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Lástima, pero adiós
Tal
vez sea esta última, como se ha dicho, la mejor de las tres
entregas que conforman el monumental proyecto narrativo que Javier
Marías ha titulado, de nuevo acudiendo a Shakespeare, Tu
rostro mañana. En todo caso, ahora que ha concluido, la
trilogía en su conjunto puede ser calificada como la cumbre
del arte narrativo de Marías y, sin lugar a dudas, como una
de las referencias mayores de la novela española contemporánea.
Esto es así, se pongan como se pongan sus detractores, y nadie
diría lo mismo, por ejemplo, de su insospechado amigo el también
académico y retroadmirador de las mujeres-vestidas-como-Dios-manda,
bendecido últimamente por la crítica. Porque hay unanimidades
sospechosas y otras que parecen lógicas o inevitables. Porque
al margen de la opinión que el estilo ampuloso de Marías
y su sintaxis deliberadamente tortuosa merezcan a los lectores, éstos
tienen que rendirse a la excelencia de una escritura que no tiene
igual, hoy por hoy, en las letras españolas, por su singularidad,
por su ambición, por su capacidad analítica, por su
densidad moral. Así es que el itinerario de Jacques, Jacobo
o Jaime Deza, que tiene su origen remoto en Todas las almas,
ha tocado a su fin, al menos de momento, pues la progresiva identificación
del autor con su protagonista (con el que comparte experiencias y
opiniones y una cierta visión, más bien negativa, del
mundo) no permite no descartar futuras evoluciones del personaje,
al que aquí se despide de vuelta a Madrid, luego de dar por
cerrada su intensa experiencia como traductor de vidas al servicio
del espionaje británico.
Además, claro, del propio Deza, en Veneno
y sombra y adiós reaparecen los principales personajes
de una novela que, teniendo en cuenta su más que considerable
extensión, tampoco abunda en ellos: el inquietante Tupra, su
jefe, que después de ejecutar el castigo al ridículo
embajador De la Garza obliga a su empleado español a visionar
-en una de las escenas memorables de la nueva entrega- una serie de
vídeos de contenido atroz; o su compañera de trabajo
la joven Pérez Nuix, con la que Deza mantiene una extraña
relación sexual de una sola noche; o su mujer Luisa, de la
que sigue separado, y cuyo nuevo amante, el infame Custardoy, desempeña
un papel importante en el desenlace de la trilogía. El adiós
del título puede entenderse en varios sentidos o direcciones,
puesto que implica el cierre de la serie y la despedida del protagonista
de Londres y de su trabajo en el "edificio sin nombre",
pero es también la despedida de dos figuras decisivas en la
vida de Deza, bien reales para Javier Marías: su padre, trasunto
apenas velado de don Julián Marías, y su maestro sir
Peter Wheeler, el admirado profesor (Peter Russell) de los años
de Oxford. Las entrevistas que narran los encuentros con uno y otro
-ambos envejecidos y achacosos, pero invariablemente lúcidos-
son además de conmovedores homenajes un canto a valores y cualidades
en desuso, encarnados en dos hombres de trayectoria impecable que
están en el sustrato de la formación intelectual y moral
del escritor madrileño.
Hasta aquí los personajes, pocos, ya se ha dicho. Porque el
verdadero protagonista es en última instancia el lenguaje,
las palabras (todos hablan o piensan de la misma alambicada y sutilísima
manera), que sirven de vehículo a hondas y matizadas reflexiones
sobre el amor y el desamor, sobre el dolor y la violencia, sobre el
castigo, la responsabilidad y la culpa, sobre el paso del tiempo,
la vejez y la muerte. No hay aquí, como de costumbre, apenas
acción, o ésta apenas sobreviene, con esa lentitud proverbial,
entre las largas parrafadas que reproducen las reflexiones y vacilaciones
y ampliaciones y glosas y recuerdos del narrador, una cabeza que no
deja de pensar, una mirada que no descansa. Es un estilo, el de Marías,
que siendo todo lo contrario de lo que entendemos por trepidante,
logra desde el principio seducir y atrapar, pese a que el hilo narrativo
se suspende o se pierde y se retoma entre continuas digresiones que
a veces toman la forma de pequeños ensayos. Se entiende que
haya lectores a los que irriten la morosidad y el tono especulativo
de una prosa que se inscribe orgullosamente en la tradición
del gran estilo propugnada por Benet, pero no cabe cuestionar su poder
de seducción ni, menos aún, su calidad artística.
Puede que ese estilo peculiarísimo se haya hecho más
narrativo (hay aquí más escenas, más historias
de lo habitual), pero la propuesta estética de Marías
sigue siendo en lo esencial la misma. También algunos han percibido
una veta cómica más acusada, pero el humor (profesor
Rico incluido) ya estaba, como el narrador entonces innominado, en
Todas las almas. La larga espera, en fin, ha merecido la
pena.
IGNACIO F. GARMENDIA
Granada hoy, 18 de octubre de 2007
Tu rostro mañana.
3 Veneno y sombra y adiós
A
mediados de los noventa, había consenso entre los escritores
latinoamericanos de mi generación a la hora de admirar la obra
de Javier Marías. Discutíamos sobre si Mañana
en la batalla piensa en mí era superior a Corazón
tan blanco, defendíamos las virtudes de Todas las
almas, nos rendíamos ante Vidas escritas. Como suele ocurrir,
el tiempo hizo lo suyo, y los caminos de algunos admiradores empezaron
a bifurcarse a partir de Negra espalda del tiempo, el libro
más incomprendido de Marías. La publicación del
primer volumen de Tu rostro mañana, la ambiciosa trilogía
que ahora llega a su fin con Veneno y sombra y adiós,
dividió las aguas de una vez por todas: hoy, en una esquina
se encuentran los que la defienden como la novela fundamental de este
principio de siglo; en la otra, los que piensan que Marías
no ha hecho más que reescribir, en clave manierista, Todas
las almas.
Nadie es indiferente ante Marías, y eso
es una virtud. Veneno y sombra y adiós reavivará
los elogios y los agravios, pero no logrará muchos conversos,
pues aquí la propuesta narrativa de Marías se radicaliza
hasta un extremo. Los que estaban fascinados por ella ratificarán
su maravilla: los que la juzgaban un callejón sin salida dirán
exasperados que por ese camino no había otra que toparse contra
la pared. Es cierto que Tu rostro mañana no tiene
esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato de otras novelas
de Marías como Corazón tan blanco y Mañana
en la batalla piensa en mí; a cambio de un texto redondo
tenemos, sin embargo, una notable ambición totalizadora, casi
desaparecida en la novela contemporánea.
Veneno y sombra y adiós cierra la historia de Jacques
o Jacobo o Jaime Deza, el narrador hiperreflexivo de la trilogía
que trabaja para un servicio secreto inglés y se especializa
en estudiar los rostros de las personas para así saber qué
es lo que harán en el futuro; en clave de ficción culta,
lo suyo, la “presciencia”, no está muy lejos de
los que hacen los precogs de Philip K. Dick en Minority
Report. Los precogs, de hecho, también ayudan
a la policía a enterarse de los crímenes que ocurrirán
en el futuro. A Marías siempre le interesó el qué
hacer con lo que sabemos, lo que hemos escuchado, lo que hemos visto,
pero ese saber parecía circunscrito a la esfera privada. Con
esta trilogía, Marías ha profundizado su indagación,
y se ha interesado por el nexo entre conocimiento y poder. Lo que
hacen ciertos individuos en su vida privada es un saber fundamental
para el Estado, que usa y abusa de esta información: Tupra,
el jefe de Deza, señala que “El Estado necesita la traición,
la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración,
los golpes bajos… Si no los hubiera, o no bastantes, tendría
que propiciarlos, ya lo hace”.
Para conocer, Deza utiliza un saber pre-tecnológico –leer
rostros, fijarse en gestos–, pero el Estado también tiene
a su disposición métodos tecnológicos para enterarse.
