que es la mejor novela española contemporánea
que he leído. Es más, si tuviera que enumerar las cinco
mejores novelas contemporáneas en español, Tu rostro
mañana compartiría ese privilegio con Cien
años de soledad (García Márquez), Conversación
en la Catedral (Vargas Llosa), Rayuela (Cortázar)
y La Habana para un Infante difunto (Cabrera Infante). Para
mí -por lo tanto- desde que los genios del Boom latinoamericano
publicaron sus obras maestras en la década de los 60, ningún
novelista en español había escrito una novela de una
ambición formal y de una profundidad humana semejantes.
Tu rostro mañana propone una reflexión
literaria sobre la violencia, el poder y la responsabilidad, para
lo cual despliega una técnica narrativa que supone la lenta
duración en los mismos términos en que Fernand Braudel
la definió para el análisis histórico, y una
mirada que podríamos llamar caleidoscópica porque consiente
varios puntos de vista (personales, temporales, circunstanciales,
etc.) sobre un mismo tema o acontecimiento. Marías explota
estos recursos hasta límites insospechados, aunque no por razones
técnicas y por lo tanto formales, sino porque es la única
forma posible de explorar los entresijos y recovecos de una condición
humana que consiente la duda y la certeza, la coherencia y la ambigüedad,
el valor y la cobardía, la decencia y la ausencia de escrúpulos.
¿Por qué Marías narra durante docenas de páginas
un acto que apenas transcurre en diez o quince minutos? Porque a veces
diez o quince minutos son suficientes para que nuestro rostro cambie
para siempre. Y lo que narra Marías -como Ovidio, como Kafka-
es sólamente la metamorfosis.
Las religiones orientales se diferencian de las occidentales -entre
otras cosas- porque no les interesa la verdad, sino el camino hacia
la verdad, que según algunas religiones se llama tao
y según otras shinto. ¿Por qué Marías
escribe con brújula? Porque lo importante es el camino en sí.
Un camino, un sendero, un río. Heráclito nos enseñó
que nadie se baña dos veces en el mismo río y Marías
nos propone que quizás quien se bañe tampoco sea dos
veces la misma persona. Si el río fuera un espejo, Javier Marías
diría que ninguna imagen refleja dos veces el mismo rostro.
Pero entonces ya no hablaríamos de Heráclito, sino más
bien de Platón y del mito de la caverna, porque el hombre que
sale de la caverna también se extraña de sí mismo.
No podría demostrarlo sin la colaboración del propio
Javier Marías, pero ya que los momentos más memorables
de la novela son las evocaciones de las conversaciones de Jacobo Deza
con su padre Juan Deza, o los contrastes entre la vileza de muchos
personajes y la decencia inmarcesible del propio Juan Deza, sospecho
que en la vida real Javier Marías ha disfrutado de muchos ejemplos
y conversaciones tan enriquecedoras y ejemplares como las que sugieren
Juan y Jacobo Deza en la ficción.
Como ha demostrado Pilar Roldán en Hombre y humanismo en
Julián Marías (2003), el pensamiento de Julián
Marías se articulaba en niveles que representaban distintas
estructuras del conocimiento humano (nivel analítico, nivel
empírico social, nivel empírico individual y nivel personal)
y en Tu rostro mañana Javier Marías reflexiona
literariamente sobre la violencia, el poder y la responsabilidad,
desde diferentes niveles narrativos que casi equivalen a los que Julián
Marías distinguía en el plano del conocimiento. ¿Quiere
decir que la lectura de Julián Marías subyace en las
novelas de Javier Marías? No necesariamente, pues estoy seguro
que a Javier Marías le basta con el recuerdo de aquellas conversaciones
ejemplares y enriquecedoras que atesora en su memoria, tal como sus
lectores recordaremos las lecciones de Juan Deza en Tu rostro
mañana.
