Un absoluto triunfo

Julián Marías

Veneno y sombra y adiós es un absoluto triunfo y su lectura resulta apasionante. Este último tomo no sólo remata brillantemente la novela, logrando la proeza de no dejar suelto ni un solo cabo de la intriga, sino que seguramente sea la más entretenida de las tres “entregas” de Tu rostro mañana; o por lo menos, aquélla cuya lectura más engancha, y no es flaco mérito, dado el altísimo nivel de las anteriores también desde ese punto de vista. Empieza de forma pausada, pero enseguida va creándose una tensión soterrada y a partir de la página 140 o 150, no hay forma humana de apartar la vista del libro. Las dos últimas partes, “Sombra” y “Adiós”, en particular, son literalmente unputdownable.

Aunque ahora ya es posible disfrutar de una lectura continuada de Tu rostro mañana (y hay quienes han preferido esperar a tener la historia completa), no parece que sea en realidad necesario para afirmar que no sólo se trata de la mejor novela de Javier Marías hasta la fecha, sino muy probablemente de la mejor novela española (y de una de las mejores de cualquier otra literatura) de los últimos cincuenta o sesenta años. Veneno y sombra y adiós, el tercer “movimiento” de la obra, si no el mejor de los tres (aunque a mí, por lo menos, me lo parezca), desde luego sí es el mejor escrito, superando por increíble que parezca las cotas alcanzadas en las dos entregas anteriores. Por añadidura, en él se aprecia con toda nitidez, ahora sí, una clara evolución de los recursos estilísticos del escritor. Marías ha variado su sistema de ecos o ritornelli con tanta habilidad y sutileza que todos los sedulous apes que le acechan y acosan van a quedarse desconcertados, y ya no van a saber a qué prestar atención en lo sucesivo (lo cual, aunque en el fondo sea lo de menos, nunca está de más, que ya cansan). En los dos primeros volúmenes esta evolución no me resultó tan evidente como aquí. En Veneno y sombra y adiós se me antoja que la forma de emplearlo y hasta el efecto del sistema de “ecos” es distinto. Otro tanto se puede decir del recurso, tan mariesco, de las citas literarias, propias y ajenas, como puntales de la narración. En Veneno y sombra y adiós éste ha adquirido, no sé si llamarlo madurez, en todo caso, mayor eficacia: más que ilustrar o comentar, ahora las citas se integran en la narración y la hacen progresar. Ahora más que nunca, no creo que nadie pueda atreverse a considerar gratuitas o accesorias las citas que salpican el libro: todas son necesarias, y de algún modo consustanciales o inherentes a lo relatado.

Produce verdadera admiración en el lector, asimismo, ver cómo Marías ha logrado darle una nueva vuelta de tuerca a la historia, y el “rostro mañana” no sólo ha acabado por ser el del narrador Deza, como ya se intuía, sino por extensión el de todos nosotros. Las consideraciones sobre la violencia que formaban el meollo de Baile y sueño se amplían aquí de forma inquietante para el lector, que no puede evitar verse reflejado en las andanzas y pensamientos de Deza. Toda la reflexión sobre el proceso de “inoculación” del deseo de violencia y de infundir pavor en el prójimo no es sino triste reflejo de la vida misma, hoy más que nunca. El análisis que se hace en el libro del papel que la imagen tiene en esta infección es, por descontado, tremendamente lúcido y acertado, y consigue huir de lo trivial y gratuito. Pero en cuanto a lo esencial, no es lo peor que no seamos capaces de “ver” claramente a los que nos rodean, sino el no saber hasta dónde podemos llegar nosotros mismos en un momento dado y, sobre todo, qué pasará después, cómo podremos vivir con el conocimiento de quiénes o cómo somos.

He visto con extrañeza que algunas críticas hablan de “autoficción” o “metaficción” para describir Veneno y sombra y adiós. El término, en mi opinión, carece por completo de sentido, y si lo que se pretende decir es que la novela es de algún modo autobiográfica, o con mayor precisión, que está centrada en las vivencias del autor, o que en ella aparecen personajes “reales”, no deja de ser una tremenda tautología. Todas las novelas son autoficciones, como todos somos históricos, en célebre boutade de Borges. Cuesta entender ese empecinamiento en ponerle etiquetas a las cosas: será para facilitar su márketing y consumo rápido. Y lo más gracioso es que los críticos que hablan de metaficción en este caso probablemente ni se hayan fijado en que Javier Marías hace intervenir en el libro a personajes de novelas suyas anteriores, por no hablar de que le “presta” a Jack Deza, entre otras cosas, viajes que el propio autor ha realizado (y contado en algún que otro artículo)... Tendrían que haber dicho entonces que esa autoficción se declina en claves balzaquianas, o personalizadas, o alguna monstruosidad similar.

Tampoco he entendido nunca el tedioso y falaz debate sobre la crisis de la novela contemporánea, al que creo hay que adscribir toda la tontería esta de la metaficción. En realidad, lo que la inmensa mayoría de los autores españoles contemporáneos cultivan con ahínco se parece más al ombliguismo que a la narración: las “ventanas de sus almas” están cerradas al mundo, y sólo se recrean en sus miserias intelectuales y en el estricto seguimiento de las modas (ahora toca la exaltación de las virtudes de la Segunda República, y se mantiene el interés por las iniquidades de la Guerra Civil, pero como burdos telones de fondo, sin que haya la menor reflexión al respecto). Nada más lejos de lo que hace Javier Marías en su libro, huelga decirlo. Como todas las grandes novelas, Tu rostro mañana tiene alcance universal. Todo lo que en ella se trata nos concierne a todos los hombres por igual. Lo admirable, por encima del rigor ético del pensamiento de Marías, es cómo el escritor consigue, pese a la complejidad de lo tratado, que su arte narrativo no se vea lastrado nunca por esa reflexión que recorre la novela. De hecho, desde ese punto de vista, el puramente narrativo, Veneno y sombra y adiós es posiblemente el más logrado de los tres volúmenes. Al fin y al cabo, en las novelas se trata de contar una historia, y todo lo que pueda enriquecerla será bienvenido, y le dará más cuerpo, pero siempre debería quedar en segundo término. Como la “sombra” de la historia, pero que le da sustancia. Bien pocos escritores son capaces de lograr esto como Marías. En este contexto, se echa doblemente en falta la general falta de reflexión de la crítica acerca de lo que Tu rostro mañana, por su construcción y forma de narrar, pueda suponer de cara a la renovación del género novelístico.

Tal vez al leer la novela entera, ahora que ya se puede hacer, igual no resulte tan obvia la superioridad de este tercer tomo sobre los otros dos. En realidad, puede que la impresión sea engañosa, y se deba únicamente al haber leído la obra por entregas (como estaba mandado, por otra parte). Es más que probable, por ejemplo, que Baile y sueño cobre ahora para el lector todo su sentido; de hecho, creo que empiezo a ver ya a ese volumen como la piedra de clave que sostiene toda la novela. La larguísima y tensa escena de la discoteca detiene el tiempo de forma magistral, pero al lector también podía parecerle que frenaba un tanto el desarrollo de la intriga. Está claro que ahora, leída en el contexto de toda la novela, parecerá distinta.