Las cámaras están siempre grabando; así, en una
sesión, Deza asiste al espectáculo de lo que ha sido
grabado y podrá servirle al Estado: adulterios, torturas, sobornos,
traiciones, asesinatos.
Presciencia y tecnología pueden verse como armas complementarias
en los esfuerzos del servicio secreto por conocer a las personas.
Sin embargo, una de las conclusiones fundamentales de la novela es
que pese a todos los esfuerzos por interpretar a las personas, en
el fondo estamos destinados al fracaso: los otros, incluso los más
cercanos, son desconocidos para nosotros (Peter Wheeler no sabía
lo que haría su esposa); incluso nosotros somos desconocidos
de nosotros mismos (¿sabía la esposa de Wheeler que
terminaría haciendo lo que hizo?). Nuestra “presciencia”
se equivoca repetidas veces: es muy posible que una cámara
sorprenda a aquella persona que queremos tanto, en quien confiamos
tanto, traicionándonos con nuestro mejor amigo. La tecnología
es complementaria a la presciencia, pero también puede ser
superior a ella. Marías se muestra en sus columnas de opinión
como alguien a quien le desagrada la vida contemporánea (el
ruido, las malas maneras, la suciedad en las calles), y es anacrónico
en sus usos de la tecnología (sigue usando fax, no tiene correo
electrónico); pero al sugerir en esta novela que una cámara
nos puede revelar el rostro oculto de las personas mejor que nuestra
intuición desarrollada a lo largo de siglos de complejos procesos
evolutivos, se revela aquí como “muy de su época”,
como dice Tupra de Deza; alguien a quien la generación YouTube
podría entender. Los novelistas españoles jóvenes,
que parecen pensar que Marías no tiene mucho que decirles,
harían bien en volver a él.
Desde Mañana en la batalla piensa en mí Marías
viene desarrollando la idea de que el mundo depende de sus relatores.
En esta trilogía, importan no sólo los narradores sino
quienes los escuchan, los testigos de lo narrado. Narrar es un oficio
peligroso; la narración es un veneno: “Qué malo
es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos
metan ideas en la cabeza… cualquier dato que registra la mente
se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre
es tuerto, cualquier relato o información y también
hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno
limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás”.
Deza, al enterarse de hechos relacionados con la traición a
su padre durante la Guerra Civil o al ver las imágenes que
Tupra le pone enfrente, ha sido envenenado. No hay antídoto
posible: el Deza correcto, al escuchar a su ex esposa Luisa y concluir
que mantiene una relación sentimental con Custardoy (el falsificador
de cuadros de Corazón tan blanco), se convertirá
en un émulo de su jefe Tupra, en quien busca consejo para resolver
la situación. Nadie está libre de la tentación
de contar o de la curiosidad u obligación de escuchar, sugiere
Marías: con sólo existir, ya entramos en la telaraña
de narraciones fatídicas. No hay día en que de una manera
u otra no hayamos contribuido al horror, ya sea narrando o atendiendo
un relato.
La frase indecisa de Deza, capaz de desplazarse hacia todas partes,
de abarcar todas las posibilidades de una situación –“A
veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso
lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro”–
está muy interesada en explorar el lenguaje, materia principal
de la narración literaria. Deza se pregunta constantemente
por el sentido de algunas expresiones, el significado y etimología
de algunas palabras, la relación del español con el
inglés, el francés, el italiano, el latín…
El resultado de esta prosa tan consciente de sí misma, que
no asume nada, que lo cuestiona todo y no da nada por sentado, supone
un profundo extrañamiento de la lengua. En Marías nada
se da por descontado, ni el significado o sentido de las palabras
que utilizamos. Sorprende que, pese a su continuo cuestionamiento,
Deza siga avanzando en la narración, durante alrededor de mil
seiscientas páginas. Una paradoja: Javier Marías, el
escritor contemporáneo que más se ha preocupado por
los peligros del narrar, nos ha entregado una de las novelas más
largas de la literatura en español; uno de los escritores que
más ha puesto en entredicho el lenguaje que usa es, a la vez,
uno de los que más ha usado este lenguaje.
En Tu rostro mañana hay un constante adelgazamiento
de la trama, una puntillista ampliación del instante. Casi
toda la acción de los tres volúmenes transcurre durante
apenas tres noches. Prácticamente todo el segundo volumen ocurría
en una noche en una discoteca, y en el tercero son muchas las páginas
dedicadas a describir de manera cuidadosa cómo se le corre
la media a Pérez Nuix. Sí, a Marías siempre le
han interesado esos géneros populares en los que hay mucha
acción, pero en sus libros la acción sobre todo ocurre
en el interior del narrador. Asistimos, así, a las peripecias
de la mente hiperactiva de Deza, tan dispuesta a la digresión,
a largos monólogos sobre la traición, la separación,
el estilo “maleducado” del mundo, y por supuesto, la difuminación,
palabra clave en la obra de Marías. En Tu rostro mañana,
el tiempo “difumina” a las personas, el pelotón
de ejecución de un cuadro se halla “difuminado”,
Madrid después de una ausencia se encuentra “difuminada
y turbia”. Todo se difumina en el tiempo y el espacio: en el
tiempo, porque los hechos y las personas van irrevocablemente camino
al “tuerto” olvido; en el espacio, porque nos cuesta ver
o no nos esforzamos por ver con nitidez aquello que nos rodea, especialmente
a las personas; todo se nos aparece como si se hallara detrás
de una niebla espesa o una “lluvia interminable”.
Otra paradoja: se trata de una novela de acción, pero el tiempo
en ella parece detenerse: literatura en cámara lenta. Así,
Marías reivindica a la novela como el género capaz de
llegar adonde no llegan otros géneros, otras artes. El cine
acaso pueda contar una historia mejor que una novela, pero sólo
la literatura es capaz de moverse de manera tan suelta en el tiempo,
expandirse o contraerse en la subjetividad de sus personajes, ingresar
al envés de los objetos y las mentes, explorar la “negra
espalda del tiempo”. Aquí, se pueden mencionar algunas
obvias influencias de Marías: Joyce, Sterne o Proust. Pero,
lo ha visto bien Félix de Azúa, a diferencia de lo que
ocurre con el francés, en Marías no se trata de una
recuperación nostálgica del tiempo perdido, sino más
bien de la constatación de que es imposible recuperarlo: todo
se va aniquilando.
Esta monumental novela cierra con las despedidas conmovedoras y melancólicas
de Deza (esa sombra, ese fantasma) a su padre y a Peter Wheeler, almas
tutelares de la novela. Hay escenas muy bien logradas en Madrid, y
momentos cómicos de primer nivel, como el encuentro sexual
entre Deza y Pérez Nuix, o como cuando Deza debe esperar a
Luisa en la que era su casa y se pone a ver Babe, el cerdito valiente
en la televisión (“me exigía menos que Shakespeare
y el cerdito era un gran actor”). No convence que todos los
personajes de la novela hablen como el narrador y a veces incluso
piensen como él (Pérez Nuix, por ejemplo, dice frases
que suscribiría Deza). Pero los reparos son menores: releo
lo escrito y me doy cuenta de que yo, que quería añadir
un poco de mesura a la discusión, sólo puedo terminar
citando a Cabrera Infante: “¡Ave Marías!”
EDUARDO PAZ SOLDÁN
Letras Libres, noviembre de 2007
Tu rostro mañana. 3 Veneno y
sombra y adiós
El
novelista, a la manera en que lo concibe Javier Marías, escribe
lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que
se puso a escribir, hasta el momento que se desplegó empleando
las palabras. "O dicho de otra manera a la vez simple y enrevesada",
precisaba el autor: la tarea del novelista "es una forma de saber
que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque
no podía expresarse", insistía Javier Marías.
Acaso porque aún no se había expresado.
