Lástima, pero adiós

 

Tal vez sea esta última, como se ha dicho, la mejor de las tres entregas que conforman el monumental proyecto narrativo que Javier Marías ha titulado, de nuevo acudiendo a Shakespeare, Tu rostro mañana. En todo caso, ahora que ha concluido, la trilogía en su conjunto puede ser calificada como la cumbre del arte narrativo de Marías y, sin lugar a dudas, como una de las referencias mayores de la novela española contemporánea. Esto es así, se pongan como se pongan sus detractores, y nadie diría lo mismo, por ejemplo, de su insospechado amigo el también académico y retroadmirador de las mujeres-vestidas-como-Dios-manda, bendecido últimamente por la crítica. Porque hay unanimidades sospechosas y otras que parecen lógicas o inevitables. Porque al margen de la opinión que el estilo ampuloso de Marías y su sintaxis deliberadamente tortuosa merezcan a los lectores, éstos tienen que rendirse a la excelencia de una escritura que no tiene igual, hoy por hoy, en las letras españolas, por su singularidad, por su ambición, por su capacidad analítica, por su densidad moral. Así es que el itinerario de Jacques, Jacobo o Jaime Deza, que tiene su origen remoto en Todas las almas, ha tocado a su fin, al menos de momento, pues la progresiva identificación del autor con su protagonista (con el que comparte experiencias y opiniones y una cierta visión, más bien negativa, del mundo) no permite no descartar futuras evoluciones del personaje, al que aquí se despide de vuelta a Madrid, luego de dar por cerrada su intensa experiencia como traductor de vidas al servicio del espionaje británico.

Además, claro, del propio Deza, en Veneno y sombra y adiós reaparecen los principales personajes de una novela que, teniendo en cuenta su más que considerable extensión, tampoco abunda en ellos: el inquietante Tupra, su jefe, que después de ejecutar el castigo al ridículo embajador De la Garza obliga a su empleado español a visionar -en una de las escenas memorables de la nueva entrega- una serie de vídeos de contenido atroz; o su compañera de trabajo la joven Pérez Nuix, con la que Deza mantiene una extraña relación sexual de una sola noche; o su mujer Luisa, de la que sigue separado, y cuyo nuevo amante, el infame Custardoy, desempeña un papel importante en el desenlace de la trilogía. El adiós del título puede entenderse en varios sentidos o direcciones, puesto que implica el cierre de la serie y la despedida del protagonista de Londres y de su trabajo en el "edificio sin nombre", pero es también la despedida de dos figuras decisivas en la vida de Deza, bien reales para Javier Marías: su padre, trasunto apenas velado de don Julián Marías, y su maestro sir Peter Wheeler, el admirado profesor (Peter Russell) de los años de Oxford. Las entrevistas que narran los encuentros con uno y otro -ambos envejecidos y achacosos, pero invariablemente lúcidos- son además de conmovedores homenajes un canto a valores y cualidades en desuso, encarnados en dos hombres de trayectoria impecable que están en el sustrato de la formación intelectual y moral del escritor madrileño.

Hasta aquí los personajes, pocos, ya se ha dicho. Porque el verdadero protagonista es en última instancia el lenguaje, las palabras (todos hablan o piensan de la misma alambicada y sutilísima manera), que sirven de vehículo a hondas y matizadas reflexiones sobre el amor y el desamor, sobre el dolor y la violencia, sobre el castigo, la responsabilidad y la culpa, sobre el paso del tiempo, la vejez y la muerte. No hay aquí, como de costumbre, apenas acción, o ésta apenas sobreviene, con esa lentitud proverbial, entre las largas parrafadas que reproducen las reflexiones y vacilaciones y ampliaciones y glosas y recuerdos del narrador, una cabeza que no deja de pensar, una mirada que no descansa. Es un estilo, el de Marías, que siendo todo lo contrario de lo que entendemos por trepidante, logra desde el principio seducir y atrapar, pese a que el hilo narrativo se suspende o se pierde y se retoma entre continuas digresiones que a veces toman la forma de pequeños ensayos. Se entiende que haya lectores a los que irriten la morosidad y el tono especulativo de una prosa que se inscribe orgullosamente en la tradición del gran estilo propugnada por Benet, pero no cabe cuestionar su poder de seducción ni, menos aún, su calidad artística. Puede que ese estilo peculiarísimo se haya hecho más narrativo (hay aquí más escenas, más historias de lo habitual), pero la propuesta estética de Marías sigue siendo en lo esencial la misma. También algunos han percibido una veta cómica más acusada, pero el humor (profesor Rico incluido) ya estaba, como el narrador entonces innominado, en Todas las almas. La larga espera, en fin, ha merecido la pena.

IGNACIO F. GARMENDIA
Granada hoy, 18 de octubre de 2007


Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombra y adiós

 

A mediados de los noventa, había consenso entre los escritores latinoamericanos de mi generación a la hora de admirar la obra de Javier Marías. Discutíamos sobre si Mañana en la batalla piensa en mí era superior a Corazón tan blanco, defendíamos las virtudes de Todas las almas, nos rendíamos ante Vidas escritas. Como suele ocurrir, el tiempo hizo lo suyo, y los caminos de algunos admiradores empezaron a bifurcarse a partir de Negra espalda del tiempo, el libro más incomprendido de Marías. La publicación del primer volumen de Tu rostro mañana, la ambiciosa trilogía que ahora llega a su fin con Veneno y sombra y adiós, dividió las aguas de una vez por todas: hoy, en una esquina se encuentran los que la defienden como la novela fundamental de este principio de siglo; en la otra, los que piensan que Marías no ha hecho más que reescribir, en clave manierista, Todas las almas.

Nadie es indiferente ante Marías, y eso es una virtud. Veneno y sombra y adiós reavivará los elogios y los agravios, pero no logrará muchos conversos, pues aquí la propuesta narrativa de Marías se radicaliza hasta un extremo. Los que estaban fascinados por ella ratificarán su maravilla: los que la juzgaban un callejón sin salida dirán exasperados que por ese camino no había otra que toparse contra la pared. Es cierto que Tu rostro mañana no tiene esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato de otras novelas de Marías como Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí; a cambio de un texto redondo tenemos, sin embargo, una notable ambición totalizadora, casi desaparecida en la novela contemporánea.

Veneno y sombra y adiós cierra la historia de Jacques o Jacobo o Jaime Deza, el narrador hiperreflexivo de la trilogía que trabaja para un servicio secreto inglés y se especializa en estudiar los rostros de las personas para así saber qué es lo que harán en el futuro; en clave de ficción culta, lo suyo, la “presciencia”, no está muy lejos de los que hacen los precogs de Philip K. Dick en Minority Report. Los precogs, de hecho, también ayudan a la policía a enterarse de los crímenes que ocurrirán en el futuro. A Marías siempre le interesó el qué hacer con lo que sabemos, lo que hemos escuchado, lo que hemos visto, pero ese saber parecía circunscrito a la esfera privada. Con esta trilogía, Marías ha profundizado su indagación, y se ha interesado por el nexo entre conocimiento y poder. Lo que hacen ciertos individuos en su vida privada es un saber fundamental para el Estado, que usa y abusa de esta información: Tupra, el jefe de Deza, señala que “El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos… Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace”.