Son tantos los pasajes extraordinarios de Veneno y sombra y adiós que resulta difícil destacar alguno en particular, pero no quisiera dejar de mencionar, por el “alivio” que introducen en la tensa narración, la escena (hilarante, además) del recital de “hip hop” que De la Garza le brinda a Rico, la visita al Museo del Prado y las reflexiones del narrador ante los lienzos, y el paseo por el Madrid de los Austrias, con Deza de sombra de Custardoy, y shadowing him de verdad. Asimismo, la forma de resolver el pase de vídeos de Tupra es magistral: qué forma de sugerir, y poner los pelos de punta sin mostrar (ahí se nota la larga práctica de Marías de los relatos de fantasmas).

Y hablando de la intriga, como ya decía, es admirable que “errando sólo con brújula” (por citar la expresión que el propio Marías ha empleado más de una vez para describir su método de escritura) el autor haya conseguido en Veneno y sombra y adiós anudar todos los cabos sueltos de la forma que lo ha hecho. Esto es todo un logro. Es más, incluso ha sabido darle un nuevo sentido a subplots que parecían “menores” dentro de la historia, si no ya cerrados del todo, como el del cantante Dick Dearlove, al que el lector probablemente ya no pensaba volver a ver, y que sin embargo es quien, en cierto modo, provoca el desenlace. También es de veras muy hábil la forma de cerrar la historia del bailarín del piso de enfrente: al asociarlo con Custardoy, Deza no siente ya la tentación de cruzar el square, se saludan desde lejos, cada cual sigue con su vida et ce fut tout. Una historia adicional tal vez hubiera desequilibrado el tomo (¿o no?). En todo caso, qué forma más elegante, e inteligente, de clausurar el episodio danzarín, dejando al tiempo abiertas todas sus posibilidades (si no añadiéndole nuevas) para el lector.

En cuanto a todos los demás detalles del argumento que podían requerir explicación, no ha quedado ninguno por esclarecer, ni siquiera el de la gota de sangre, que quizá el lector pensaba iba a quedar envuelto en el misterio en la medida en que en Veneno y sombra y adiós cumple sobre todo oficio de símbolo. Los lectores nos hemos quedado acaso con las ganas de saber más cosas del personaje de la señora Berry (ah, ese “Estelle” que se le escapa a Wheeler...), pero al dejarle a ella aclarar en persona el punto más oscuro e intrigante de la historia, el de la mancha de sangre, el autor le ofrece una hermosa despedida justo antes de que se cierre el telón de la novela, y eso lo compensa todo. Hasta hemos acabado por saber algo más de Toby Rylands, y del posible motivo del desencuentro de los dos hermanos “en Inglaterra, mucho más tarde” del que se hablaba en Fiebre y lanza, pp. 308-309, y que ahora es posible achacar a Valerie Wheeler y al intento de Rylands de hacer suya la historia y bereavement de su hermano.

Como si no disfrutásemos ya de bastantes personajes secundarios, Marías se ha permitido crear algunos más, y muy afortunados, en esta entrega final: Garralde resulta un inefable y eficaz contrapunto al siempre estupendo De la Garza. (Es un capullo, claro, pero no deja de ser un personaje estupendo.) Pero el que resulta de todo punto entrañable y está magníficamente esbozado es el amigo “madrileño” de Deza, el maestro Miquelín, y qué bien visto y contado lo de las “amistades madrileñas”, por cierto.

De todos modos, son los personajes “fijos” los protagonistas de las mejores escenas de este tercer tomo, y en particular, el padre de Deza y Wheeler. Están más lúcidos y vivos que nunca en estas páginas, y se siente verdadera tristeza cuando mueren: pero sus muertes precipitan en cierto modo el desenlace de la historia, y sin estos dos personajes en realidad no existiría la historia que permite a Deza ver su rostro de mañana, y también poder seguir adelante. En especial, las pp. 342-360, que describen la primera visita de Deza a su padre, son conmovedoras.

Siguiendo con los personajes, debo añadir que a mí personalmente me ha gustado mucho ver pasar por Veneno y sombra y adiós, aunque sea de forma indirecta, a Juan Ranz, y cómo no, a Custardoy, que se ha convertido en un malo “de los de verdad”, de cine o tebeo. Hasta se siente algo de lástima cuando Deza lo brutaliza, pero hasta en eso Marías ha tenido la inteligencia y buen gusto narrativo de brindarle una magnífica escena final de torva amenaza. Por lo que respecta a Deza y a Tupra, el autor les ha dejado un posible futuro abierto, por lo menos en la imaginación del lector. Es ésta señal inequívoca de una gran historia, grandemente narrada: su conclusión no está cerrada, y todos los personajes (como decía antes del bailarín) pueden seguir viviendo, de forma imprevisible, además, una vez cerrado el libro.

Después de vivir tanto tiempo (más de ocho años, en verdad) con el mundo de Tu rostro mañana, Javier Marías ya ha anunciado que necesita un tiempo de respiro y alejamiento de la novela. Transcurrido éste, esperaremos con curiosidad ver hacia dónde encaminará sus pasos literarios, y con ilusión sus nuevas obras.

   ANTONIO IRIARTE
(Texto crítico inédito. Reproducido para esta web con permiso de su autor.)

 

 

Lanzas, espadas, rostros y nada

Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: “¡Hay que ver cómo está la literatura!”, como si hablara del precio de la merluza.

Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.

La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado “cultural” y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.

Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo “artístico”. Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba “cultura popular”, así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la “industria cultural” no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la “industria cultural” provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante (”alienada”, se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.

La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines “progresistas” que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una “concesión al comercio” en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que “lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba”. Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.

En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando “la baja calidad”, “la comercialización” o “la trivialidad” de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos “productos industriales”. Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.

Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la “cultura popular”, sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura “comercial”, sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.

De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: “Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío”.

La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba “literatura de experimentación”. Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del “Wilhelm Meister” de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será “su rostro mañana”. Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.

En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.

El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.

La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.

La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.

Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.

En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo “cultural” parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre “lo popular”. Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.

   FÉLIX DE AZÚA

El País, 10 de octubre de 2007

Foto: Montse Vega


 

Javier Marías o pensar por novelas

A la mandesumbre democrática la asaltan las lanzas y las pesadillas, los relatos y las espadas, las sombras y el miedo en esta extraordinaria novela y ese es un efecto premeditado y violento. Tomar al asalto la democracia española, sacudida y sacada de su inopia y su buena conciencia, de sus silencios complacientes y su puerilidad colectiva, de sus autoengaños y sus falsas conformidades. Incluso al narrador le llega el contagio del articulista cascarrabias que es a menudo Javier Marías y con ello llega también alguna debilidad extraña a la novela (pero menor: el vituperio de la sandalia o el diagnóstico sobre los niños insaciables, manías de ciudadano que desploman de golpe la altura de la novela). El espejo es moral y la vocación conflictiva: atreverse a saber el pasado y atreverse a saber lo que somos contra el miedo y a favor de la certidumbre imposible o indemostrable. Es un desafío a la boba conformidad y es un desplante contra la mentira, la media verdad o la cobardía intelectual: es ella misma esa espada suspendida y temida por un personaje grotesco, De la Garza, del todo ajeno a la densidad extensa de la razón cuando se aplica a entender las cosas sin rehuir sus ángulos oscuros y sombríos, sin dejarse vencer por el consuelo de ignorar y excitada por tanto por ver lo más oscuro y en lo más oscuro: el contagio de la violencia como lepra irrestañable, la urgencia de guarecerse del instinto de gobernar a los demás, el imperativo de saber por saber, para no persistir en la puerilidad del silencio, aunque ese no callar y ese querer saber engendren miedo hacia nosotros mismos y pongan desconfianza o recelo sobre los demás.