Los novelistas miran y ven la realidad y su vida,
evocan sus recuerdos y rememoran sus experiencias: aquello que de
algún modo ya sabían y aún no habían expresado,
aquello que en principio captan de modo tentativo y después
consiguen escribirlo coherente, narrativamente. Los novelistas distinguen
en su interior un mundo que ya estaba y que ahora erigen, un mundo
interno enmarañado que se parece a la realidad externa, un
mundo que se asemeja a un documento confuso, a un texto de partes
intrincadas y yuxtapuestas. En la existencia del observador, todas
las cosas son indicios, todo remite a todo: hay una asociación
de experiencias y, por ello, un recuerdo remite a otro.
Cuando nuestro escritor se pone a averiguarlas y a verbalizarlas dando
forma a una historia, deberá ser coherente con lo que va escribiendo,
de manera que eso que queda fijado le comprometa: el novelista se
somete y desarrolla dichos datos de modo congruente. Éste es
el proceso de escritura de Javier Marías: si esto lo aplicamos
a una novela en tres volúmenes que sobrepasa las mil quinientas
páginas, se comprenderá que el esfuerzo sólo
pueda calificarse de colosal. Así es Tu rostro mañana,
una obra cuyo primer volumen se publica en 2002 (Fiebre y lanza),
el segundo en 2004 (Baile y sueño) y el tercero en
2007: Veneno y sombra y adiós. Es este cierre lo que
justifica esta reseña y, hablando con propiedad, mi lectura
de ahora, de ese tercer volumen que sobrepasa las setecientas páginas,
confirma lo que escribí cuando la novela aún estaba
inconclusa.
Conforme avanza, el autor elabora un mundo de palabras con personajes,
circunstancias, ateniéndose a lo dicho, sin arbitrariedades,
sin incongruencias. Más aún, ese mundo de palabras remite
a libros anteriores: a Todas las almas, principalmente, pero
también a Corazón tan blanco o a El siglo.
No cometer incoherencias en una ficción que se desarrolla al
tiempo que se escribe -una ficción de la que no hay mapa de
partida- es una aventura arriesgada. Más aún cuando
esa novela tiene concomitancias obvias con la vida del novelista:
entonces, la posibilidad de confusión o de contradicciones
es mayor.
¿Es ésta una historia de espías? Es una historia
de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e imprevisto:
narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de
espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que
a todos nos acaece obligándonos a interpretar, a conjeturar.
Hay aquí un personaje que es a la vez narrador, alguien llamado
Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, un antiguo profesor español
que estuvo en Oxford. La historia de Tu rostro mañana
ocurre después de haber abandonado la docencia: relata su paso
por un grupo especial del MI6, encargado de espiar vaticinando o haciendo
informes de individuos a partir de los leves o documentados indicios
que la vida y el rostro de los otros ofrecen. La narración
en primera persona tiene una sintaxis especial, la que es tan característica
de Javier Marías: la oración de período largo,
la amplificación, la reincidencia deliberada, la salmodia que
repite como cifra y enigma frases o invocaciones frecuentemente shakespearianas
que encierran proverbio y misterio. ¿Es ésta una historia
de espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el
cuento de lo cotidiano e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando
el protagonista ha dejado el grupo de espías. En realidad,
es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece obligándonos
a interpretar, a conjeturar. Es la suya una prosa confesional que
se asemeja a un monólogo interior, a una reflexión condicionada
por inevitables digresiones (como es la vida): con los meandros propios
de la reiteración. Aunque alguien nos cuenta -Jaime, Jacobo,
Jacques, Yago o Jack Deza- hay diálogos internos que se transcriben
en estilo indirecto, en estilo directo, con personajes relevantes
y, como el novelista, habladores: entre otros, el jefe de los espías
Tupra o el profesor oxoniense Peter Wheeler. En esta novela, como
en otras de nuestro autor, es común que alguien cuente al narrador
algo cotidiano y pavoroso a la vez, ordinario y terrible: algo que
tiene que ver con la experiencia -de dolor, de incertidumbre, de miedo-
y con la depuración propiamente narrativa de dicha experiencia.
Con esta novela se cierra un ciclo, el de Tu rostro mañana,
un ciclo que podía haber continuado si el relato no se hubiera
hecho desde el presente del autor. Pero también se consuma
el modelo que empezó a explorar el propio Marías hacia
1978 cuando publicara El monarca del tiempo. Hay grandes
concomitancias. Fue entonces, en el capítulo inicial de El
monarca…, la primera vez que Marías empleó
este recurso. Como si estuviéramos en una novela de Joseph
Conrad o de William Faulkner, la voz relatora es la de un coronel
que habla y habla sin parar, alguien que cuenta a un interlocutor
mudo y condenado: alguien que se expresa en una suerte de monólogo.
Estamos en el siglo XIX. El oyente es un soldado que va a sufrir deportación,
destinado al islote de Bormes (por alguna falta que desconocemos),
un soldado cuyas palabras jamás leeremos. Su superior le cuenta
el caso del capitán Louvet, durante la campaña rusa
de Napoleón, un militar pero sobre todo un teórico de
la guerra que había ignorado qué era un campo de batalla
-qué era la violencia, el horror- hasta ese mismo momento.
En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía
-que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados
(Tu rostro mañana)- ahora renunciará a prever.
Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de
sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte.
El coronel de la ficción habla con desparpajo -como hablarán
los personajes de Javier Marías-, con unas palabras inciertas,
precarias y abundantes. Frente al capitán Louvet de la novela,
el personaje de Marías es alguien que perora de la guerra real
y sobre todo del relato de la guerra, alguien que lógicamente
desconfía de la excesiva individualidad del soldado, de los
heroísmos temerarios. La guerra, los héroes y los mártires
pueden contarse porque sus detalles se ignoran, porque la sordidez
se embellece con la ignorancia, parece decirnos. Frente a la Historia,
una historia en la que sus narradores esperan rendir homenaje a la
verdad y a la exactitud, la memoria arregla y el relato legendario
retoca la oscura vida de los héroes. O, más aún,
el burócrata, el superior, el administrativo corrigen e incluso
desechan y eliminan expedientes, hojas de servicios. Eso es lo que
hace el narrador, porque eso es lo que es: un burócrata, un
superior, un administrativo. No saber permite aventurar…, y
ese mando no quiere saber. “Porque nada sabemos, nada en efecto
sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no
averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir sobre lo
que fue de Louvet con la máxima libertad”, leo. “¿Lo
ve usted? ¿Lo comprende?”, apostilla.
Si hemos de creer lo que Marías ha confesado, Veneno y
sombra y adiós ha dejado exhausto a su autor. Probablemente
por el número de páginas; quizá por el vuelco
de la experiencia personal que, transfigurada, se traslada a la ficción;
tal vez por el monólogo interior que fuerza las vivencias del
personaje que habla y que exige al autor el máximo. Pero tal
vez el novelista ha quedado extenuado porque los temas tratados son
importantes y no se resuelven: el veneno de la violencia -que se infiltra,
que intoxica, hasta el punto de desmoralizar al contagiado- y la amenaza
de la muerte. “Siempre que muere alguien”, decía
Javier Marías en un artículo de El País,
“una de las cosas que más me chocan y me resultan más
incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto
el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos”.
¿Qué pasa con ese patrimonio de experiencias?, se preguntaba
Marías. Una manera de retenerlo -tal vez la única- es
materializarlo en un relato: un documento que testimonia. Lo que se
pierde puede ser objeto de narración, pero también de
especulación cuando nos faltan datos.
En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía
-que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados
(Tu rostro mañana)- ahora renunciará a prever.
Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de
sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte.
En este volumen, Marías -que, por supuesto, aún sigue
abandonándose al placer de la digresión y del vaticinio-
parece más sombrío y más interesado por el pasado:
el del padre y el del profesor oxoniense, los dos personajes que en
sus páginas mueren.
Porque, en efecto, en Marías la novela no es sólo
relato: es también autoficción y metaficción,
formas de indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras
de hacer explícitos los límites del propio acto de enunciar.