Para conocer, Deza utiliza un saber pre-tecnológico –leer rostros, fijarse en gestos–, pero el Estado también tiene a su disposición métodos tecnológicos para enterarse. Las cámaras están siempre grabando; así, en una sesión, Deza asiste al espectáculo de lo que ha sido grabado y podrá servirle al Estado: adulterios, torturas, sobornos, traiciones, asesinatos.

Presciencia y tecnología pueden verse como armas complementarias en los esfuerzos del servicio secreto por conocer a las personas. Sin embargo, una de las conclusiones fundamentales de la novela es que pese a todos los esfuerzos por interpretar a las personas, en el fondo estamos destinados al fracaso: los otros, incluso los más cercanos, son desconocidos para nosotros (Peter Wheeler no sabía lo que haría su esposa); incluso nosotros somos desconocidos de nosotros mismos (¿sabía la esposa de Wheeler que terminaría haciendo lo que hizo?). Nuestra “presciencia” se equivoca repetidas veces: es muy posible que una cámara sorprenda a aquella persona que queremos tanto, en quien confiamos tanto, traicionándonos con nuestro mejor amigo. La tecnología es complementaria a la presciencia, pero también puede ser superior a ella. Marías se muestra en sus columnas de opinión como alguien a quien le desagrada la vida contemporánea (el ruido, las malas maneras, la suciedad en las calles), y es anacrónico en sus usos de la tecnología (sigue usando fax, no tiene correo electrónico); pero al sugerir en esta novela que una cámara nos puede revelar el rostro oculto de las personas mejor que nuestra intuición desarrollada a lo largo de siglos de complejos procesos evolutivos, se revela aquí como “muy de su época”, como dice Tupra de Deza; alguien a quien la generación YouTube podría entender. Los novelistas españoles jóvenes, que parecen pensar que Marías no tiene mucho que decirles, harían bien en volver a él.

Desde Mañana en la batalla piensa en mí Marías viene desarrollando la idea de que el mundo depende de sus relatores. En esta trilogía, importan no sólo los narradores sino quienes los escuchan, los testigos de lo narrado. Narrar es un oficio peligroso; la narración es un veneno: “Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en la cabeza… cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás”. Deza, al enterarse de hechos relacionados con la traición a su padre durante la Guerra Civil o al ver las imágenes que Tupra le pone enfrente, ha sido envenenado. No hay antídoto posible: el Deza correcto, al escuchar a su ex esposa Luisa y concluir que mantiene una relación sentimental con Custardoy (el falsificador de cuadros de Corazón tan blanco), se convertirá en un émulo de su jefe Tupra, en quien busca consejo para resolver la situación. Nadie está libre de la tentación de contar o de la curiosidad u obligación de escuchar, sugiere Marías: con sólo existir, ya entramos en la telaraña de narraciones fatídicas. No hay día en que de una manera u otra no hayamos contribuido al horror, ya sea narrando o atendiendo un relato.

La frase indecisa de Deza, capaz de desplazarse hacia todas partes, de abarcar todas las posibilidades de una situación –“A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro”– está muy interesada en explorar el lenguaje, materia principal de la narración literaria. Deza se pregunta constantemente por el sentido de algunas expresiones, el significado y etimología de algunas palabras, la relación del español con el inglés, el francés, el italiano, el latín… El resultado de esta prosa tan consciente de sí misma, que no asume nada, que lo cuestiona todo y no da nada por sentado, supone un profundo extrañamiento de la lengua. En Marías nada se da por descontado, ni el significado o sentido de las palabras que utilizamos. Sorprende que, pese a su continuo cuestionamiento, Deza siga avanzando en la narración, durante alrededor de mil seiscientas páginas. Una paradoja: Javier Marías, el escritor contemporáneo que más se ha preocupado por los peligros del narrar, nos ha entregado una de las novelas más largas de la literatura en español; uno de los escritores que más ha puesto en entredicho el lenguaje que usa es, a la vez, uno de los que más ha usado este lenguaje.

En Tu rostro mañana hay un constante adelgazamiento de la trama, una puntillista ampliación del instante. Casi toda la acción de los tres volúmenes transcurre durante apenas tres noches. Prácticamente todo el segundo volumen ocurría en una noche en una discoteca, y en el tercero son muchas las páginas dedicadas a describir de manera cuidadosa cómo se le corre la media a Pérez Nuix. Sí, a Marías siempre le han interesado esos géneros populares en los que hay mucha acción, pero en sus libros la acción sobre todo ocurre en el interior del narrador. Asistimos, así, a las peripecias de la mente hiperactiva de Deza, tan dispuesta a la digresión, a largos monólogos sobre la traición, la separación, el estilo “maleducado” del mundo, y por supuesto, la difuminación, palabra clave en la obra de Marías. En Tu rostro mañana, el tiempo “difumina” a las personas, el pelotón de ejecución de un cuadro se halla “difuminado”, Madrid después de una ausencia se encuentra “difuminada y turbia”. Todo se difumina en el tiempo y el espacio: en el tiempo, porque los hechos y las personas van irrevocablemente camino al “tuerto” olvido; en el espacio, porque nos cuesta ver o no nos esforzamos por ver con nitidez aquello que nos rodea, especialmente a las personas; todo se nos aparece como si se hallara detrás de una niebla espesa o una “lluvia interminable”.

Otra paradoja: se trata de una novela de acción, pero el tiempo en ella parece detenerse: literatura en cámara lenta. Así, Marías reivindica a la novela como el género capaz de llegar adonde no llegan otros géneros, otras artes. El cine acaso pueda contar una historia mejor que una novela, pero sólo la literatura es capaz de moverse de manera tan suelta en el tiempo, expandirse o contraerse en la subjetividad de sus personajes, ingresar al envés de los objetos y las mentes, explorar la “negra espalda del tiempo”. Aquí, se pueden mencionar algunas obvias influencias de Marías: Joyce, Sterne o Proust. Pero, lo ha visto bien Félix de Azúa, a diferencia de lo que ocurre con el francés, en Marías no se trata de una recuperación nostálgica del tiempo perdido, sino más bien de la constatación de que es imposible recuperarlo: todo se va aniquilando.