El narrador es el protagonista de esta novela y es un antiguo profesor español de Oxford captado por los servicios secretos británicos, el MI6; su oficina está en un edificio sin nombre y allí trabaja un equipo humano de élite que lleva muchos años invertidos en fecundar con su competencia profesional de altas universidades el espionaje británico, la información reservada, el saber de y sobre los demás para actuar en y sobre los demás sin límites. Su consigna es averiguar tu rostro mañana y el antiguo amigo de Deza, el profesor Peter Wheeler (que es el profesor Peter Russell, hispanista y lusitanista) ha creído que podía ser uno de ellos, uno de esos seres capaces de detectar y adivinar a las personas desde una exigua cantidad de datos apenas externos, como si dispusiesen del don de ver en el habla o en las miradas, en la indumentaria o en los gestos el estrato moral que predice en el presente el futuro, su ser más verdadero e incluso más allá de lo que cada cual sabe de sí mismo. La espléndida morosidad meditativa es el aliado de un narrador que atosiga lo real sin dejarlo en paz, siguiendo otra consigna básica de su padre, que es el trasunto novelesco de un hombre real, Julián Marías, padre de Javier, dispuesto a no dejar a sus hijos conformados con lo pensado, activando sin cesar la duda de haber llegado a conclusión alguna suficiente. Pero esa morosidad necesaria tiene otro aliado, la tensión narrativa, sostenida e infalible casi siempre, a lo largo de muchísimas páginas y con muy pocas acciones reales: casi siempre diálogos que se interrumpen y se reanudan, casi siempre meditaciones extensas sobre la dimensión más honda de cualquier a de nosotros.

El letargo en que duermen o se activan en la conciencia las cosas oídas y su transformación paulatina, los cálculos morales que se destilan con lo descubierto y las resoluciones que tomamos o que fueron tomadas por otros dilatan la acción central, o el hilo mínimo de una intriga novelesca sin perderla de vista: un hombre que se separa de su mujer y vuelve meses después a Madrid y en medio de todo ello entiende mejor y sabe ya de primera mano con qué agentes y con qué medios ha crecido su mundo y cómo entender ahora mejor las cosas que sabemos por encima o mal sabidas, o que hemos creído bien contadas ya. Los espacios históricos que aborda recrean la brutalidad del espionaje actual (con Tupra como jefe turbio) y la crueldad practicada por los servicios de información en la Segunda Guerra Mundial, recrean también la imprevisibilidad de las conductas en nuestra guerra y la exploración misma de las razones del miedo, el silencio o las venganzas aplazadas desde entonces. El alegato en favor de la valentía y la edad adulta, responsable de sí misma sin ignorancia ni miopía, toma como motivos centrales algunos episodios de la guerra civil callados por el padre del narrador pero lentamente averiguados (la traidora delación, la ejecución toreada y relatada) o bien callados por la historiografía (la ejecución clandestina de Andreu Nin) y sale fuera de las fronteras para recrear las actividades del espionaje británico en la guerra española y fuera de ella.

Fragmentariamente, la reconstrucción de algunos episodios biográficos de Wheeler y del padre de Deza, Julián Marías, y de algún otro personaje, funciona como trama novelesca pura que se presta al instinto reflexivo de un narrador que no se satisface con lo que sabe y desea saber mejor aunque el precio pueda llegar a ser el desvanecimiento o el delito: el desvanecimiento o casi el desmayo ante los vídeos clandestinos que muestran la crueldad de los interrogatorios o de los castigos que son parte de la vida real (aunque para la mayoría de nosotros sea una verdad oculta), y el delito porque ese contagio de la violencia se hace extensible al propio protagonista, capaz de actuar como ha aprendido a hacerlo en ese entorno, de cuya toxina moral no ha sabido protegerse, de cuya amoralidad se ha hecho extensión (¿por qué no se puede ir por ahí agrediendo o matando?) y en la que ha caído como una víctima más de lo que somos potencialmente capaces de hacer (de nuestro rostro mañana, por tanto), y decide jugar con el miedo del otro, del amante de su ex mujer, sin dilemas morales, seguro de hacerla, con el cálculo prudente de proteger a sus hijos y protegerse a sí mismo en el futuro.

La densidad de la novela paradójicamente se disuelve en un esquema narrativo simple o sencillo, porque es sólo el cañamazo para poner al lector (y al propio narrador mientras narra y piensa, y a los propios personajes mientras narran y piensan) ante los conflictos morales y las pejigueras que arrastramos en nuestros actos y nuestros silencios, nuestras sospechas cobardemente calladas o nuestras certidumbres cobardemente precipitadas... La ironía más honda y quizá más amarga tiene que ver con el error de diagnóstico sobre el tipo de sujeto que es el narrador. El informe reservado que decide incorporarlo al equipo lo define como alguien que ha rehuido conocerse a sí mismo, aunque crea conocerse muy bien, y sobre todo alguien que no usa lo que sabe, que no aspira a obtener beneficios de ese don para su propio provecho. La trama de la novela desmentirá ese supuesto rostro de mañana, y es uno de los elementos decisivos para entender la novela como un póquer de problemas sobre la mesa mejor que como crucigrama con las soluciones halladas.

El ternurismo o la blandura de nuestra sociedad democrática, la dócil ficción de un mundo ordenado, es el trasfondo contra el que la novela alza un mapa veraz y selectivo de la historia reciente y del presente, donde los juegos de simetrías están muy calculados y los hechos del pasado relatado tienden a hallar réplicas en la acción del presente, como si todo siguiese igual que en los tiempos en los que Shakespeare -trama textual de toda la novela y hasta de sus subtítulos- urdió sus tragedias porque esas tragedias siguen hablando exactamente para nosotros y sobre nosotros, aunque el modo de vida de Occidente haya tendido a la ocultación de la verdad brutal que nos constituye o haya intentado proteger a sus ciudadanos de verdades y delitos que desactivarían la relativa placidez pueril en que vivimos, ajenos a esos saberes, protegidos de ellos, y por tanto infantilizados. Es Wheeler quien habla en esta protesta melancólica que la novela misma aspira a reparar o a recrear con las acciones y los relatos de sus personajes: "Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral". Está en la página 297 del primer volumen, pero no importa porque se repite de uno u otro modo en los dos tomos siguientes, como tantas otras frases trenzadas que crecen en la resonancia y en la repetición, en los incisos del narrador o en sus propias meditaciones.

Nada de todo esto flotaría, como quiere flotar Wheeler de algún modo en el futuro (en el futuro de la novela que escribirá su amigo Deza, el narrador y novelista Javier Marías, y es la que leemos), si este novelista no tuviese muy en primer lugar el dominio de ese estilo adulto y manso, dúctil en la pesquisa y a veces rancio con descaro, pero también rico en la imagen o el quiebro, incluso el cambio de registro. Es el más fecundo resultado de aquel estilo que describió tan bien Juan Benet en La inspiración y el estilo, ese impulso casi propio de un lenguaje que habla por sí mismo, a veces más allá del control racional del narrador, y casi siempre sugestivo en sus arriesgados demarres, sus digresiones o sus coscorrones a la actualidad política y social (a menudo los más previsibles o banales porque son los más contagiados del columnista semanal, lo he dicho antes). Con el tercer volumen la novela ha crecido en coherencia y en amargura y no sólo es la mejor novela de Javier Marías sino una de las grandes novelas del siglo XX español: como tantas veces sucede en novela, como sucedía con Tiempo de silencio o como pudo suceder con Si te dicen que caí, los novelistas dicen la verdad que todo lo demás tiende a esconder o disimular: la novela o es higiénica y cirujana como esta o es sólo novela vulgar.