Pero digo esto e inmediatamente me corrijo. Ese tono abatido de muerte
siempre ha estado en sus novelas. En efecto, los narradores de Javier
Marías siempre son impresionables, bravos y pasivos a un tiempo,
dotados de una imaginación entre enfermiza y creativa: saben
mirar los objetos cargados de pasado y densidad, prosopopeyas de los
vivos y de los muertos, piezas sueltas de lo real. Conjeturan significados,
atribuyen sentido a hechos que parecían no tenerlo o incluso
a fotografías…, siempre mudas y sugerentes.
Ah, la muerte, la lenta difuminación del yo, las cosas que
nos sobreviven, ese mundo de cachivaches que fueron nuestros y que,
al final, son los restos de la identidad. Vean, si no, qué
le ocurría al relator de Corazón tan blanco.
Mira, pero sobre todo habla, habla sin parar para sobrevivir, para
detener la descomposición, presuponiendo con detalle, pormenor
y circunstancia, dejándose conducir por los hechizos del azar.
Exactamente igual que le sucede al relator de Veneno y sombra
y adiós. Divagan sobre lo que ven y sobre lo que ellos
mismos son (no está clara cuál es la identidad fija);
divagan abandonándose a unos incisos que les llevan a pronunciarse
con elocuencia precaria y expansiva, con desparpajo o desembarazo…
En el fondo, muchos individuos nos comportamos así: apreciamos
un detalle y, lejos de contenernos, nos entregamos a presunciones
e inferencias, rastreando la Negra espalda del tiempo, como
dice Marías cuando invoca en otra obra también a Shakespeare.
Ésa es la manera que tenemos de abordar la realidad indescifrable
que se nos presenta día a día: mero vislumbre creativo.
O, como dice Elide Pittarello, los personajes de Marías demuestran
“una desbordante capacidad imaginativa”. Y añade:
“ocultos hasta el punto de asimilar su vida a la evanescente
condición del fantasma, de lo impreciso, estos sujetos captan
sobre todo el lado en sombra de la realidad”: la de la identidad
inestable. Pensemos en un narrador que fue profesor y ya no lo es;
que ha sido espía y ahora, justamente ahora, deja de serlo.
Dos son las palabras clave del diagnóstico: fantasma y sombra.
En efecto, Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza tiene algo de
fantasmagórico. Como tantos otros narradores de Marías:
o bien porque son literalmente espectros (Cuando fui mortal);
o bien por que se cobijan en la irrealidad que alumbran, sumidos en
un espacio que carece de lindes y de asideros. Son sombras, en efecto:
pura nube sin espesor, aire que sale por la boca.
La impresión que uno tiene cuando lee las novelas de Javier
Marías es que los narradores y los personajes se expresan,
efectivamente, con una locuacidad ilimitada, como si nos estuvieran
revelando algo inconfesable, un secreto familiar, un oscuro detalle
que nos hace copartícipes de una epifanía o una declaración.
Saben expresarse, con ese manejo de la sintaxis (¿sofisticada?)
que capta, que captura, que subyuga en párrafos inacabables.
Con esos períodos larguísimos y envolventes, con enumeraciones,
amplificaciones y concatenaciones que sirven para persuadir al lector,
imaginando el destino potencial de uno mismo a partir de escasos indicios,
meros barruntos de lo que la existencia nos da. Porque, en efecto,
en Marías la novela no es sólo relato: es también
autoficción y metaficción, formas de indagar sobre un
yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos
los límites del propio acto de enunciar. “A diferencia
de otras clases de pensamiento”, dice el novelista, “que
sí son formas de conocimiento, el literario es más bien
una forma de reconocimiento”. Porque, como antes indicábamos,
la literatura (la de Marías, particularmente) “no cuenta
lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado. O en
menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio”. Como
en los viejos relatos ingleses, como en el Oxford espectral de Todas
las almas.
JUSTO SERNA
Ojos de papel.com, 4 de noviembre de 2007
El espía egoísta
y charlatán
No
sé si el empeño que acaba de concluir Javier Marías
-la trilogía Tu rostro mañana, que integran
las novelas Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño
(2004) y ésta de ahora, Veneno y sombra y adiós-
responde a lo que, en término poco preciso pero expresivo,
se ha dado en llamar autoficción. Con este modismo se designa
aquel artefacto literario que borra adrede las lindes entre la autonomía
de la imaginación y la experiencia personal del narrador, y
que transita por la frontera misma entre lo fictivo y lo histórico:
un género que, a fin de cuentas, parece responder a la indeterminación
con la que esas polaridades se nos ofrecen constantemente en nuestra
vida real. Si es así, y si tal ha de ser la tendencia de la
novela del siglo XXI, Marías ha logrado, a la fecha, la construcción
más sostenida, compleja e importante que tal voluntad (de estilo
y de género) ha producido en las nuevas letras españolas.
Lo cierto es que, de entrada, tiene todas las
marcas de la nueva modalidad narrativa, empezando su larga gestación
en el corpus escrito del autor. En Todas las almas
nació su protagonista y allí se esbozó el dilema
moral del memorialista autofictivo: parece que sus amigos existieron
"para que yo pueda hablar de ellos", aunque sabe que "el
que cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio,
ni al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación".
Pese a lo cual, la dimensión digamos autobiográfica
de aquel relato engendró unos años después la
novela complementaria Negra espalda del tiempo ("no
soy el primero ni seré el último escritor cuya vida
se enriquece o condena por causa de lo que imaginó o escribió",
leemos allí: podría ser otro lema para toda escritura
de autoficción). Pero la idea de que su protagonista fuera
intérprete de lenguas es algo que ya sucedía con los
héroes de Corazón tan blanco, relato tan relacionado
con éste (aunque aquí ellos sean una suerte de espías
devaluados, más o menos al servicio del MI6 británico),
y de aquella novela también surgió la repugnante estirpe
Custardoy que conoceremos mejor aquí. No nos extrañe
la prolijidad de esa trama de parentescos y reescrituras. La autoficción
tiene mucho de reflexión moral a lo largo, porque también
convergen en ella los territorios paredaños del ensayo y el
relato. Y, en el fondo, Marías es uno de esos escritores que
trabaja a la sombra de la filosofía práctica: de la
epistemología y de la ética. Le obsesiona la naturaleza
de la verdad y cree que el punto de partida de la existencia es el
egoísmo ("uno no lo desea -comienza esta novela-, pero
prefiere siempre que muera el que está a su lado"), aunque
el compromiso es inevitable ("ojalá nunca nadie nos pidiera
nada", empezaba Baile y sueño) y, a la larga,
sabe que vivir consiste solamente en elegir, que elegir es hacer daño
y que hacer daño implica, al cabo, culparse ("no debería
uno contar nada, ni dar datos", decía el initium
de Fiebre y lanza, para desmentirse enseguida).
Las novelas de Marías irritan a muchos: hay poca trama (prefiere
escenas estáticas y tensas), y la manufactura en una prosa
divagatoria, algo caprichosa, sin prisa, de esas que las solapas editoriales
llaman "envolvente". Sus enemigos, cuando tienen alma de
dómine, la acusan de basarse en el anacoluto permanente, pero
sus lectores pensamos que es un mecanismo imprescindible y perfectamente
ajustado a lo que se pretende. Su lenguaje se presenta como una suerte
de afirmación tentativa que se apoya continuamente sobre la
duda sistemática: aquí se divaga sobre la propiedad
de una expresión común, allá sobre la cercanía
o lejanía de dos sinónimos, más acá sobre
la equivalencia posible entre una expresión inglesa y otra
castellana. De otro lado, las series enumerativas proliferan, las
afirmaciones teóricas se autodiscuten y en las descripciones,
las sugerencias aventuradas, los parecidos o las rectificaciones se
adhieren inextricablemente al hilo narrativo. ¿Hilo? El hilo
evoca continuidad y el orden de Marías prefiere la asociación
y la dialéctica, la proliferación y la exhaustividad.