Esta monumental novela cierra con las despedidas conmovedoras y melancólicas de Deza (esa sombra, ese fantasma) a su padre y a Peter Wheeler, almas tutelares de la novela. Hay escenas muy bien logradas en Madrid, y momentos cómicos de primer nivel, como el encuentro sexual entre Deza y Pérez Nuix, o como cuando Deza debe esperar a Luisa en la que era su casa y se pone a ver Babe, el cerdito valiente en la televisión (“me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor”). No convence que todos los personajes de la novela hablen como el narrador y a veces incluso piensen como él (Pérez Nuix, por ejemplo, dice frases que suscribiría Deza). Pero los reparos son menores: releo lo escrito y me doy cuenta de que yo, que quería añadir un poco de mesura a la discusión, sólo puedo terminar citando a Cabrera Infante: “¡Ave Marías!”

EDUARDO PAZ SOLDÁN
Letras Libres, noviembre de 2007



Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombra y adiós

 

El novelista, a la manera en que lo concibe Javier Marías, escribe lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que se puso a escribir, hasta el momento que se desplegó empleando las palabras. "O dicho de otra manera a la vez simple y enrevesada", precisaba el autor: la tarea del novelista "es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque no podía expresarse", insistía Javier Marías. Acaso porque aún no se había expresado.

Los novelistas miran y ven la realidad y su vida, evocan sus recuerdos y rememoran sus experiencias: aquello que de algún modo ya sabían y aún no habían expresado, aquello que en principio captan de modo tentativo y después consiguen escribirlo coherente, narrativamente. Los novelistas distinguen en su interior un mundo que ya estaba y que ahora erigen, un mundo interno enmarañado que se parece a la realidad externa, un mundo que se asemeja a un documento confuso, a un texto de partes intrincadas y yuxtapuestas. En la existencia del observador, todas las cosas son indicios, todo remite a todo: hay una asociación de experiencias y, por ello, un recuerdo remite a otro.

Cuando nuestro escritor se pone a averiguarlas y a verbalizarlas dando forma a una historia, deberá ser coherente con lo que va escribiendo, de manera que eso que queda fijado le comprometa: el novelista se somete y desarrolla dichos datos de modo congruente. Éste es el proceso de escritura de Javier Marías: si esto lo aplicamos a una novela en tres volúmenes que sobrepasa las mil quinientas páginas, se comprenderá que el esfuerzo sólo pueda calificarse de colosal. Así es Tu rostro mañana, una obra cuyo primer volumen se publica en 2002 (Fiebre y lanza), el segundo en 2004 (Baile y sueño) y el tercero en 2007: Veneno y sombra y adiós. Es este cierre lo que justifica esta reseña y, hablando con propiedad, mi lectura de ahora, de ese tercer volumen que sobrepasa las setecientas páginas, confirma lo que escribí cuando la novela aún estaba inconclusa.

Conforme avanza, el autor elabora un mundo de palabras con personajes, circunstancias, ateniéndose a lo dicho, sin arbitrariedades, sin incongruencias. Más aún, ese mundo de palabras remite a libros anteriores: a Todas las almas, principalmente, pero también a Corazón tan blanco o a El siglo. No cometer incoherencias en una ficción que se desarrolla al tiempo que se escribe -una ficción de la que no hay mapa de partida- es una aventura arriesgada. Más aún cuando esa novela tiene concomitancias obvias con la vida del novelista: entonces, la posibilidad de confusión o de contradicciones es mayor.

¿Es ésta una historia de espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece obligándonos a interpretar, a conjeturar.


Hay aquí un personaje que es a la vez narrador, alguien llamado Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, un antiguo profesor español que estuvo en Oxford. La historia de Tu rostro mañana ocurre después de haber abandonado la docencia: relata su paso por un grupo especial del MI6, encargado de espiar vaticinando o haciendo informes de individuos a partir de los leves o documentados indicios que la vida y el rostro de los otros ofrecen. La narración en primera persona tiene una sintaxis especial, la que es tan característica de Javier Marías: la oración de período largo, la amplificación, la reincidencia deliberada, la salmodia que repite como cifra y enigma frases o invocaciones frecuentemente shakespearianas que encierran proverbio y misterio. ¿Es ésta una historia de espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece obligándonos a interpretar, a conjeturar. Es la suya una prosa confesional que se asemeja a un monólogo interior, a una reflexión condicionada por inevitables digresiones (como es la vida): con los meandros propios de la reiteración. Aunque alguien nos cuenta -Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza- hay diálogos internos que se transcriben en estilo indirecto, en estilo directo, con personajes relevantes y, como el novelista, habladores: entre otros, el jefe de los espías Tupra o el profesor oxoniense Peter Wheeler. En esta novela, como en otras de nuestro autor, es común que alguien cuente al narrador algo cotidiano y pavoroso a la vez, ordinario y terrible: algo que tiene que ver con la experiencia -de dolor, de incertidumbre, de miedo- y con la depuración propiamente narrativa de dicha experiencia.

Con esta novela se cierra un ciclo, el de Tu rostro mañana, un ciclo que podía haber continuado si el relato no se hubiera hecho desde el presente del autor. Pero también se consuma el modelo que empezó a explorar el propio Marías hacia 1978 cuando publicara El monarca del tiempo. Hay grandes concomitancias. Fue entonces, en el capítulo inicial de El monarca…, la primera vez que Marías empleó este recurso. Como si estuviéramos en una novela de Joseph Conrad o de William Faulkner, la voz relatora es la de un coronel que habla y habla sin parar, alguien que cuenta a un interlocutor mudo y condenado: alguien que se expresa en una suerte de monólogo. Estamos en el siglo XIX. El oyente es un soldado que va a sufrir deportación, destinado al islote de Bormes (por alguna falta que desconocemos), un soldado cuyas palabras jamás leeremos. Su superior le cuenta el caso del capitán Louvet, durante la campaña rusa de Napoleón, un militar pero sobre todo un teórico de la guerra que había ignorado qué era un campo de batalla -qué era la violencia, el horror- hasta ese mismo momento.

En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía -que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados (Tu rostro mañana)- ahora renunciará a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte.

El coronel de la ficción habla con desparpajo -como hablarán los personajes de Javier Marías-, con unas palabras inciertas, precarias y abundantes. Frente al capitán Louvet de la novela, el personaje de Marías es alguien que perora de la guerra real y sobre todo del relato de la guerra, alguien que lógicamente desconfía de la excesiva individualidad del soldado, de los heroísmos temerarios. La guerra, los héroes y los mártires pueden contarse porque sus detalles se ignoran, porque la sordidez se embellece con la ignorancia, parece decirnos. Frente a la Historia, una historia en la que sus narradores esperan rendir homenaje a la verdad y a la exactitud, la memoria arregla y el relato legendario retoca la oscura vida de los héroes. O, más aún, el burócrata, el superior, el administrativo corrigen e incluso desechan y eliminan expedientes, hojas de servicios. Eso es lo que hace el narrador, porque eso es lo que es: un burócrata, un superior, un administrativo. No saber permite aventurar…, y ese mando no quiere saber. “Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir sobre lo que fue de Louvet con la máxima libertad”, leo. “¿Lo ve usted? ¿Lo comprende?”, apostilla.