 

  JORDI GRACIA

Caricatura: Loredano
Claves de razón práctica,
noviembre de 2007



El estilo del mundo

Caricatura por Víctor Gomollón

La terminación de una novela del calado de Tu rostro mañana, de Javier Marías, con 1600 páginas, cuyo tercer y último tomo Veneno y sombra y adiós, 2007, acaba de publicarse, resulta todo un acontecimiento en nuestras letras. La historia de Jaime o Jack Deza, a caballo entre Madrid y Londres u Oxford, llega a su término y culminación. El primer tomo, Fiebre y lanza, 2002, nos presentaba a Deza –el profesor español de Todas las almas- en un nuevo avatar, su trabajo en el MI6, el espionaje británico, como intérprete o traductor de rostros. El curioso oficio consistía en anticipar los rostros latentes o futurizos. Adivinar lo que dará de sí, cada persona, sus dotes, sus puntos flacos. Ese salto audaz desde el Oxford académico al mundo de Ian Fleming y James Bond, resume tal vez parte del encanto de la novela.

Los personajes de mayor relevancia de Tu rostro mañana son los hermanos Wheeler y su discípulo Tupra, y los dos Deza, padre e hijo. En este último tomo, reaparece Custardoy, un personaje de Corazón tan blanco. El título de este tomo Veneno y sombra y adiós alude al envenenado oficio de Deza, que asiste a un master de vídeos secretos en casa de Tupra, del mismo modo que en el tomo previo, Baile y sueño, 2004, presencia estupefacto el escarmiento del fantoche De la Garza en una discoteca londinense. En este tomo final, Deza vuelve a Madrid de visita, y se convierte en la sombra de Custardoy. Vemos entonces un Madrid de thriller, desde el Museo del Prado hasta el Palacio Real, cruzando por el Hotel Palace, Sol y calle Mayor, entre las estatuas de Cervantes a Larra. Los adioses cervantinos en su famoso prólogo del Persiles resumen acaso el final de la novela, con un caballo nervioso y un auriga bravucón.

Si en los tomos anteriores se nos ofrecían fogonazos de la Guerra civil española -el caso Nin, la traición de un amigo del padre de Deza- en este último tomo, Wheeler nos ofrece una visión terrorífica del juego sucio durante la Segunda Guerra Mundial. La caza del nazi con orígenes judíos.

Los diálogos de la novela son magistrales y en este último tomo llegan, acaso, a su perfección o tensión emotiva. El arte de Marías y de su narrador Deza para tirar de la lengua al longevo Wheeler, y contarnos la muerte de Valerie, es a todas luces una cima de nuestra novela. Digamos que se nos planta ante los ojos, página tras página, driblando las obviedades, el pulso feroz entre dos estilos, el estilo bronco del mundo, despiadado y ominoso, y el estilo del novelista de Madrid, sobrio y guasón. Los homenajes a su maestro Juan Benet son explícitos –la memoria es un dedo tembloroso, pag 269-, pero advertimos citas o ritornelos de Rimbaud, Lope o Lorca, Manrique o Machado, Shakespeare, Stevenson, Eliot o Ashbery.

Los pasajes cómicos o bufos no escasean en Veneno y sombra. “Defendía mis calcetines”, pag 55. La escena de Rico y De la Garza, o la del torero Miquelín dan buen ejemplo de la veta cómica de Marías. Por no hablar de la escena de sexo mudo, todo un alarde narrativo. La foto de Sofía Loren fusilando el escotazo de Jayne Mansfield ilustra con humor un pasaje del libro. La novela completa irradia una pasmosa claridad argumental, digamos el largo viaje de ida y vuelta de Deza entre Madrid y Londres, una experiencia dialéctica brutal, a través de dos idiomas, español e inglés, y de sus dramáticas historias bélicas recientes, a cuya constante exploración y traducción asistimos. Los cabos sueltos o pistas pendientes se resuelven con brillantez. La complejidad de estos dos mundos, una especie de Europa jánica constante, obliga al narrador a una suerte de perpleja reflexión omnipresente. Un hilo de continuidad cavilatoria o pensamiento novelesco que viene a ser la marca o el estilo clásico del novelista madrileño.

Este tomo final alcanza momentos señeros. El padre de Deza recuerda un poema nocturno de Heine: “estas no son nubes...son los dioses de la Hélade”, pag 525. Tu rostro mañana se convierte así en un fiel espejo de la Europa presente: el abismo moral entre la mujer del tranvía de Baile y sueño y Valerie, la esposa de Wheeler. Deza experimenta así, en carne y palabra propias, su personal línea de sombra frente a Tupra y Custardoy: nadie conoce su conducta futura. En suma, una novela colosal sobre el adiós zumbón y melancólico a una Europa ilustrada.

  CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo de Aragón, Artes&Letras,
27 de septiembre de 2007
Retrato de Javier Marías por Víctor Gomollón



Tenía que contarlo

 

«No debería uno contar nunca nada.» Así comenzaba el primer volumen y el conjunto todo de esta gran novela. Cuando el lector cierra su tercera entrega, tiene por cierta, por encima de otra cosa, su necesidad. Tenía que contarse lo que aquí trae su narrador, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, que por momentos se identifica (a través de muchos detalles) con el propio autor, y que en otros construye ficciones imaginarias que pueblan algunos de los más impresionantes acontecimientos del siglo XX, singularmente las dos guerras, la española y europea, dadas según lo oído a otros.

Sentimiento de despedida. Hay una diferencia fundamental entre esta tercera entrega y las dos anteriores: la piedad, la mirada que el texto cervantino del prólogo del Persiles nos había convocado en las anteriores: adiós, amigos... encarna aquí en el sentimiento de despedida tanto de Peter Wheeler (Russell) y de Juan Deza (Julián Marías), cuando en impresionantes escenas, de confesión en el primero, y de emocionada conciencia de final en el segundo, vienen a cerrar el gran friso de historias dramáticas vividas por ambos, historias que tenían que contarse, que debían contarse, y quizá solamente pueda hacerlo ahora quien al darlas ha ofrecido algo más que su mejor novela, porque siéndolo sin duda alguna, es mucho más que palabra: quizá sea la obra de su vida, una herencia ética, la postulación de que sólo a la literatura verdadera corresponde entrar en los rostros del ayer y prever, advertir desde ellos los del mañana.

Leyendo la conversación con el padre y el párrafo que la cierra (p. 526), o reflexionado sobre la muerte a propósito del cuadro Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien (pp. 408-411), un lector español asiste a algunas de las mejores páginas que se han escrito en nuestra lengua en muchos años, por la enjundia y capacidad reflexiva que uno está acostumbrado a leer en Thomas Mann, Henry James, Virginia Woolf, Proust o Conrad. Discursos interiores que se pliegan y repliegan a un ritmo, el famoso stream of consciousness, técnica que sostiene la mayor parte del discurso, y sin duda la que transfiere lo mejor de la obra.