Y quizá por todo eso es un humorista, como lo era su referente
prosístico más directo, Juan Benet. En buena medida,
el centro de gravedad de Baile y sueño era la estúpida
danza del diplomático De la Garza, y sus consecuencias, unas
jocosas y otras terribles; ahora, en una nueva aparición, el
odioso Rafita de la Garza canta raps de su invención
a un displicente Francisco Rico (un cameo habitual en la
narrativa del autor). Pero puede que el mejor humor de Marías
no se halle aquí sino cuando describe su relación erótica
con la joven Pérez Nuix y cuando se encarniza en el afrentoso
recuerdo de nueva Catedral madrileña y su imaginería
piadosa, con las pinturas de Kiko Argüello ("nada decente
se puede esperar de tal nombre"). Con todo, yo prefiero las escenas
más dramáticas de esta novela, que son de rara y trabajada
perfección: el regreso de Jacobo-Jaime-Jacques Deza a su hogar
madrileño y su relación con Luisa, su mujer; el tenso
capítulo en que visita a su rival Custardoy y obtiene su venganza;
las dos conmovedoras entrevistas del protagonista y su padre, Juan
Deza (donde se completa de añadidura aquella siniestra historia
de delación, desvelada en el primer libro y ahora completada
con el nombre de otro felón, el seudoescritor al que llama
Darío Flórez, no menos verídico que los ya sabidos
Del Real y Santa Olalla: sólo se ha suprimido el primer apellido
de todos).
Entrar en las novelas de Javier Marías supone hacerlo en un
territorio previsible y reconocible para su lector asiduo. Imagino
que cuenta con esto y que, por su parte, sus fieles saben que todas
empezarán con un arranque estimulante y sintético a
la vez (arriba hemos recordado algunos) y que incluirán algunas
fotos (como hacían los relatos autofictivos de W.
G. Sebald y hace poco, los últimos de Guelbenzu y Martínez
de Pisón, Esta pared de hielo y Enterrar a los
muertos), que son objeto de écfrasis demoradas
y sutiles por parte del narrador: memorables son, en nuestro caso,
las referencias a la foto de Jane Mansfield y Sofia Loren o la reflexión
sobre un retrato del Parmigianino. Tampoco faltarán las divagaciones
subsidiarias (acerca de los apellidos extranjeros en la historia del
Reino Unido o a propósito de los carteles de la Guerra Civil
española), ni se dejará de confirmar la intromisión
de las evidencias audiovisuales en nuestras vidas, tan obsesiva siempre
en el autor: la más importante, en nuestro caso, es la sesión
de filmaciones de violencia que Bertie Tupra exhibe ante Deza (y éste
narra con una técnica elíptica muy cercana a la inolvidable
descripción del aleph en el cuento de Borges), pero
tampoco es nada desdeñable el modo en que una visión
fugaz de Babe, el cerdito valiente en el televisor pauta
una tensa escena en casa de Luisa.
Valía la pena esperar un lustro para completar la lectura que
iniciamos en el año 2002. Con este "Adiós",
el rostro huidizo de Jacobo Deza ha quedado retratado definitivamente
en nuestra memoria. Y lo cierto es que se nos parece mucho.
JOSÉ-CARLOS MAINER
El País, Babelia, 29 de septiembre de 2007
El rostro del siglo
Con
Veneno y sombra y adiós Javier Marías ha culminado
la que ya es su mejor novela, Tu rostro mañana, haciendo
confluir las tramas de Fiebre y lanza (2002) y Baile
y sueño (2004) y, en una suerte de obra total, los asuntos
que latentemente vienen sustentando su obra desde, al menos, El
siglo (1983). Si de algún libro este es hijo, más
allá de la aparente Todas las almas (1989), es de
aquella rara novela. La delación, la traición (y en
Tu rostro mañana todos los personajes traicionan salvo
el padre del narrador) son los asuntos de esa novela cuya narración,
de prosa bernhardiana, carecía de voz definida. Parece como
si hubiera vuelto sobre los temas que esa obra convocaba y no alcanzaban
su plenitud para que ahora, en pleno y portentoso dominio de sus facultades
narradoras, lo hicieran. Ha debido pasar un cuarto de siglo para que
ese rostro o retrato del XX fuera acabadamente narrado.
Porque Tu rostro mañana, que pone
a contribución la obra toda de Marías (no ya por las
reapariciones episódicas de personajes como Custardoy de Corazón
tan blanco (1992) o el académico Rico de Negra espalda
del tiempo (1998) sino por las citas textuales de ambas obras
y también de Mañana en la batalla piensa en mí
(1994), además de las tomadas de los dos anteriores volúmenes
de esta novela, que hacen visible la profunda unidad temática
de sus libros, ofrece, a la vez que uno de los más perspicaces
retratos de las actitudes que han determinado la vida del hombre en
el siglo XX (impagables son esos dos personajes inspirados en el padre
de Marías y en Sir Peter Russell, cuyas biografías parecen
acotarlo), un perfil del descontento de cierto hombre occidental en
este nuevo siglo, ese que no soporta la vacuidad de su tiempo, conforme
al cual vive pero del que no se siente hijo, y lo dice. Aunque quizá,
yendo más allá, el siglo que desde aquella lejana novela
va retratando no sea el XX o el XXI sino el tiempo, esa dimensión
en la que todos los siglos cuentan, y todas las personas, así
los vivos como los muertos, como repite el narrador tomando una cita
de Benet.
Culmina también en este libro un giro lento pero de hondo calado
que ya empezó a dar la obra de Marías con Negra
espalda del tiempo: el estilístico. Pese a que su estilo
sigue siendo reconocible (y si Julián Marías definió
la calidad de página como ese sello que hace inconfundible
las de todo gran escritor, del estilo de su hijo cabría hablar
de calidad de párrafo), a que su musical por rítmica
prosa parece la misma (la que la buena crítica ha dado en llamar
hipnótica hasta el hartazgo y que parece haberla en verdad
hipnotizado, para mal, y que la mala crítica, o la crítica
fatigada, tacha de manierista o virtuosista) ya
no lo es. Hay menos frases subordinadas y copulativas, menos párrafos
de largo aliento. Siguen las reiteraciones, sus celebrados ritornelli,
pero en una prosa de período más corto. Parece como
si la brújula con la que Marías dice escribir alcanzara
al idioma con el que el narrador va contando, tantea las posibilidades
a la vez que el narrador va viviendo, u orientándose, y contándonos
con prosa brujuleante su ficticia vida.
En esta época de "obras maestras" casi diarias conviene
llamar la atención sobre la que en verdad lo es (esa es la
función de la crítica). Y esta es una, de las mayores.
Bolaño dijo que Marías era "de largo el mejor prosista
español actual". No es exagerado decir que es el mejor
escritor en español vivo. O lo que es lo mismo: uno de los
mejores de cualquier tiempo.
CÉSAR ROMERO
Diario de Cádiz, 13 de octubre de 2007
Virtuosismo y fatiga
Todas
las almas, la primera gran novela de Javier Marías (Madrid,
1951), puede considerarse como el prólogo de la trilogía
Tu rostro mañana, que ahora se cierra con Veneno
y sombra y adiós. De allí no sólo surgen
personajes y situaciones, sino muchas de las claves que definirán
una original forma de narrar heredada de Lawrence Sterne, del que
ha sido muy competente traductor, y de Juan Benet: ambos le han mostrado
la importancia de un flujo narrativo que se salva de las convenciones
de la novela decimonónica. Todas las almas era la
historia de una perturbación y, en muchos sentidos, en la trilogía,
el protagonista Jaime Deza o como quiera llamarse, pues aquí
los nombres se desdoblan continuamente, es un hombre perturbado por
su separación de Luisa, por la vida que ella lleva en Madrid
y por la constatación del paso del tiempo en la figura de sus
dos seres más queridos y admirados, Peter Wheeler y su padre
Juan Deza, aquí envejecidos y cercanos a la muerte. Ya en Todas
las almas el protagonista, con otro nombre pero con parecida
personalidad, se decía: "Tengo que dejar de pensar y hablar
en cambio para descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y
establece demasiados vínculos". Dejar de hablar, porque
es del pensamiento incesante que surge la perturbación, y dejar
de hablar porque "por eso nos condenamos siempre por lo que decimos
y por lo que nos dicen".