Si hemos de creer lo que Marías ha confesado, Veneno y sombra y adiós ha dejado exhausto a su autor. Probablemente por el número de páginas; quizá por el vuelco de la experiencia personal que, transfigurada, se traslada a la ficción; tal vez por el monólogo interior que fuerza las vivencias del personaje que habla y que exige al autor el máximo. Pero tal vez el novelista ha quedado extenuado porque los temas tratados son importantes y no se resuelven: el veneno de la violencia -que se infiltra, que intoxica, hasta el punto de desmoralizar al contagiado- y la amenaza de la muerte. “Siempre que muere alguien”, decía Javier Marías en un artículo de El País, “una de las cosas que más me chocan y me resultan más incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos”. ¿Qué pasa con ese patrimonio de experiencias?, se preguntaba Marías. Una manera de retenerlo -tal vez la única- es materializarlo en un relato: un documento que testimonia. Lo que se pierde puede ser objeto de narración, pero también de especulación cuando nos faltan datos.

En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía -que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados (Tu rostro mañana)- ahora renunciará a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte. En este volumen, Marías -que, por supuesto, aún sigue abandonándose al placer de la digresión y del vaticinio- parece más sombrío y más interesado por el pasado: el del padre y el del profesor oxoniense, los dos personajes que en sus páginas mueren.

Porque, en efecto, en Marías la novela no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos los límites del propio acto de enunciar.

Pero digo esto e inmediatamente me corrijo. Ese tono abatido de muerte siempre ha estado en sus novelas. En efecto, los narradores de Javier Marías siempre son impresionables, bravos y pasivos a un tiempo, dotados de una imaginación entre enfermiza y creativa: saben mirar los objetos cargados de pasado y densidad, prosopopeyas de los vivos y de los muertos, piezas sueltas de lo real. Conjeturan significados, atribuyen sentido a hechos que parecían no tenerlo o incluso a fotografías…, siempre mudas y sugerentes.

Ah, la muerte, la lenta difuminación del yo, las cosas que nos sobreviven, ese mundo de cachivaches que fueron nuestros y que, al final, son los restos de la identidad. Vean, si no, qué le ocurría al relator de Corazón tan blanco. Mira, pero sobre todo habla, habla sin parar para sobrevivir, para detener la descomposición, presuponiendo con detalle, pormenor y circunstancia, dejándose conducir por los hechizos del azar. Exactamente igual que le sucede al relator de Veneno y sombra y adiós. Divagan sobre lo que ven y sobre lo que ellos mismos son (no está clara cuál es la identidad fija); divagan abandonándose a unos incisos que les llevan a pronunciarse con elocuencia precaria y expansiva, con desparpajo o desembarazo… En el fondo, muchos individuos nos comportamos así: apreciamos un detalle y, lejos de contenernos, nos entregamos a presunciones e inferencias, rastreando la Negra espalda del tiempo, como dice Marías cuando invoca en otra obra también a Shakespeare.

Ésa es la manera que tenemos de abordar la realidad indescifrable que se nos presenta día a día: mero vislumbre creativo. O, como dice Elide Pittarello, los personajes de Marías demuestran “una desbordante capacidad imaginativa”. Y añade: “ocultos hasta el punto de asimilar su vida a la evanescente condición del fantasma, de lo impreciso, estos sujetos captan sobre todo el lado en sombra de la realidad”: la de la identidad inestable. Pensemos en un narrador que fue profesor y ya no lo es; que ha sido espía y ahora, justamente ahora, deja de serlo. Dos son las palabras clave del diagnóstico: fantasma y sombra. En efecto, Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza tiene algo de fantasmagórico. Como tantos otros narradores de Marías: o bien porque son literalmente espectros (Cuando fui mortal); o bien por que se cobijan en la irrealidad que alumbran, sumidos en un espacio que carece de lindes y de asideros. Son sombras, en efecto: pura nube sin espesor, aire que sale por la boca.

La impresión que uno tiene cuando lee las novelas de Javier Marías es que los narradores y los personajes se expresan, efectivamente, con una locuacidad ilimitada, como si nos estuvieran revelando algo inconfesable, un secreto familiar, un oscuro detalle que nos hace copartícipes de una epifanía o una declaración. Saben expresarse, con ese manejo de la sintaxis (¿sofisticada?) que capta, que captura, que subyuga en párrafos inacabables. Con esos períodos larguísimos y envolventes, con enumeraciones, amplificaciones y concatenaciones que sirven para persuadir al lector, imaginando el destino potencial de uno mismo a partir de escasos indicios, meros barruntos de lo que la existencia nos da. Porque, en efecto, en Marías la novela no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos los límites del propio acto de enunciar. “A diferencia de otras clases de pensamiento”, dice el novelista, “que sí son formas de conocimiento, el literario es más bien una forma de reconocimiento”. Porque, como antes indicábamos, la literatura (la de Marías, particularmente) “no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado. O en menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio”. Como en los viejos relatos ingleses, como en el Oxford espectral de Todas las almas.

JUSTO SERNA

Ojos de papel.com, 4 de noviembre de 2007

 

El espía egoísta y charlatán

 

No sé si el empeño que acaba de concluir Javier Marías -la trilogía Tu rostro mañana, que integran las novelas Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y ésta de ahora, Veneno y sombra y adiós- responde a lo que, en término poco preciso pero expresivo, se ha dado en llamar autoficción. Con este modismo se designa aquel artefacto literario que borra adrede las lindes entre la autonomía de la imaginación y la experiencia personal del narrador, y que transita por la frontera misma entre lo fictivo y lo histórico: un género que, a fin de cuentas, parece responder a la indeterminación con la que esas polaridades se nos ofrecen constantemente en nuestra vida real. Si es así, y si tal ha de ser la tendencia de la novela del siglo XXI, Marías ha logrado, a la fecha, la construcción más sostenida, compleja e importante que tal voluntad (de estilo y de género) ha producido en las nuevas letras españolas.