«¡El horror, el horror!» Entre las dos conversaciones con Wheeler y las dos habidas con el padre, hace intervenir otras escenas de no menor enjundia, como las habidas con Bertrand Tupra y en especial la larga secuencia del pase del DVD, que haría exclamar al lector las palabras que pronuncia Kurtz al final de El corazón de las tinieblas: «¡El horror, el horror!». Lo que había adelantado en las imágenes tremendas de la espada de Baile y sueño, es recogido aquí en otras muchas que mueven a reflexión sobre la tortura, el miedo, la crueldad y cuánto puede el hombre hacer y cuánto ha hecho (y hace) en desgracia de sus semejantes, enemigos o incluso amigos. Fin de siglo, pero advertencia shakespeareana (Yago, Enrique V, Ricardo III) de cuánto anida en el corazón del hombre cedido a sus instintos de posesión, supervivencia o situaciones extremas. Pocas veces en la europea y más raramente aún en la española se han dicho con igual fortuna premonitoria las condiciones, sucesos y consecuencias del cainismo vivido por esas guerras. Wheeler y Deza padre los vivieron, y el hijo trae aquí como si fuese una lección premonitoria, como si hubiese que traer el de ayer para conjurar el rostro de mañana y no tener que figurarlo ninguna otra vez.

Novedad de esta tercera entrega es que incluye algunos excursos cómicos (como la visita a De la Garza en presencia del profesor Rico, el juego con la estampa de la Loren y la Mansfield, o la humorada sobre la cohabitación vivida con Pérez Nuix). Junto a estos descansillos que la aligeran y permiten al lector cobrar aliento, hay que anotar la fortuna novelesca de la trepidante y narrativamente muy bien llevada historia del desamor de Luisa, y la que resulta de la soberbia persecución de Custardoy, que Marías aprovecha para recorrer sus propios escenarios madrileños con una precisión a prueba de vida.

A contraluz. Es mucho más lo que hay en esta novela, porque incluso un episodio banal, como esperar junto a la canguro polaca de tus hijos en la que fue tu casa, mueve reflexiones y situaciones retratadas con esa perspicaz mirada que todo lo somete a reflexión. Y vengo con ello a otra necesidad: la del «estilo Marías». Hay quienes piensan todavía que el estilo es floritura, adjetivación sonora o festín cascabelero. Pero hay otra forma de estilo: el de la arquitectura mental, el que sirve a ella, el que la llena de inflexiones y pausas, para ver cada cosa a contraluz, con sus insidiosos, felices o frustrados flecos conjeturados. Cada cosa que haces y piensas y a menudo haces y piensas al hacerla, la resuelve Marías en un modo peculiar de inteligencia. Podría decirse que el estilo de Javier Marías es la manera de comunicar al lector una arquitectura mental, de invitarle a ver por dentro, como si los rostros que una novela pudiera dar a conocer ofrecieran más cicatrices, más pliegues, más rincones que los comunes. Por fortuna es así en las buenas.

El «estilo Marías» tiene algo de hipnótico, porque te lleva donde quiere, y ese sitio resultó tener más posibilidades de las que creías al principio. La raíz de su peculiar estilo es que sirve a la arquitectura de la inteligencia. Y se ha entregado con ella a ofrecer el testimonio necesario de horrores heredados que nos hacen prevenir los rostros del mañana. Obra maestra. Creo que es su obra, y que lo será por mucho tiempo.

 

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS

ABC de las artes y las letras,
29 de septiembre de 2007

Foto de Sir Peter Russell

 

Marías y la novela

 

No todas las novelas son literatura. Sí lo son las de Javier Marías, aunque hay personas que niegan que sean novelas. Claro que la narrativa no tiene por qué seguir las normas de los géneros decimonónicos, y habría qué ver a qué clase de artefactos literarios estamos llamando novelas en el siglo XXI, después de que la novela fuera destruida y reconstruida en el XX. Explorando Internet he hallado indignadas quejas de algún lector que esperaba encontrar en Tokyo ya no nos quiere, de Ray Loriga, algo así como un Blade Runner trufado de costumbrismo hispánico. Pero ese libro inquietante donde se relata un presente recomenzado (lo único que queda cuando la memoria desaparece) quizás sea un libro de poesía, y por eso ciertos lectores de ciertas novelas (¿los que se quejan de las de Javier Marías?) no saben por dónde cogerlo. También Javier Marías ha dicho que sus últimas obras tienen que ver con la poesía. Se cuentan muchas cosas en la trilogía Tu rostro mañana, pero todo cuanto se relata y se dice y se nombra sale de un discurso obsesivamente ajustado a sus ritmos y al trabajo concienzudo del lenguaje. Sin duda esto es literatura en estado puro, pero el arte puro ha pasado a la historia, y lo que hace hoy la literatura es, una vez más, poner al lenguaje a trabajar para dar la visión de un mundo y la medida de sí mismo y de sus propias posibilidades en la tarea. Hace poco, durante una entrevista, Javier Marías comentaba la violencia que percibimos en los medios de comunicación. Nada podemos hacer para influir sobre ella. Es constante, ajena e imparable. Nos insensibiliza, pero «nos hacer concebir el mundo como un lugar mucho peor de lo que lo han percibido todas las generaciones anteriores».

«Seguramente -añadía el entrevistado- lo es si uno conoce todo lo que pasa hasta en el último rincón, pero no en una vida normal, en la que uno recibe la dosis de horror y violencia que tenga la mala suerte de recibir». Es virtud propia del escritor describir la experiencia de muchos como pocos saben hacerlo. Así, el último libro de Javier Marías aspira a hablar «de los contemporáneos, y de cómo somos y nos portamos». Pero estos libros que se llaman novelas nos avisan mediante su nombre de que son ficciones, de que son, como dice el propio Javier Marías, «un artificio y en esa medida no aceptan ciertas cosas como reales, aunque lo hayan sido». Conviene, de vez en cuando, recordar estas lecciones básicas de literatura precisamente por serlo. Entenderemos así que una buena historia puede arruinarse en una mala novela, y que es la pericia (el arte) de Javier Marías lo que hace que sean tan buenas sus historias.

 

MARÍA MAIZKURRENA

El Correo digital,
9 de octubre de 2007
Caricatura: Mikel Casal

 

Adiós a todo

 

Javier Marías (Madrid, 1951) entrega la tercera y definitiva parte de la trilogía Tu rostro mañana. Uno de los más ambiciosos proyectos de la narrativa española contemporánea, en el más conceptual estilo de quienes ensayan sobre nuestra misteriosa y enigmática existencia. Tras Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004), con Veneno y sombra y adiós (2007), consigue asociar de forma magistral esa capacidad de mezclar ficción con una velada realidad tangible como se demuestra hacia la mitad de la novela, tras un inesperado regreso a Madrid del protagonista que evidencia cuanto se adivinaba en toda la historia.

Jacobo Deza consigue poner orden en su vida, pese al contundente deseo de no contar nada con que comenzaba Fiebre y lanza, o ese anhelo que instaba a que nadie fuera capaz de preguntar, ni rogar consejo, favor o incluso atención, en Baile y sueño, de guardar un secreto, mintiendo o traicionando para así poder adentrarse en una laberíntica trama capaz de interpretar aquellos fantasmas que asolaban su existencia y, por extensión a quienes, como él, no fuesen capaces de discernir ficción y realidad. Extraña forma de vida que lo alejará de todo para volver, como algunos años antes, tras su estancia en la universidad de Oxford, de nuevo a Inglaterra, ahora a Londres, quizá el único lugar del mundo donde la realidad nunca resulta como parece. De hecho, será contratado como traductor por un extraño grupo surgido del famoso MI6, tras la Segunda Guerra Mundial. De la mano de sir Peter Wheeler, un anónimo Jacques, Jaime o Jacobo, dilucidará sobre páginas de historia universal, incluida la crueldad y el odio en el mundo o acerca de una sociedad frívola o incrédula, en el mejor arranque de las tres entregas, en una especie de ensayo continuado que proviene de sus columnas semanales y ofrece una disección de los aspectos más inusitados de lo cotidiano: la política, la cultura, la economía, la telebasura y arremete, incluso contra los gobernantes locales de las últimas décadas. Marías se mueve perfectamente en este terreno, pero desciende en calidad para contar la historia personal de Jacobo Deza, y alcanza sus mejores logros cuando conversa con dos de los personajes que representan al padre de Deza y al profesor Wheeler, en realidad sendos viejos que forman parte tanto del pasado del protagonista narrador como del propio novelista.