Ahora, este pensar incesante se debe en parte
a que Jaime, Jacobo, Jack o hasta el shakesperiano Iago, es mucho
más espectador que partícipe de los hechos. Es un testigo,
es el que sabe escuchar, y además está reconstruyendo
y evocando hechos. Ello explica el carácter monologante del
libro y el especial desarrollo, donde los principales personajes se
van sucediendo para llevar a un desenlace la agitada acción
de sus dos anteriores entregas, Fiebre y lanza y Baile
y sueño. La figura del protagonista es la encargada de
dar coherencia y fluidez, no en vano si le han contratado en el Servicio
de Inteligencia inglés es por su capacidad para "escuchar,
y fijarme e interpretar y contar", por sus facultades interpretativas,
agobiada por las deducciones y conjeturas que son las que dan vida
a la novela. Deza, como el propio Marías, además, ha
sido traductor, y es el lenguaje el que le permite buscar la exactitud
de los significados y aceptar su ambigüedad porque "hay
en todas las lenguas ambigüedades irresolubles". A su vez,
declarado admirador de Larra, que pasó su infancia y primera
juventud en Francia, siente esa especie de esquizofrenia o desdoblamiento
propia de quienes han vivido largo tiempo en el extranjero, especialmente
en un país que les ha impactado y en el que se han integrado.
Esta esquizofrenia le permite no sólo ser perceptivo con la
lengua, sino enormemente crítico con sus compatriotas que,
como ocurre en Larra, salen muy mal parados: en ellos sólo
ve los aspectos negativos, hasta rozar la arrogancia, la misma que
los lectores pueden ver en los artículos periodísticos
recopilados en Mano de sombra. Arrogancia e innegable capacidad
para una burla que roza el sarcasmo, la misma que exhibe con crueldad
en personajes como el diplomático Rafael de la Garza. España
es el "paraíso de los atuendos ignominiosos o desvergonzados",
"el país más pueril y bravucón que conozco",
"siempre tan fanfarrones los españoles", "yo
puedo pensar y decir cosas terribles de mi país, al que considero
envilecido hasta la médula y embrutecido en demasiados aspectos".
Pero lo importante es que este escuchar, fijarse, interpretar y contar
son también las cualidades de un narrador o, si se prefiere,
de un contador, y aunque en el Servicio de Inteligencia le han enseñado
los peligros de contar, no es por casualidad que Peter Wheeler le
revela cosas nunca reveladas para que "alguien más pueda
investigarlo o contarlo. De que no se pierda enteramente", "quizás
prefiero que calles, bien puede ser. Pero a la vez me tranquiliza
pensar que contigo mi historia aún podría... Sí,
aún podría flotar".
Puesto que de historias se trata. Y el problema de que el protagonista
sea el narrador exclusivo hace que los personajes, especialmente Peter
Wheeler y su padre, los que a sus noventa años más evocan
y reflexionan, tengan todos la misma voz, la inconfundible del propio
Marías. Historias que necesitaban un final, pues estaban ya
sugeridas o ya desarrolladas en sus dos novelas anteriores. Se añade
muy poco y no hay finales dramáticos, por no hablar del diluido
final. Se nos dice mucho de Tupra pero ya lo sabíamos todo.
Ninguna sorpresa en el desenlace de su relación con Luisa,
exceptuando el descabellado e inverosímil episodio de la venganza
del narrador contra el amante, tan inverosímil como el coito
con Pérez Nuix, en una de las escenas más brillantes
de la novela. Marías expresando su obsesión por la decadencia
física y la muerte a través de Wheeler y del padre,
los capítulos más conmovedores del libro. Y se nos revela
el origen de la famosa mancha de sangre que ha alcanzado un valor
simbólico (lo que tratamos de borrar u olvidar). Nadie va a
dudar a estas alturas del virtuosismo de Marías, uno de esos
narradores de talento tan necesitados en nuestra empobrecida narrativa.
Pero la novela me ha resultado excesiva con sus reiteraciones, los
motivos recurrentes utilizados ahora de forma mecánica y la
abusiva exhibición de talento reflexivo. Vemos el agotamiento
y el exceso, tan difíciles de evitar, propio de las trilogías.
J. A. MASOLIVER RÓDENAS
La Vanguardia, Culturas, 26 de septiembre de 2007
Marías cierra ciclo
Arranca
la última novela de Javier Marías con un discurso que
tritura mitos que están muy relacionados con una expresión
que se repite frecuentemente a lo largo del extenso relato: el horror
narrativo. Querríamos que a la hora de rememorar nuestras vidas
se perpetúe lo que en ellas pudo haber de epopeya. Nos aterra
llegar a ser juzgados como seres sin capacidad para actos de grandeza.
Si elevamos esto al discurso académico, podríamos estar
hablando de la «otredad» sartriana. Si descendemos hasta
lo más vulgar, llegaríamos al eterno fenómeno
de los cotilleos más lenguaraces y rastreros. Siempre, en todo
caso, el otro y los otros, la alteridad. Siempre susceptibles de formar
parte de un relato como héroes o villanos.
A partir de aquí, sobre todo en las páginas
primeras de la novela, casos de gentes que fueron mitos, algunos triturados
como sucedió con determinadas actrices. Otros permanecieron
impolutos, gracias en no pequeña parte a haberse muerto jóvenes.
En el transcurso del relato se irá viendo que el tiempo que
vivimos no se inclina del lado de lo heroico. De hecho, en uno de
los encuentros que el narrador mantiene con su padre, éste
le dice. «Es triste asistir a una época de decadencia,
habiendo conocido otras mucho más inteligentes» (página
516). Seguro, por tanto, que Marías haría suya esta
demoledora sentencia de Nietzsche: «En nuestro tiempo, ¡qué
extraordinaria falta de libros que respiren una fuerza heroica! ¡Ni
siquiera se lee a Plutarco!».
Nos encontramos ante una novela ambiciosa y, por tanto, arriesgada.
No sólo es abultada la extensión; además, los
períodos sintácticos resultan la mayor parte de las
veces extensos en grado sumo. Añádase que el narrador
no renuncia a las digresiones tan poco comerciales y, sin embargo,
tan obligadas en un autor que pretende contar una historia en la que
la trama no es la principal protagonista, ni siquiera lo son siempre
los personajes que por ella desfilan, en su mayor parte, tan complejos
como atractivos. Lo más esencial aquí es el lenguaje,
un lenguaje plagado de riesgos, de los que es imposible salir indemne
a lo largo de 705 páginas, máxime si se tiene en cuenta
que, al no inclinarse por la sintaxis más ortodoxa, hay ocasiones
en que se fuerzan mucho las reglas.
No sería descaminado anticipar que el encuentro entre el narrador
y la joven Pérez Nuix llegará a ser citado como un ejemplo
de morosidad narrativa. Ocupa un número de páginas considerable
ese episodio en el que la muchacha luce una carrera en sus medias,
le pide a Deza que utilice sus poderes para que un determinado individuo
no actúe contra el padre de la compañera de trabajo
de nuestro narrador. Y todo ello concluye con una escena de cama que
no querrá ser ni siquiera registrada por sus protagonistas,
y no porque lo acontecido sea triste ni traumático, sino por
razones de otra índole que el lector podrá advertir.
La demora en tantas páginas y detalles no es un regodeo erótico
pormenorizado. Es todo un divertimento narrativo, así como
una prueba de los recursos que el autor maneja cuando, más
que a Benet, sigue a Proust.
Frente a la morosidad de éste y otros pasajes, pudiera decirse
que hay momentos en que la trama propiamente dicha se abre paso de
forma sorprendente. Esos momentos se relacionan sobre todo con el
encuentro que se anuncia y termina por producirse entre Deza y Custardoy.
Celos, rescoldos de un amor que aún crepita, sobre todo de
parte del narrador, e intriga que crea ese copista y amante de la
ex mujer de nuestro narrador protagonista. Ese hombre de la coleta,
algo rufianesco a la vista de uno de los personajes femeninos, conquistador
y seguro de sí mismo, es el personaje más humano de
toda la novela. Y, de otro lado, no llegamos a saber gran cosa de
él, tan sólo nos llegan las impresiones que a distancia
nos transmiten otros «actantes».