Lo cierto es que, de entrada, tiene todas las marcas de la nueva modalidad narrativa, empezando su larga gestación en el corpus escrito del autor. En Todas las almas nació su protagonista y allí se esbozó el dilema moral del memorialista autofictivo: parece que sus amigos existieron "para que yo pueda hablar de ellos", aunque sabe que "el que cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio, ni al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación". Pese a lo cual, la dimensión digamos autobiográfica de aquel relato engendró unos años después la novela complementaria Negra espalda del tiempo ("no soy el primero ni seré el último escritor cuya vida se enriquece o condena por causa de lo que imaginó o escribió", leemos allí: podría ser otro lema para toda escritura de autoficción). Pero la idea de que su protagonista fuera intérprete de lenguas es algo que ya sucedía con los héroes de Corazón tan blanco, relato tan relacionado con éste (aunque aquí ellos sean una suerte de espías devaluados, más o menos al servicio del MI6 británico), y de aquella novela también surgió la repugnante estirpe Custardoy que conoceremos mejor aquí. No nos extrañe la prolijidad de esa trama de parentescos y reescrituras. La autoficción tiene mucho de reflexión moral a lo largo, porque también convergen en ella los territorios paredaños del ensayo y el relato. Y, en el fondo, Marías es uno de esos escritores que trabaja a la sombra de la filosofía práctica: de la epistemología y de la ética. Le obsesiona la naturaleza de la verdad y cree que el punto de partida de la existencia es el egoísmo ("uno no lo desea -comienza esta novela-, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado"), aunque el compromiso es inevitable ("ojalá nunca nadie nos pidiera nada", empezaba Baile y sueño) y, a la larga, sabe que vivir consiste solamente en elegir, que elegir es hacer daño y que hacer daño implica, al cabo, culparse ("no debería uno contar nada, ni dar datos", decía el initium de Fiebre y lanza, para desmentirse enseguida).

Las novelas de Marías irritan a muchos: hay poca trama (prefiere escenas estáticas y tensas), y la manufactura en una prosa divagatoria, algo caprichosa, sin prisa, de esas que las solapas editoriales llaman "envolvente". Sus enemigos, cuando tienen alma de dómine, la acusan de basarse en el anacoluto permanente, pero sus lectores pensamos que es un mecanismo imprescindible y perfectamente ajustado a lo que se pretende. Su lenguaje se presenta como una suerte de afirmación tentativa que se apoya continuamente sobre la duda sistemática: aquí se divaga sobre la propiedad de una expresión común, allá sobre la cercanía o lejanía de dos sinónimos, más acá sobre la equivalencia posible entre una expresión inglesa y otra castellana. De otro lado, las series enumerativas proliferan, las afirmaciones teóricas se autodiscuten y en las descripciones, las sugerencias aventuradas, los parecidos o las rectificaciones se adhieren inextricablemente al hilo narrativo. ¿Hilo? El hilo evoca continuidad y el orden de Marías prefiere la asociación y la dialéctica, la proliferación y la exhaustividad. Y quizá por todo eso es un humorista, como lo era su referente prosístico más directo, Juan Benet. En buena medida, el centro de gravedad de Baile y sueño era la estúpida danza del diplomático De la Garza, y sus consecuencias, unas jocosas y otras terribles; ahora, en una nueva aparición, el odioso Rafita de la Garza canta raps de su invención a un displicente Francisco Rico (un cameo habitual en la narrativa del autor). Pero puede que el mejor humor de Marías no se halle aquí sino cuando describe su relación erótica con la joven Pérez Nuix y cuando se encarniza en el afrentoso recuerdo de nueva Catedral madrileña y su imaginería piadosa, con las pinturas de Kiko Argüello ("nada decente se puede esperar de tal nombre"). Con todo, yo prefiero las escenas más dramáticas de esta novela, que son de rara y trabajada perfección: el regreso de Jacobo-Jaime-Jacques Deza a su hogar madrileño y su relación con Luisa, su mujer; el tenso capítulo en que visita a su rival Custardoy y obtiene su venganza; las dos conmovedoras entrevistas del protagonista y su padre, Juan Deza (donde se completa de añadidura aquella siniestra historia de delación, desvelada en el primer libro y ahora completada con el nombre de otro felón, el seudoescritor al que llama Darío Flórez, no menos verídico que los ya sabidos Del Real y Santa Olalla: sólo se ha suprimido el primer apellido de todos).

Entrar en las novelas de Javier Marías supone hacerlo en un territorio previsible y reconocible para su lector asiduo. Imagino que cuenta con esto y que, por su parte, sus fieles saben que todas empezarán con un arranque estimulante y sintético a la vez (arriba hemos recordado algunos) y que incluirán algunas fotos (como hacían los relatos autofictivos de W. G. Sebald y hace poco, los últimos de Guelbenzu y Martínez de Pisón, Esta pared de hielo y Enterrar a los muertos), que son objeto de écfrasis demoradas y sutiles por parte del narrador: memorables son, en nuestro caso, las referencias a la foto de Jane Mansfield y Sofia Loren o la reflexión sobre un retrato del Parmigianino. Tampoco faltarán las divagaciones subsidiarias (acerca de los apellidos extranjeros en la historia del Reino Unido o a propósito de los carteles de la Guerra Civil española), ni se dejará de confirmar la intromisión de las evidencias audiovisuales en nuestras vidas, tan obsesiva siempre en el autor: la más importante, en nuestro caso, es la sesión de filmaciones de violencia que Bertie Tupra exhibe ante Deza (y éste narra con una técnica elíptica muy cercana a la inolvidable descripción del aleph en el cuento de Borges), pero tampoco es nada desdeñable el modo en que una visión fugaz de Babe, el cerdito valiente en el televisor pauta una tensa escena en casa de Luisa.

Valía la pena esperar un lustro para completar la lectura que iniciamos en el año 2002. Con este "Adiós", el rostro huidizo de Jacobo Deza ha quedado retratado definitivamente en nuestra memoria. Y lo cierto es que se nos parece mucho.

JOSÉ-CARLOS MAINER

El País, Babelia, 29 de septiembre de 2007

 

El rostro del siglo

 

Con Veneno y sombra y adiós Javier Marías ha culminado la que ya es su mejor novela, Tu rostro mañana, haciendo confluir las tramas de Fiebre y lanza (2002) y Baile y sueño (2004) y, en una suerte de obra total, los asuntos que latentemente vienen sustentando su obra desde, al menos, El siglo (1983). Si de algún libro este es hijo, más allá de la aparente Todas las almas (1989), es de aquella rara novela. La delación, la traición (y en Tu rostro mañana todos los personajes traicionan salvo el padre del narrador) son los asuntos de esa novela cuya narración, de prosa bernhardiana, carecía de voz definida. Parece como si hubiera vuelto sobre los temas que esa obra convocaba y no alcanzaban su plenitud para que ahora, en pleno y portentoso dominio de sus facultades narradoras, lo hicieran. Ha debido pasar un cuarto de siglo para que ese rostro o retrato del XX fuera acabadamente narrado.