Profundidad y elegancia convergen en muchas de las páginas de Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombra y adiós con que se completa esa visión narrativa acerca de las interpretaciones, las intuiciones, los credos y las visiones del ser humano tras un devastado siglo XX que pregona un presente siglo con semejantes premisas al anterior. Novela de amor, indaga sobre el sentido de la culpa o la añoranza del pasado, quizá los únicos pasajes humanos del relato porque insiste en los malos tiempos que nos han tocado vivir, tan soberbios como jactanciosos, donde triunfan desaprensivos, la corrupción generaliza a izquierdas y derechas y el desprecio por la intimidad es total porque justifica lo injustificable. Maestro de la digresión, sabio erudito, Marías, campea por temas como el cine, la pintura, la literatura y otras aficiones propias. Como cualquier lector inteligente pudiera esperar, el autor deja sin explicación algunos de los episodios vividos con la joven Pérez Nuix, con Beryl o su relación con Tupra, De la Garza o su vecino bailarín, incluso el trato, mejorado, con Luisa, su ex y sus propios hijos, porque la novela, como señala uno de sus personajes reales, Francisco Rico, cuando ha dejado de ser un espejo a lo largo del camino, fácilmente se convierte en un camino a lo largo de un espejo.

PEDRO M. DOMENE

Mercurio,
noviembre de 2007

 

Tu rostro mañana 3. Veneno y sombra y adiós

 

Javier Deza amplía el relato de su vida en la nueva entrega de la faraónica novela Tu rostro mañana. Javier Marías añade tres episodios a la peripecia de este español contratado por los servicios secretos ingleses para “traducir” personas y prever su comportamiento. Su implacable jefe le inocula el veneno de la violencia en el primero. En el siguiente, se convierte en sombra de algún personaje. El tercero concluye su tormentosa trayectoria, establecido ya en Madrid, y, se produce el adiós de la historia particular y de las personas que han participado en ella.

Los sustantivos subrayados forman el subtítulo y condensan con laconismo la línea anecdótica y los temas principales que se desarrollan. El enunciado Veneno y sombra y adiós altera un poco la simetría de los subtítulos de los dos libros anteriores (Fiebre y lanza y Baile y sueño, por este orden) y añade un tercer sustantivo para proponer un desenlace ambiguo. Se diría que el autor ha concebido el conjunto del relato como una novela de maduración a cuyo final el aprendizaje de Deza se muestra a la vez cumplido e incompleto. Por un lado, parece un borrón y cuenta nueva (imito el gusto por las frases hechas del narrador), y, por otro, se da una situación algo circular que abre un horizonte incierto, quizás porque se busca un verdadero realismo, el de la existencia; las historias se cierran en las novelas, pero en la vida no.

Esta perspectiva abierta deja en suspenso un balance biográfico que pivota sobre un tan agudo sentimiento de la temporalidad que una y otra vez vuelve sobre la contingente condición humana: todo es dolor, violencia y muerte, presencia ésta –natural o forzada– reiterada, abrumadora de la novela. A contar esa vivencia con infatigable lucidez analítica se pone Deza. Esto es lo primero que llama la atención, la prosa que plasma un discurso mental obsesivo; prosa de periodo amplio que enlaza proposiciones y proposiciones, pone enumeraciones acumulativas larguísimas, encadena por sistema disyuntivas (ni, o), matiza el sentido de un término o locución, se recrea en la precisión lingüística (a propósito, por ejemplo, de expresiones coloquiales), puntúa de modo algo extraño (sobre todo, por emplear la coma donde el sentido lógico exigiría el punto)… Elementos, en suma, de un acercamiento a la realidad especulativo, propio de quien busca la verdad por el único camino accesible, aunque sospechoso, el lenguaje. La conciencia de Javier aflora por medio de este torrente verbal, al que no debe pedírsele la simple corrección idiomática porque sería una falsificación de su carácter y situación; le conviene esa expresividad hecha de meandros, circunloquios y silogismos que concuerda con su estado, porque aquí cabe aplicar la vieja creencia de Bufón de que el estilo es el hombre.

Aun sin olvidar este planteamiento, hay algunos usos, no muchos, discutibles. Lo importante, sin embargo, es cómo Marías levanta un imponente edificio de prosa retorizada para poner a la vista un sentido del mundo radicado en la mente del narrador. Una prosa tan suya y, sin embargo, ahora adelgazada. Sigue siendo un estilo culto y antinaturalista, en la estela benetiana (otras huellas más de Benet hay), pero limpia de ostentaciones cultistas, de términos rebuscados que perjudican a sus libros anteriores. No es éste el único cambio, y para bien. Otro en apariencia menor, pero de enorme importancia en el conjunto del libro, es la irrupción de una veta humorística más franca, sin prejuicios, en algunas situaciones. Y cambio capital supone la entrega entre tanta disquisición erudita a la narratividad.

Marías tiene el instinto, el olfato y la capacidad del narrador nato según lo mostraban sus primeras novelas adolescentes, aunque allí todo fuera un tanto paródico. Entender la novela como ejercicio intelectual le ha apartado, me parece, de esta cualidad tan importante de la ficción. Aquí, en este trecho final de Tu rostro mañana, al contrario, recupera sin complejos la narración de sucesos interesantes con valor intrínseco y le salen unos cuantos pasajes en verdad magistrales, de tensión anecdótica absorbente, con fuerza descriptiva impresionante, incluso de puntillismo costumbrista con base en una observación penetrante.

Estos cambios no alteran la condición ensayística de un relato intelectual de alcance moral, también en esto un grado más nítido quizás que en ocasiones anteriores. Todo ello nos lleva a percibir en el monumental empeño de Marías algo así como una fábula ética de los tiempos modernos. El balance global del mundo que sale es atroz. Y el particular, el de los individuos, amargo y desesperanzador por su crudo retrato de la soledad.

Los cambios señalados benefician narrativamente la riqueza especulativa y la densidad moral de Veneno y sombra y adiós y la novela alcanza la plenitud de la gran obra memorable. Es, creo, la mejor de Marías por el logro que aquí consigue: la plena fusión de lo intelectual, cordial y emocional en una historia real y simbólica, y amena, en la medida en que esto es posible en un relato muy exigente (y muy largo, además). Pone el autor el listón tan alto que le será difícil superarlo.