Con la joven Pérez Nuix el relato se ralentiza. Con Custardoy
trepida.
La dureza de Tupra, frente a la bondad del padre. Son ambos personajes
los vértices del discurso moral de esta novela. El primero,
perteneciente a los servicios secretos ingleses, para quienes trabaja
Deza ya desde anteriores entregas, se nos presenta con el interés
que puede despertar en nosotros alguien capaz de sostener argumentos
que repugnan principios básicos de la moralidad comúnmente
aceptada. Es el que se pregunta por qué no son admisibles determinadas
acciones prohibitivas que atentan contra acuerdos generalizados. Las
páginas en que muestra a Deza imágenes de terrorismo
de Estado y de chantajes son tan duras en lo moral como brillantes
en lo literario. ¿Por qué no admitir acciones que en
teoría son por el bien común? Porque así nadie
podría vivir, le ataja Deza.
Frente a este personaje, la figura paterna, ya en fase de despedida.
En cierto modo, el libro le rinde homenaje. Aparece aquí una
de las constantes últimas de Marías no sólo en
sus novelas: la delación y la infamia, vividas por Julián
Marías en tiempos de posguerra. Vividas por un filósofo
conservador que, por orteguiano, no tuvo sitio en aquella Universidad
española franquista que rezaba -y no es hipérbole alguna-
por la conversión del maestro. Figura tierna, más allá
de combates y embates del presente, que confronta con otros personajes.
Es de lo más interesante de la novela, al lado de la otra despedida
del personaje ya anciano que lo introdujo en el contexto de otro país.
También dice adiós a la vida, con sus recuerdos de la
guerra española y de la Guerra Mundial. Una dureza atemperada
por la dulzura de la muerte próxima.
Otra confrontación del mayor interés. Los dos países,
Inglaterra y España. No sólo las diferencias idiomáticas,
sino también los distintos presentes que viven.
No le entusiasman a Deza su tiempo y su país, lleno de mezquindad,
donde se dan parabienes a novelistas mediocres. Donde comparecen personajes
fácilmente identificables, desde «vacuos autores de diarios»
hasta un poeta «atento». No se pierdan tampoco el retrato
que hace de Francisco Rico. Un país vulgarizado y envilecido,
que hereda desmemorias varias, que llama patria a algo que no se sabe
bien qué es.
Frente a todo ello, un final sin solución de continuidad. Abandona
Inglaterra, vuelve a Madrid y recupera en muy pequeña medida
a la mujer que fue el amor de su vida.
Riesgo, ambición. Puntuación heterodoxa. Arquitectura
narrativa con escasas ventilaciones. Memoria, mito, amor, dolor, venganza.
Discurso moral. Todo un saco proteico de una novela que es, sin duda,
la cima del ciclo que concluye. Un novelón en lo cuantitativo
y en lo cualitativo.
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES
La Nueva España, Cultura, 18 de octubre de 2007
Caricatura de N. García
Intriga existencialista
Vaya
por delante, sin clientelismos, que considero a Marías un escritor
de culto. Aunque pensaba que nada nuevo le quedaba por hacer tras
sus dos anteriores libros, englobados bajo el paraguas -que no trilogía-
de Tu rostro mañana, erré, en tanto que este
es el mejor volumen. No hablaré de párrafos memorables,
pero sí diré que en Veneno y sombra y adiós
se encuentran momentos plagados, si no de humor, de finísima
ironía, reflexión militante y profundo sentido ético.
Sus principios son toda una declaración de intenciones: En
Fiebre y Lanza recordaba que uno no debiera contar nunca
nada; en Baile y Sueño deseaba que ojalá nadie
nos pidiera nada... En Veneno y sombra y adiós es
asertivo: uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que
está a su lado. Las novelas de Marías repugnan y enamoran
como si el mundo se dividiera entre quienes le aman y aquellos que
le detestan. Gasta de poca trama -aunque en este tomo sí la
hay- y, por utilizar un símil cinematográfico, se asemeja
más a una película de Dreyer que al universo narrativo
de los Wachowski. Prefiere el estatismo y la contemplación
a conducirnos los meandros de vértigo agónico.
Adentrarse en las páginas del autor de
Todas las almas supone hacerlo en un territorio reconocible
tal que acurrucarse en toallas calientes tras una ducha helada. Un
lugar plagado de, extrañeza, ajenidad -si se me permite-, pesimismo...
y belleza. La infinita belleza que desprende la precisión de
la palabra sabiamente esgrimida. Pero no me hagan caso y lean. A fin
de cuentas ese instinto higiénico de cuestionárselo
todo es lo que postula Marías desde hace tres décadas.
ÁNGELES LÓPEZ
Qué Leer, noviembre de 2007
La acción del amor
¿Cómo
debería reseñarse esta tercera y última entrega
de Tu rostro mañana? ¿Tendría que volver a leer
los dos primeros tomos (Fiebre y lanza y Baile y sueño)
y sólo después leer Veneno y sombra y adiós?
En cualquier caso, Veneno y sombra y adiós no es una
novela autónoma que tenga sentido completo en sí misma:
un lector que no conozca las novelas anteriores no va a entender nada.
Baile y sueño terminaba con dos
asuntos pendientes. El primero atañe a Tupra, que quería
enseñarle a Deza (protagonista y narrador de Tu rostro
mañana) unos misteriosos vídeos. El segundo está
relacionado con la «joven» Pérez Nuix, que quería
pedirle un favor a Deza: que se haga pasar por un tipo para conseguir
librar a su padre de un follón económico, o acaso de
algo peor. Esos parecían que iban a ser los ejes narrativos
de la continuación, pero realmente los dos acaban siendo muy
secundarios ante el asunto central del libro, que casi puede ser calificado
como «de acción»: Deza abandona Londres para instalarse
en Madrid con la firme resolución de volver con su mujer, Luisa,
y con sus hijos.
En ese retorno a Madrid, el espía Jacques Deza vuelve a encontrarse
también con su padre, uno de los personajes más interesantes
de la primera parte del libro: su historia en el Madrid sitiado de
la Guerra Civil era realmente emocionante. El encuentro es triste,
porque la salud mental del padre de Deza está deteriorándose
rápidamente, pero aun así resultan muy interesantes
sus reflexiones sobre cómo deben comportarse los amantes después
de una ruptura: «Luisa es inteligente, y cuando tenga que decepcionarse
lo hará, aunque sea de mal grado y se resista y le cueste...
Quizá con alguien mediano o que la satisfaga parcialmente tan
sólo, o incluso que tenga algún elemento que la desagrade,
eso puede. Lo que sí me parece es que a ese posible marido,
sea como sea, a ese proyecto, a aquel en quien fije la vista, le dará
incontables oportunidades, pondrá mucho de su parte, intentará
ser comprensiva al máximo, como sin duda lo intentó
contigo hasta que superaste el límite, supongo, nunca os he
preguntado qué os pasó exactamente». Deza escuchará
atentamente a su padre, pero no le hará ni puñetero
caso y decidirá, contra los consejos recibidos, intervenir.
Intervenir, y mucho.
La Guerra Civil es casi tan importante en Veneno y sombra y adiós
como lo era en la primera entrega, Fiebre y lanza, siguiendo
la participación de Peter Wheeler y su relación con
Ian Fleming, el creador de James Bond. Wheeler reflexiona sobre la
guerra española y sobre las demás guerras: «La
Guerra, sin embargo, no daba apenas tiempo, ni a las dudas ni a los
remordimientos ni a nada. Por ese motivo algunas personas recuerdan
los períodos de guerra como los más vitales de su existencia,
como los más eufóricos, y hasta los echan de menos luego,
en cierto sentido. Las guerras son lo peor, pero en ellas se vive
con una intensidad desconocida, lo bueno que tienen es que impiden
que la gente se preocupe por tonterías o se deprima, o se dedique
a chinchar a los que están alrededor. No hay tiempo para nada
de eso, se va de una cosa a otra sin cesar, de una angustia a un sobresalto,
de un terror a una explosión de alegría, y todos los
días son el último, o más aún, el único.