Porque Tu rostro mañana, que pone a contribución la obra toda de Marías (no ya por las reapariciones episódicas de personajes como Custardoy de Corazón tan blanco (1992) o el académico Rico de Negra espalda del tiempo (1998) sino por las citas textuales de ambas obras y también de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), además de las tomadas de los dos anteriores volúmenes de esta novela, que hacen visible la profunda unidad temática de sus libros, ofrece, a la vez que uno de los más perspicaces retratos de las actitudes que han determinado la vida del hombre en el siglo XX (impagables son esos dos personajes inspirados en el padre de Marías y en Sir Peter Russell, cuyas biografías parecen acotarlo), un perfil del descontento de cierto hombre occidental en este nuevo siglo, ese que no soporta la vacuidad de su tiempo, conforme al cual vive pero del que no se siente hijo, y lo dice. Aunque quizá, yendo más allá, el siglo que desde aquella lejana novela va retratando no sea el XX o el XXI sino el tiempo, esa dimensión en la que todos los siglos cuentan, y todas las personas, así los vivos como los muertos, como repite el narrador tomando una cita de Benet.

Culmina también en este libro un giro lento pero de hondo calado que ya empezó a dar la obra de Marías con Negra espalda del tiempo: el estilístico. Pese a que su estilo sigue siendo reconocible (y si Julián Marías definió la calidad de página como ese sello que hace inconfundible las de todo gran escritor, del estilo de su hijo cabría hablar de calidad de párrafo), a que su musical por rítmica prosa parece la misma (la que la buena crítica ha dado en llamar hipnótica hasta el hartazgo y que parece haberla en verdad hipnotizado, para mal, y que la mala crítica, o la crítica fatigada, tacha de manierista o virtuosista) ya no lo es. Hay menos frases subordinadas y copulativas, menos párrafos de largo aliento. Siguen las reiteraciones, sus celebrados ritornelli, pero en una prosa de período más corto. Parece como si la brújula con la que Marías dice escribir alcanzara al idioma con el que el narrador va contando, tantea las posibilidades a la vez que el narrador va viviendo, u orientándose, y contándonos con prosa brujuleante su ficticia vida.

En esta época de "obras maestras" casi diarias conviene llamar la atención sobre la que en verdad lo es (esa es la función de la crítica). Y esta es una, de las mayores. Bolaño dijo que Marías era "de largo el mejor prosista español actual". No es exagerado decir que es el mejor escritor en español vivo. O lo que es lo mismo: uno de los mejores de cualquier tiempo.

CÉSAR ROMERO

Diario de Cádiz, 13 de octubre de 2007

 

Virtuosismo y fatiga

 

Todas las almas, la primera gran novela de Javier Marías (Madrid, 1951), puede considerarse como el prólogo de la trilogía Tu rostro mañana, que ahora se cierra con Veneno y sombra y adiós. De allí no sólo surgen personajes y situaciones, sino muchas de las claves que definirán una original forma de narrar heredada de Lawrence Sterne, del que ha sido muy competente traductor, y de Juan Benet: ambos le han mostrado la importancia de un flujo narrativo que se salva de las convenciones de la novela decimonónica. Todas las almas era la historia de una perturbación y, en muchos sentidos, en la trilogía, el protagonista Jaime Deza o como quiera llamarse, pues aquí los nombres se desdoblan continuamente, es un hombre perturbado por su separación de Luisa, por la vida que ella lleva en Madrid y por la constatación del paso del tiempo en la figura de sus dos seres más queridos y admirados, Peter Wheeler y su padre Juan Deza, aquí envejecidos y cercanos a la muerte. Ya en Todas las almas el protagonista, con otro nombre pero con parecida personalidad, se decía: "Tengo que dejar de pensar y hablar en cambio para descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y establece demasiados vínculos". Dejar de hablar, porque es del pensamiento incesante que surge la perturbación, y dejar de hablar porque "por eso nos condenamos siempre por lo que decimos y por lo que nos dicen".

Ahora, este pensar incesante se debe en parte a que Jaime, Jacobo, Jack o hasta el shakesperiano Iago, es mucho más espectador que partícipe de los hechos. Es un testigo, es el que sabe escuchar, y además está reconstruyendo y evocando hechos. Ello explica el carácter monologante del libro y el especial desarrollo, donde los principales personajes se van sucediendo para llevar a un desenlace la agitada acción de sus dos anteriores entregas, Fiebre y lanza y Baile y sueño. La figura del protagonista es la encargada de dar coherencia y fluidez, no en vano si le han contratado en el Servicio de Inteligencia inglés es por su capacidad para "escuchar, y fijarme e interpretar y contar", por sus facultades interpretativas, agobiada por las deducciones y conjeturas que son las que dan vida a la novela. Deza, como el propio Marías, además, ha sido traductor, y es el lenguaje el que le permite buscar la exactitud de los significados y aceptar su ambigüedad porque "hay en todas las lenguas ambigüedades irresolubles". A su vez, declarado admirador de Larra, que pasó su infancia y primera juventud en Francia, siente esa especie de esquizofrenia o desdoblamiento propia de quienes han vivido largo tiempo en el extranjero, especialmente en un país que les ha impactado y en el que se han integrado.

Esta esquizofrenia le permite no sólo ser perceptivo con la lengua, sino enormemente crítico con sus compatriotas que, como ocurre en Larra, salen muy mal parados: en ellos sólo ve los aspectos negativos, hasta rozar la arrogancia, la misma que los lectores pueden ver en los artículos periodísticos recopilados en Mano de sombra. Arrogancia e innegable capacidad para una burla que roza el sarcasmo, la misma que exhibe con crueldad en personajes como el diplomático Rafael de la Garza. España es el "paraíso de los atuendos ignominiosos o desvergonzados", "el país más pueril y bravucón que conozco", "siempre tan fanfarrones los españoles", "yo puedo pensar y decir cosas terribles de mi país, al que considero envilecido hasta la médula y embrutecido en demasiados aspectos". Pero lo importante es que este escuchar, fijarse, interpretar y contar son también las cualidades de un narrador o, si se prefiere, de un contador, y aunque en el Servicio de Inteligencia le han enseñado los peligros de contar, no es por casualidad que Peter Wheeler le revela cosas nunca reveladas para que "alguien más pueda investigarlo o contarlo. De que no se pierda enteramente", "quizás prefiero que calles, bien puede ser. Pero a la vez me tranquiliza pensar que contigo mi historia aún podría... Sí, aún podría flotar".