SANTOS SANZ VILLANUEVA

El Cultural, El Mundo,
11 de octubre de 2007

Conviene estar atento

 

Ya puede decirse: Javier Marías (Madrid, 1951) se ha convertido en el escritor contemporáneo que con más solvencia usa el flujo de pensamiento. Sus protagonistas pertenecen a esa extraña estirpe en la que la locuacidad ensimismada se funde con la inteligencia más despierta. Los tres volúmenes -no trilogía- que componen la extensa novela Tu rostro mañana -Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y, ahora, Veneno y sombra y adiós- son la mejor muestra del dominio narrativo y de los dominios personales del escritor. Si hubiera que recordar en el futuro lo que Marías ha hecho por el avance del arte narrativo solo habría que mostrar encuadernadas las más de 1.600 páginas que suman los tres títulos. Tal envergadura es toda una descortesía hacia sus lectores, bien lo sabe; ellos, sin pesar, habrán de devolverle el gesto, agradecidos tanto por el placer de la lectura cuanto por lo que supone convivir con una de las cimas literarias de la década.

Dispuesta en forma de tríptico, la novela continúa las peripecias de Jacobo Deza, un "intérprete de vidas" reclutado por los servicios secretos británicos. La obra en marcha deviene espejo de un sustancial cambio en el mundo tras el ll-S. Pasado ese tiempo, la voz narradora ya no puede ser la misma, así como tampoco lo es la experiencia del escritor, tan cercano al universo de Deza: el mundo se ha vuelto más "melindroso", y algunos seres queridos ya no están entre los vivos. La evidencia de estar asistiendo a un tiempo de decadencia globalizada convierte la escritura en una obligación moral para el propio Marías. Más que nunca, en este último volumen de Tu rostro mañana se aprecia la intromisión de la vida civil en la artística, aunque el resultado está muy lejos de convertirse en manifiesto. Eso sí, se ofrece una abismada reflexión sobre la contemporaneidad; aún más, es un esfuerzo narrativo que persigue una perspectiva global sobre asuntos mayúsculos como la muerte, el dolor, el miedo, la amistad, la educación, el Estado, el mal, la venganza o el lenguaje, con alguna puya suelta, el humor de siempre y un quedarse-a-gusto muy saludable.

Este tercer volumen logra arrojar algo de luz a todo cuanto debería concernir al lector, tan afanado por insignificancias y ajeno a los intereses principales en la existencia (sobrevivir, sin ir más lejos). Si es cierto que cada cual asiste a su relato -se es protagonista directo de lo vivido-, lo es también el que uno sólo vea lo que desea ver, en un autoengaño permanente que encenaga cualquier acto cotidiano. Como reactivo a esa progresiva tendencia generalizada, cabe hablar también del esfuerzo de Marías por socorrer con su prosa en la conquista de la vida, bajo la idea valerosa de acabar siendo el que se es de veras, y no una sombra que muestra con orgullo su ignorancia ("satisfechos insipientes", les llama uno de los de la historia). El análisis pormenorizado de lo que acontece en la mente de los personajes, sustentado por bifurcaciones y acumulaciones disyuntivas, es la estrategia que pone en funcionamiento el autor para reflexionar sobre el tiempo. Suspender el tiempo es hablar de él con eficacia, aunque eso no impide que en alguna ocasión monte escenas al ritmo endiablado de la cineasta Thelma Schoonmaker. Por todo, no es ocioso afirmar que Tu rostro mañana es la novela que Marías esperaba escribir en esta vida. Veneno y sombra y adiós es el mejor volumen. Para él, los galardones; para su posible lector, el premio de salir del tríptico siendo alguien muy distinto.

 

ENRIQUE TURPIN

El Periódico, Exit, 4 de octubre de 2007

 

Tu rostro mañana

 

Tu rostro mañana: Veneno y Sombra y Adiós (Alfaguara) cierra la trilogía que Javier Marías abrió en 2002 y mil seiscientas páginas más tarde creo que puedo decir que es la mejor novela española contemporánea que he leído. Es más, si tuviera que enumerar las cinco mejores novelas contemporáneas en español, Tu rostro mañana compartiría ese privilegio con Cien años de soledad (García Márquez), Conversación en la Catedral (Vargas Llosa), Rayuela (Cortázar) y La Habana para un Infante difunto (Cabrera Infante). Para mí -por lo tanto- desde que los genios del Boom latinoamericano publicaron sus obras maestras en la década de los 60, ningún novelista en español había escrito una novela de una ambición formal y de una profundidad humana semejantes.

Tu rostro mañana propone una reflexión literaria sobre la violencia, el poder y la responsabilidad, para lo cual despliega una técnica narrativa que supone la lenta duración en los mismos términos en que Fernand Braudel la definió para el análisis histórico, y una mirada que podríamos llamar caleidoscópica porque consiente varios puntos de vista (personales, temporales, circunstanciales, etc.) sobre un mismo tema o acontecimiento. Marías explota estos recursos hasta límites insospechados, aunque no por razones técnicas y por lo tanto formales, sino porque es la única forma posible de explorar los entresijos y recovecos de una condición humana que consiente la duda y la certeza, la coherencia y la ambigüedad, el valor y la cobardía, la decencia y la ausencia de escrúpulos. ¿Por qué Marías narra durante docenas de páginas un acto que apenas transcurre en diez o quince minutos? Porque a veces diez o quince minutos son suficientes para que nuestro rostro cambie para siempre. Y lo que narra Marías -como Ovidio, como Kafka- es sólamente la metamorfosis.

Las religiones orientales se diferencian de las occidentales -entre otras cosas- porque no les interesa la verdad, sino el camino hacia la verdad, que según algunas religiones se llama tao y según otras shinto. ¿Por qué Marías escribe con brújula? Porque lo importante es el camino en sí. Un camino, un sendero, un río. Heráclito nos enseñó que nadie se baña dos veces en el mismo río y Marías nos propone que quizás quien se bañe tampoco sea dos veces la misma persona. Si el río fuera un espejo, Javier Marías diría que ninguna imagen refleja dos veces el mismo rostro. Pero entonces ya no hablaríamos de Heráclito, sino más bien de Platón y del mito de la caverna, porque el hombre que sale de la caverna también se extraña de sí mismo.

No podría demostrarlo sin la colaboración del propio Javier Marías, pero ya que los momentos más memorables de la novela son las evocaciones de las conversaciones de Jacobo Deza con su padre Juan Deza, o los contrastes entre la vileza de muchos personajes y la decencia inmarcesible del propio Juan Deza, sospecho que en la vida real Javier Marías ha disfrutado de muchos ejemplos y conversaciones tan enriquecedoras y ejemplares como las que sugieren Juan y Jacobo Deza en la ficción.
Como ha demostrado Pilar Roldán en Hombre y humanismo en Julián Marías (2003), el pensamiento de Julián Marías se articulaba en niveles que representaban distintas estructuras del conocimiento humano (nivel analítico, nivel empírico social, nivel empírico individual y nivel personal) y en Tu rostro mañana Javier Marías reflexiona literariamente sobre la violencia, el poder y la responsabilidad, desde diferentes niveles narrativos que casi equivalen a los que Julián Marías distinguía en el plano del conocimiento. ¿Quiere decir que la lectura de Julián Marías subyace en las novelas de Javier Marías? No necesariamente, pues estoy seguro que a Javier Marías le basta con el recuerdo de aquellas conversaciones ejemplares y enriquecedoras que atesora en su memoria, tal como sus lectores recordaremos las lecciones de Juan Deza en Tu rostro mañana.