FERNANDO IWASAKI
ABC (Sevilla), 17 de octubre de 2007
Javier Marías y el veneno
moral
Javier
Marías no ha perseguido nunca de manera grosera y oportunista
la contemporaneidad temática en sus obras, pero el asunto de
esta novela -el veneno- sintoniza con la era del Polonio 210, o sea
con una época en la que acaba de inventarse la «bomba
atómica unipersonal», que estrenó en sus carnes
no hace mucho con notable -si bien trágico- éxito el
desafortunado espía Litvinenko. En esta novela -también
de espionaje- el veneno adquiere un significado argumental y a la
vez metafórico, una dimensión física y al mismo
tiempo moral. De hecho es moral todo el planteamiento de Tu rostro
mañana desde el momento en el que su héroe era
reclutado para los servicios secretos por su estrafalario don consistente
en conocer, a través de la observación de los rostros,
la catadura ética de los individuos y su destino de lealtad
o de traición.
En realidad Marías lo que hace en esta
trilogía narrativa que se inició en el 2002 con Fiebre
y lanza y prosiguió en el 2004 con el volumen Baile
y sueño hasta encontrar ahora su broche definitivo es
fabular, fantasear, especular «creativamente» con el hecho
moral, salirse del territorio de la razón y la reflexión
ensayística para entrar en la lógica paranoica de la
ficción pues estamos a fin de cuentas ante una novela. Lo que
Marías nos dice y da por hecho con estos personajes que practican
gratuitamente el mal es que el «fenómeno moral»
es importante en la vida aunque ésta lo trate como si no lo
fuera y como trata todo lo grave, aunque lo banalice y lo reduzca
a puro juego. Jacobo Deza, el dramático y humorístico
personaje que ya jugaba amoralmente con «lo moral» en
Todas las almas, no es mejor que Tupra, el perverso discípulo
de los hermanos Wheeler, el inoculador de venenos mortales, así
como quien en calidad de jefe de esa siniestra oficina del crimen
donde el horror se burocratiza le impone asistir en su propio domicilio
a un abyecto master de vídeos secretos.
Y no es mejor tampoco que Pérez Nuix, el personaje femenino
de sangre inglesa y catalana que le ha de pedir un favor y con el
que le unen lazos sentimentales, o Custardoy, el rival al que debe
seguir y con el que mantiene un duelo que roza lo onírico.
No es mejor aunque actúe por el bien de su familia y de ese
hogar madrileño al que regresa para reencontrarse con Luisa,
su esposa.
La familia es otro de los referentes que contrastan con el ejercicio
del terror y que lo banalizan en esta en la que la violencia adquiere
en un momento determinado un tratamiento 'jungeriano' por el cual
quedará justificada en un plano amoral en la que puede ser
extraída teóricamente de la realidad presente y de lo
humano para instalarse en el plano histórico y antropológico,
el que hace argumentar a todos los genocidas que «sólo
la historia podrá juzgarles».
Veneno y sombra y adiós es, como las dos anteriores
entregas de Tu rostro mañana, una novela excelente
y profundamente ambiciosa en la que el carácter filosófico
se mezcla con el lúdico, con la madurez de un estilo absolutamente
personal y con el goce puramente narrativo.
IÑAKI EZKERRA
El Norte de Castilla, 13 de octubre de 2007
La muerte en directo
Veneno
y sombra y adiós, de Javier Marías, es el tercer
volumen de una novela que, completa, rebasa las mil quinientas páginas.
Su título: Tu rostro mañana, una obra cuya
primera parte se publicó en 2002 (Fiebre y lanza),
la segunda en 2004 (Baile y sueño) y la tercera ahora,
en 2007. En esta última entrega -que pasa de las setecientas
páginas- hay todo un mundo: remite, por supuesto, a ese ciclo
al que pertenece y a otros libros del propio Javier Marías:
a Todas las almas, principalmente, pero también a
Corazón tan blanco o a El siglo. Etcétera.