Puesto que de historias se trata. Y el problema de que el protagonista sea el narrador exclusivo hace que los personajes, especialmente Peter Wheeler y su padre, los que a sus noventa años más evocan y reflexionan, tengan todos la misma voz, la inconfundible del propio Marías. Historias que necesitaban un final, pues estaban ya sugeridas o ya desarrolladas en sus dos novelas anteriores. Se añade muy poco y no hay finales dramáticos, por no hablar del diluido final. Se nos dice mucho de Tupra pero ya lo sabíamos todo. Ninguna sorpresa en el desenlace de su relación con Luisa, exceptuando el descabellado e inverosímil episodio de la venganza del narrador contra el amante, tan inverosímil como el coito con Pérez Nuix, en una de las escenas más brillantes de la novela. Marías expresando su obsesión por la decadencia física y la muerte a través de Wheeler y del padre, los capítulos más conmovedores del libro. Y se nos revela el origen de la famosa mancha de sangre que ha alcanzado un valor simbólico (lo que tratamos de borrar u olvidar). Nadie va a dudar a estas alturas del virtuosismo de Marías, uno de esos narradores de talento tan necesitados en nuestra empobrecida narrativa. Pero la novela me ha resultado excesiva con sus reiteraciones, los motivos recurrentes utilizados ahora de forma mecánica y la abusiva exhibición de talento reflexivo. Vemos el agotamiento y el exceso, tan difíciles de evitar, propio de las trilogías.

J. A. MASOLIVER RÓDENAS

La Vanguardia, Culturas, 26 de septiembre de 2007

 

Marías cierra ciclo

 

Arranca la última novela de Javier Marías con un discurso que tritura mitos que están muy relacionados con una expresión que se repite frecuentemente a lo largo del extenso relato: el horror narrativo. Querríamos que a la hora de rememorar nuestras vidas se perpetúe lo que en ellas pudo haber de epopeya. Nos aterra llegar a ser juzgados como seres sin capacidad para actos de grandeza. Si elevamos esto al discurso académico, podríamos estar hablando de la «otredad» sartriana. Si descendemos hasta lo más vulgar, llegaríamos al eterno fenómeno de los cotilleos más lenguaraces y rastreros. Siempre, en todo caso, el otro y los otros, la alteridad. Siempre susceptibles de formar parte de un relato como héroes o villanos.

A partir de aquí, sobre todo en las páginas primeras de la novela, casos de gentes que fueron mitos, algunos triturados como sucedió con determinadas actrices. Otros permanecieron impolutos, gracias en no pequeña parte a haberse muerto jóvenes.

En el transcurso del relato se irá viendo que el tiempo que vivimos no se inclina del lado de lo heroico. De hecho, en uno de los encuentros que el narrador mantiene con su padre, éste le dice. «Es triste asistir a una época de decadencia, habiendo conocido otras mucho más inteligentes» (página 516). Seguro, por tanto, que Marías haría suya esta demoledora sentencia de Nietzsche: «En nuestro tiempo, ¡qué extraordinaria falta de libros que respiren una fuerza heroica! ¡Ni siquiera se lee a Plutarco!».

Nos encontramos ante una novela ambiciosa y, por tanto, arriesgada. No sólo es abultada la extensión; además, los períodos sintácticos resultan la mayor parte de las veces extensos en grado sumo. Añádase que el narrador no renuncia a las digresiones tan poco comerciales y, sin embargo, tan obligadas en un autor que pretende contar una historia en la que la trama no es la principal protagonista, ni siquiera lo son siempre los personajes que por ella desfilan, en su mayor parte, tan complejos como atractivos. Lo más esencial aquí es el lenguaje, un lenguaje plagado de riesgos, de los que es imposible salir indemne a lo largo de 705 páginas, máxime si se tiene en cuenta que, al no inclinarse por la sintaxis más ortodoxa, hay ocasiones en que se fuerzan mucho las reglas.

No sería descaminado anticipar que el encuentro entre el narrador y la joven Pérez Nuix llegará a ser citado como un ejemplo de morosidad narrativa. Ocupa un número de páginas considerable ese episodio en el que la muchacha luce una carrera en sus medias, le pide a Deza que utilice sus poderes para que un determinado individuo no actúe contra el padre de la compañera de trabajo de nuestro narrador. Y todo ello concluye con una escena de cama que no querrá ser ni siquiera registrada por sus protagonistas, y no porque lo acontecido sea triste ni traumático, sino por razones de otra índole que el lector podrá advertir. La demora en tantas páginas y detalles no es un regodeo erótico pormenorizado. Es todo un divertimento narrativo, así como una prueba de los recursos que el autor maneja cuando, más que a Benet, sigue a Proust.

Frente a la morosidad de éste y otros pasajes, pudiera decirse que hay momentos en que la trama propiamente dicha se abre paso de forma sorprendente. Esos momentos se relacionan sobre todo con el encuentro que se anuncia y termina por producirse entre Deza y Custardoy. Celos, rescoldos de un amor que aún crepita, sobre todo de parte del narrador, e intriga que crea ese copista y amante de la ex mujer de nuestro narrador protagonista. Ese hombre de la coleta, algo rufianesco a la vista de uno de los personajes femeninos, conquistador y seguro de sí mismo, es el personaje más humano de toda la novela. Y, de otro lado, no llegamos a saber gran cosa de él, tan sólo nos llegan las impresiones que a distancia nos transmiten otros «actantes».

Con la joven Pérez Nuix el relato se ralentiza. Con Custardoy trepida.

La dureza de Tupra, frente a la bondad del padre. Son ambos personajes los vértices del discurso moral de esta novela. El primero, perteneciente a los servicios secretos ingleses, para quienes trabaja Deza ya desde anteriores entregas, se nos presenta con el interés que puede despertar en nosotros alguien capaz de sostener argumentos que repugnan principios básicos de la moralidad comúnmente aceptada. Es el que se pregunta por qué no son admisibles determinadas acciones prohibitivas que atentan contra acuerdos generalizados. Las páginas en que muestra a Deza imágenes de terrorismo de Estado y de chantajes son tan duras en lo moral como brillantes en lo literario. ¿Por qué no admitir acciones que en teoría son por el bien común? Porque así nadie podría vivir, le ataja Deza.

Frente a este personaje, la figura paterna, ya en fase de despedida. En cierto modo, el libro le rinde homenaje. Aparece aquí una de las constantes últimas de Marías no sólo en sus novelas: la delación y la infamia, vividas por Julián Marías en tiempos de posguerra. Vividas por un filósofo conservador que, por orteguiano, no tuvo sitio en aquella Universidad española franquista que rezaba -y no es hipérbole alguna- por la conversión del maestro. Figura tierna, más allá de combates y embates del presente, que confronta con otros personajes. Es de lo más interesante de la novela, al lado de la otra despedida del personaje ya anciano que lo introdujo en el contexto de otro país. También dice adiós a la vida, con sus recuerdos de la guerra española y de la Guerra Mundial. Una dureza atemperada por la dulzura de la muerte próxima.

Otra confrontación del mayor interés. Los dos países, Inglaterra y España. No sólo las diferencias idiomáticas, sino también los distintos presentes que viven.