 

FERNANDO IWASAKI

ABC (Sevilla), 17 de octubre de 2007

 

Javier Marías y el veneno moral

 

Javier Marías no ha perseguido nunca de manera grosera y oportunista la contemporaneidad temática en sus obras, pero el asunto de esta novela -el veneno- sintoniza con la era del Polonio 210, o sea con una época en la que acaba de inventarse la «bomba atómica unipersonal», que estrenó en sus carnes no hace mucho con notable -si bien trágico- éxito el desafortunado espía Litvinenko. En esta novela -también de espionaje- el veneno adquiere un significado argumental y a la vez metafórico, una dimensión física y al mismo tiempo moral. De hecho es moral todo el planteamiento de Tu rostro mañana desde el momento en el que su héroe era reclutado para los servicios secretos por su estrafalario don consistente en conocer, a través de la observación de los rostros, la catadura ética de los individuos y su destino de lealtad o de traición.

En realidad Marías lo que hace en esta trilogía narrativa que se inició en el 2002 con Fiebre y lanza y prosiguió en el 2004 con el volumen Baile y sueño hasta encontrar ahora su broche definitivo es fabular, fantasear, especular «creativamente» con el hecho moral, salirse del territorio de la razón y la reflexión ensayística para entrar en la lógica paranoica de la ficción pues estamos a fin de cuentas ante una novela. Lo que Marías nos dice y da por hecho con estos personajes que practican gratuitamente el mal es que el «fenómeno moral» es importante en la vida aunque ésta lo trate como si no lo fuera y como trata todo lo grave, aunque lo banalice y lo reduzca a puro juego. Jacobo Deza, el dramático y humorístico personaje que ya jugaba amoralmente con «lo moral» en Todas las almas, no es mejor que Tupra, el perverso discípulo de los hermanos Wheeler, el inoculador de venenos mortales, así como quien en calidad de jefe de esa siniestra oficina del crimen donde el horror se burocratiza le impone asistir en su propio domicilio a un abyecto master de vídeos secretos.

Y no es mejor tampoco que Pérez Nuix, el personaje femenino de sangre inglesa y catalana que le ha de pedir un favor y con el que le unen lazos sentimentales, o Custardoy, el rival al que debe seguir y con el que mantiene un duelo que roza lo onírico. No es mejor aunque actúe por el bien de su familia y de ese hogar madrileño al que regresa para reencontrarse con Luisa, su esposa.

La familia es otro de los referentes que contrastan con el ejercicio del terror y que lo banalizan en esta en la que la violencia adquiere en un momento determinado un tratamiento 'jungeriano' por el cual quedará justificada en un plano amoral en la que puede ser extraída teóricamente de la realidad presente y de lo humano para instalarse en el plano histórico y antropológico, el que hace argumentar a todos los genocidas que «sólo la historia podrá juzgarles».

Veneno y sombra y adiós es, como las dos anteriores entregas de Tu rostro mañana, una novela excelente y profundamente ambiciosa en la que el carácter filosófico se mezcla con el lúdico, con la madurez de un estilo absolutamente personal y con el goce puramente narrativo.

 

IÑAKI EZKERRA

El Norte de Castilla,
13 de octubre de 2007

La muerte en directo

 

Veneno y sombra y adiós, de Javier Marías, es el tercer volumen de una novela que, completa, rebasa las mil quinientas páginas. Su título: Tu rostro mañana, una obra cuya primera parte se publicó en 2002 (Fiebre y lanza), la segunda en 2004 (Baile y sueño) y la tercera ahora, en 2007. En esta última entrega -que pasa de las setecientas páginas- hay todo un mundo: remite, por supuesto, a ese ciclo al que pertenece y a otros libros del propio Javier Marías: a Todas las almas, principalmente, pero también a Corazón tan blanco o a El siglo. Etcétera.

En Tu rostro mañana hay un personaje que es a la vez narrador, alguien llamado Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, un antiguo profesor español que estuvo en Oxford. La historia que nos cuenta ocurre después de haber abandonado la docencia:
relata su paso por un grupo especial del Servicio Secreto inglés (el MI6), encargado de espiar vaticinando (ocupado, en fin, de hacer informes de individuos a partir de los indicios que la vida y el rostro de los otros ofrecen). La narración en primera persona tiene una sintaxis especial, la que es tan característica de Javier Marías: la oración de período largo, la amplificación, la reincidencia deliberada, la salmodia que repite como cifra y enigma frases o invocaciones frecuentemente shakespearianas, frases o invocaciones que encierran proverbio y misterio.

¿Es ésta una historia de espías? Tu rostro mañana empezó así, pero su cierre -la ultima parte que ahora leemos- acaba
siendo un relato de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano, de lo fatal y de lo imprevisto. Veneno y sombra y adiós está narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de espías. Por tanto, más que una novela de género es una historia de lo ordinario, de lo común, de lo que al protagonista le sucede, pero también lo que a todos nos acaece: adaptarse a un porvenir que ya es presente, interpretar la vida, conjeturar el significado de las cosas que ocurren y que acaban. Es la suya una palabra confesional que se asemeja a la voz de un monólogo interior: con inevitables digresiones (como es la vida), con los meandros propios de la reiteración. Aunque alguien nos cuenta -ese Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza- hay diálogos internos que se transcriben en estilo indirecto y en estilo directo, con personajes relevantes y muy locuaces: entre otros, el jefe de los espías (Tupra) o un profesor oxoniense Peter Wheeler, amigo del protagonista. En este libro, como en otros de nuestro autor, es común que alguien relate al narrador algo pasado, cotidiano y pavoroso a la vez, familiar y terrible: algo que nosotros leeremos gracias a su transcripción o evocación y que suele ser una experiencia de dolor, de incertidumbre, de miedo.

En esta obra (como en otras de Javier Marías), el narrador es impresionable, bravo y pasivo a un tiempo, previsible y asombroso, dotado de una imaginación enfermiza y creativa: sabe mirar las cosas del pasado y del presente y piensa; aventura significados a acontecimientos o a viejas fotografías que parecían no tenerlo; comete actos de los que no se creía capaz. Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza es como otros personajes característicos de Marías: «Ocultos hasta el punto de asimilar su vida a la evanescente condición del fantasma, de lo impreciso», decía Elide Pittarello, «estos sujetos captan sobre todo el lado en sombra de la realidad». Son sombras: y así se siente también el protagonista de Veneno y sombra y adiós, pura nube sin espesor, aire que sale por la boca, volumen que asiste a su lenta difuminación. Muere su padre, muere su amigo Wheeler: él mismo se sabe condenado, pues ya no es joven...

«Siempre que muere alguien», dijo una vez Javier Marías en un artículo, «una de las cosas que más me chocan y me resultan más incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos». ¿Qué pasa con ese patrimonio de experiencias?, se preguntaba Marías. Una manera de retenerlo -tal vez la única- es materializarlo en un relato: un documento que testimonie lo vivido. Lo que se pierde puede ser objeto de narración, pero también de especulación cuando nos faltan datos. En Veneno y sombra y adiós, el narrador y antiguo espía -que en las entregas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados- ahora renuncia a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de alguna de sus conjeturas, de alguno de sus augurios: la muerte violenta. O quizá esa lenta difuminación del yo que a él también le sucede. El narrador mira, pero sobre todo habla, habla sin frenarse, para así sobrevivir, para detener la descomposición: presuponiendo con detalle, pormenor y circunstancia; dejándose conducir por los hechizos del azar. Divaga sobre lo que ve y sobre lo que él mismo es (no está clara cuál es su identidad fija); confiesa con elocuencia, con asombro, con porfía, admitiendo, en fin, la vida condenada.

 

JUSTO SERNA

Levante-El Mercantil Valenciano (Posdata),
9 de noviembre de 2007