Se marcha, se es hombro con hombro, todo el mundo está ocupado
en sobrevivir, en derrotar a la bestia, en salvarse y en salvar a
otros, y hay mucho compañerismo si no cunde el pánico.
Aquí no cundió. Se lo habrás oído contar
a tu padre y a otros, vuestra Guerra fue también así».
Esta idea de la guerra, incluida esa hipotética nostalgia,
me resulta especialmente desasosegante. Y la idea, expresada en otros
momentos de Veneno y sombra y adiós, de que la Guerra
Civil española fue diferente a las demás guerras también
me resulta muy desasosegante.
Pero el elemento que más diferencia esta tercera entrega de
Tu rostro mañana de las anteriores entregas es el
arte. Dentro de la trama «de acción» de la novela,
el arte ocupa un lugar muy importante. Custardoy es un pintor bastante
macarra que sale con Luisa, la mujer que todavía no está
separada legalmente de Deza, aunque lo esté emocionalmente,
y que se dedica a la copia o a la falsificación o al negocio
ful. Deza, pasando de ser un espía «teórico»,
que se limita a averiguar el comportamiento de la gente por sus palabras
y por los gestos de su cara, a ser un espía «de calle»,
hará un seguimiento de las actividades de Custardoy que lo
llevarán a fijarse en algunos cuadros del Museo del Prado,
como Camilla Gonzaga, condesa de San Segundo, y sus hijos, del Parmigianino,
o Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien.
Quizá las tres partes de Tu rostro mañana respondan
también a las «edades» del cuadro del pintor renacentista
alemán: la infancia, la madurez, la vejez, acompañadas
siempre de la sombra de la muerte, una vieja que parece haber sido
atractiva en algún momento.
Las decisiones que toma Deza en Veneno y sombra y adiós
hacen que el personaje que se presenta en Fiebre y lanza
aparezca bastante cambiado. Las simpatías que generaba su condición
de «novato» en un mundo que no conocía, el del
espionaje, se convierten en recelo ante sus actuaciones como «hombre
de acción». Su deseo de recuperar a Luisa se vuelve bastante
obsesivo y siniestro: el cierre de la novela recuerda al de la mejor
ficción de Paul Auster, La noche del oráculo,
en la que el narrador y protagonista, que nos ha vendido una imagen
cándida de sí mismo, acaba mostrando su lado más
negro, también en relación con la vida sentimental de
su mujer. Deza tiene una explicación para su cambio de forma
de pensar, para su cambio de comportamiento: «Sí, me
había ocurrido algo malo, y no, no me había ocurrido
nada malo. Nada anómalo, en todo caso. A uno le hacen daño
y se convierte en enemigo. O hace uno daño y se crea un enemigo».
Lo mejor de Tu rostro mañana está en la primera
entrega, Fiebre y lanza, y en esta tercera, Veneno y
sombra y adiós, en especial a partir del regreso de Deza
a Madrid, porque el comienzo es largamente discursivo y sin fondo.
Sigo sin entender el sentido de Baile y sueño, y su
caída en la especulación por la especulación,
que quita la carne a unos personajes que la tenían, que la
querían sentir, tocar, disfrutar y también herir.
No creo que Javier Marías (Madrid, 1951) haya conseguido, con
este enorme esfuerzo, escribir su mejor novela, que pienso que sigue
siendo Todas las almas, en la que se encuentra el origen
de Tu rostro mañana y también el origen de
Jacques Deza, ese «español» sin nombre que da clases
en Oxford; la ciudad que el padre de Deza se empeña en confundir
siempre con Londres.
FÉLIX ROMEO
Revista de libros, noviembre de 2007
Despedida de un mundo imaginario
Lograr
el mantenido interés de una acción narrativa a través
de cientos de páginas, amarrar al lector entregado a una trama
de variadas temáticas y enfoques diversos no es nada fácil.
Insistir en el extenso desarrollo de un motivo argumental que gira
sobre sí mismo, avanzando con sorprendentes desenlaces sectoriales
y arriesgadas propuestas estilísticas requiere el coraje que
ha tenido Javier Marías (Madrid, 1951) al finalizar su trilogía
Tu rostro mañana -las dos primeras entregas, recordemos,
Fiebre y lanza y Baile y sueño- con el volumen
titulado Veneno y sombra y adiós.
La historia arranca ahora con la conversación
que sostienen Jacques/Jaime/Jacobo Deza -el escrutador de rostros
en oficinas sin nombre, que conoce así lo que ha de suceder-
y el intrigante y taimado Tupra, en el acogedor gabinete particular
de este, tan característicamente británico todo en la
decoración ambiental, las formas y los modos sociales.
Haciendo gala de un mutuo cinismo, ambos desgranan la clave de un
asesinato que, en esencia, es sólo el pretexto de un lúcido
paseo intelectual por los más -aparentemente- peregrinos temas,
desembocando la mayoría de ellos en un final abierto y una
convicción asumida que ya conocemos desde hace tiempo los lectores
de este soberbio conjunto literario: el Oxford universitario no es
aquí ningún paraíso.
Retratos y guiños
Sumidos en la vorágine de una conceptual historia plagada de
enigmas, repleta de guiños cinéfilos, plásticos
y culturalistas en general, asistimos a un devenir de azarosos y hasta
arbitrarios asuntos, que fluyen ágilmente en un listado que
iría desde los fascinantes atractivos de aquella actriz (o
así) que fue Jayne Mansfield, a la evocación del fusilamiento
del caudillo liberal Torrijos y sus compañeros (a travésdel
conocido cuadro de Gisbert), pasando por aquel cartelismo bélico
que pedía la máxima discreción ante el espionaje
de la retaguardia en las contiendas europeas del pasado siglo, las
leyes raciales del Tercer Reich, el Londres mítico de Sherlock
Holmes y el Museo de Cera o las legendarias gestas del Imperio británico.
Todo ello bajo el influjo de ese personaje que gravita de modo cambiante
sobre la novela, un hallazgo en la narrativa actual, con Graham Greene
y Le Carré al fondo: el profesor universitario, ambiguo miembro
del MI5, con pretensiones estetizantes, hábil conversador,
astutamente silencioso también, sin entrañas sentimentales,
pausado diletante de la existencia, inteligente y amoral.
Sin dejar de tener su importancia, el contenido novelístico
de la acción es secundario, frente a la maestría con
que fluye un lenguaje de la imaginación miscelánea,
y el acierto de Javier Marías en la creación de un ritmo
narrativo que aboca al lector a una historia de amplias posibilidades
en el tratamiento del conflicto; de algún modo, la técnica
de «rashomon», en que un mismo hecho es desglosado por
la mirada de diversos personajes, cobra aquí el sentido de
un misterio mutante, enjuiciado a su vez desde varios sucesos menores.
Reconocimiento
Y siempre, al fondo, ese continuo proceso de autorreconocimiento que
vive el protagonista, máscara a desentrañar por los
demás: «Sí, era ofensivo que no tuviera ninguna
prisa por reconocerme, en el hombre cambiado, en el hombre ausente,
en el hombre solo, en el extranjero que vuelve; que no deseara descubrir
sin demora cómo era yo sin ella, o en quién me había
convertido. («Qué desgracia saber tu nombre aunque ya
no conozca tu rostro mañana, cité o recordé para
mis adentros)» (pág. 319). Encarado al reto de la más
exigente literatura, sin concesiones a la vana novelización
del entorno, riguroso en el ejercicio experimental del puro narrar,
Marías nos devuelve aquí el placer del texto decantado
en un lenguaje de claves, códigos e intrareferencias que vale
por toda una estética del vivir y del pensar, por toda una
escritura de la sensibilidad gratificante.
JESÚS FERRER SOLÁ
La Razón, Caballo Verde, 27 de septiembre de
2007
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