En Tu rostro mañana hay un personaje
que es a la vez narrador, alguien llamado Jaime, Jacobo, Jacques,
Yago o Jack Deza, un antiguo profesor español que estuvo en
Oxford. La historia que nos cuenta ocurre después de haber
abandonado la docencia:
relata su paso por un grupo especial del Servicio Secreto inglés
(el MI6), encargado de espiar vaticinando (ocupado, en fin, de hacer
informes de individuos a partir de los indicios que la vida y el rostro
de los otros ofrecen). La narración en primera persona tiene
una sintaxis especial, la que es tan característica de Javier
Marías: la oración de período largo, la amplificación,
la reincidencia deliberada, la salmodia que repite como cifra y enigma
frases o invocaciones frecuentemente shakespearianas, frases o invocaciones
que encierran proverbio y misterio.
¿Es ésta una historia de espías? Tu rostro
mañana empezó así, pero su cierre -la ultima
parte que ahora leemos- acaba
siendo un relato de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano,
de lo fatal y de lo imprevisto. Veneno y sombra y adiós
está narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado
el grupo de espías. Por tanto, más que una novela de
género es una historia de lo ordinario, de lo común,
de lo que al protagonista le sucede, pero también lo que a
todos nos acaece: adaptarse a un porvenir que ya es presente, interpretar
la vida, conjeturar el significado de las cosas que ocurren y que
acaban. Es la suya una palabra confesional que se asemeja a la voz
de un monólogo interior: con inevitables digresiones (como
es la vida), con los meandros propios de la reiteración. Aunque
alguien nos cuenta -ese Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza-
hay diálogos internos que se transcriben en estilo indirecto
y en estilo directo, con personajes relevantes y muy locuaces: entre
otros, el jefe de los espías (Tupra) o un profesor oxoniense
Peter Wheeler, amigo del protagonista. En este libro, como en otros
de nuestro autor, es común que alguien relate al narrador algo
pasado, cotidiano y pavoroso a la vez, familiar y terrible: algo que
nosotros leeremos gracias a su transcripción o evocación
y que suele ser una experiencia de dolor, de incertidumbre, de miedo.
En esta obra (como en otras de Javier Marías), el narrador
es impresionable, bravo y pasivo a un tiempo, previsible y asombroso,
dotado de una imaginación enfermiza y creativa: sabe mirar
las cosas del pasado y del presente y piensa; aventura significados
a acontecimientos o a viejas fotografías que parecían
no tenerlo; comete actos de los que no se creía capaz. Jaime,
Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza es como otros personajes característicos
de Marías: «Ocultos hasta el punto de asimilar su vida
a la evanescente condición del fantasma, de lo impreciso»,
decía Elide Pittarello, «estos sujetos captan sobre todo
el lado en sombra de la realidad». Son sombras: y así
se siente también el protagonista de Veneno y sombra y
adiós, pura nube sin espesor, aire que sale por la boca,
volumen que asiste a su lenta difuminación. Muere su padre,
muere su amigo Wheeler: él mismo se sabe condenado, pues ya
no es joven...
«Siempre que muere alguien», dijo una vez Javier Marías
en un artículo, «una de las cosas que más me chocan
y me resultan más incomprensibles es la desaparición
repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta
hacía unos momentos». ¿Qué pasa con ese
patrimonio de experiencias?, se preguntaba Marías. Una manera
de retenerlo -tal vez la única- es materializarlo en un relato:
un documento que testimonie lo vivido. Lo que se pierde puede ser
objeto de narración, pero también de especulación
cuando nos faltan datos. En Veneno y sombra y adiós,
el narrador y antiguo espía -que en las entregas anteriores
presagiaba el futuro de sus espiados- ahora renuncia a prever. Simplemente
descubre horrorizado cuál es el efecto de alguna de sus conjeturas,
de alguno de sus augurios: la muerte violenta. O quizá esa
lenta difuminación del yo que a él también le
sucede. El narrador mira, pero sobre todo habla, habla sin frenarse,
para así sobrevivir, para detener la descomposición:
presuponiendo con detalle, pormenor y circunstancia; dejándose
conducir por los hechizos del azar. Divaga sobre lo que ve y sobre
lo que él mismo es (no está clara cuál es su
identidad fija); confiesa con elocuencia, con asombro, con porfía,
admitiendo, en fin, la vida condenada.
JUSTO SERNA
Levante-El Mercantil Valenciano (Posdata), 9 de noviembre de
2007
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