No le entusiasman a Deza su tiempo y su país, lleno de mezquindad, donde se dan parabienes a novelistas mediocres. Donde comparecen personajes fácilmente identificables, desde «vacuos autores de diarios» hasta un poeta «atento». No se pierdan tampoco el retrato que hace de Francisco Rico. Un país vulgarizado y envilecido, que hereda desmemorias varias, que llama patria a algo que no se sabe bien qué es.

Frente a todo ello, un final sin solución de continuidad. Abandona Inglaterra, vuelve a Madrid y recupera en muy pequeña medida a la mujer que fue el amor de su vida.

Riesgo, ambición. Puntuación heterodoxa. Arquitectura narrativa con escasas ventilaciones. Memoria, mito, amor, dolor, venganza. Discurso moral. Todo un saco proteico de una novela que es, sin duda, la cima del ciclo que concluye. Un novelón en lo cuantitativo y en lo cualitativo.

LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES

La Nueva España, Cultura, 18 de octubre de 2007

Caricatura de N. García



Intriga existencialista

 

Vaya por delante, sin clientelismos, que considero a Marías un escritor de culto. Aunque pensaba que nada nuevo le quedaba por hacer tras sus dos anteriores libros, englobados bajo el paraguas -que no trilogía- de Tu rostro mañana, erré, en tanto que este es el mejor volumen. No hablaré de párrafos memorables, pero sí diré que en Veneno y sombra y adiós se encuentran momentos plagados, si no de humor, de finísima ironía, reflexión militante y profundo sentido ético. Sus principios son toda una declaración de intenciones: En Fiebre y Lanza recordaba que uno no debiera contar nunca nada; en Baile y Sueño deseaba que ojalá nadie nos pidiera nada... En Veneno y sombra y adiós es asertivo: uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado. Las novelas de Marías repugnan y enamoran como si el mundo se dividiera entre quienes le aman y aquellos que le detestan. Gasta de poca trama -aunque en este tomo sí la hay- y, por utilizar un símil cinematográfico, se asemeja más a una película de Dreyer que al universo narrativo de los Wachowski. Prefiere el estatismo y la contemplación a conducirnos los meandros de vértigo agónico.

Adentrarse en las páginas del autor de Todas las almas supone hacerlo en un territorio reconocible tal que acurrucarse en toallas calientes tras una ducha helada. Un lugar plagado de, extrañeza, ajenidad -si se me permite-, pesimismo... y belleza. La infinita belleza que desprende la precisión de la palabra sabiamente esgrimida. Pero no me hagan caso y lean. A fin de cuentas ese instinto higiénico de cuestionárselo todo es lo que postula Marías desde hace tres décadas.

ÁNGELES LÓPEZ

Qué Leer, noviembre de 2007



La acción del amor

 

¿Cómo debería reseñarse esta tercera y última entrega de Tu rostro mañana? ¿Tendría que volver a leer los dos primeros tomos (Fiebre y lanza y Baile y sueño) y sólo después leer Veneno y sombra y adiós? En cualquier caso, Veneno y sombra y adiós no es una novela autónoma que tenga sentido completo en sí misma: un lector que no conozca las novelas anteriores no va a entender nada.

Baile y sueño terminaba con dos asuntos pendientes. El primero atañe a Tupra, que quería enseñarle a Deza (protagonista y narrador de Tu rostro mañana) unos misteriosos vídeos. El segundo está relacionado con la «joven» Pérez Nuix, que quería pedirle un favor a Deza: que se haga pasar por un tipo para conseguir librar a su padre de un follón económico, o acaso de algo peor. Esos parecían que iban a ser los ejes narrativos de la continuación, pero realmente los dos acaban siendo muy secundarios ante el asunto central del libro, que casi puede ser calificado como «de acción»: Deza abandona Londres para instalarse en Madrid con la firme resolución de volver con su mujer, Luisa, y con sus hijos.

En ese retorno a Madrid, el espía Jacques Deza vuelve a encontrarse también con su padre, uno de los personajes más interesantes de la primera parte del libro: su historia en el Madrid sitiado de la Guerra Civil era realmente emocionante. El encuentro es triste, porque la salud mental del padre de Deza está deteriorándose rápidamente, pero aun así resultan muy interesantes sus reflexiones sobre cómo deben comportarse los amantes después de una ruptura: «Luisa es inteligente, y cuando tenga que decepcionarse lo hará, aunque sea de mal grado y se resista y le cueste... Quizá con alguien mediano o que la satisfaga parcialmente tan sólo, o incluso que tenga algún elemento que la desagrade, eso puede. Lo que sí me parece es que a ese posible marido, sea como sea, a ese proyecto, a aquel en quien fije la vista, le dará incontables oportunidades, pondrá mucho de su parte, intentará ser comprensiva al máximo, como sin duda lo intentó contigo hasta que superaste el límite, supongo, nunca os he preguntado qué os pasó exactamente». Deza escuchará atentamente a su padre, pero no le hará ni puñetero caso y decidirá, contra los consejos recibidos, intervenir. Intervenir, y mucho.

La Guerra Civil es casi tan importante en Veneno y sombra y adiós como lo era en la primera entrega, Fiebre y lanza, siguiendo la participación de Peter Wheeler y su relación con Ian Fleming, el creador de James Bond. Wheeler reflexiona sobre la guerra española y sobre las demás guerras: «La Guerra, sin embargo, no daba apenas tiempo, ni a las dudas ni a los remordimientos ni a nada. Por ese motivo algunas personas recuerdan los períodos de guerra como los más vitales de su existencia, como los más eufóricos, y hasta los echan de menos luego, en cierto sentido. Las guerras son lo peor, pero en ellas se vive con una intensidad desconocida, lo bueno que tienen es que impiden que la gente se preocupe por tonterías o se deprima, o se dedique a chinchar a los que están alrededor. No hay tiempo para nada de eso, se va de una cosa a otra sin cesar, de una angustia a un sobresalto, de un terror a una explosión de alegría, y todos los días son el último, o más aún, el único. Se marcha, se es hombro con hombro, todo el mundo está ocupado en sobrevivir, en derrotar a la bestia, en salvarse y en salvar a otros, y hay mucho compañerismo si no cunde el pánico. Aquí no cundió. Se lo habrás oído contar a tu padre y a otros, vuestra Guerra fue también así». Esta idea de la guerra, incluida esa hipotética nostalgia, me resulta especialmente desasosegante. Y la idea, expresada en otros momentos de Veneno y sombra y adiós, de que la Guerra Civil española fue diferente a las demás guerras también me resulta muy desasosegante.

Pero el elemento que más diferencia esta tercera entrega de Tu rostro mañana de las anteriores entregas es el arte. Dentro de la trama «de acción» de la novela, el arte ocupa un lugar muy importante. Custardoy es un pintor bastante macarra que sale con Luisa, la mujer que todavía no está separada legalmente de Deza, aunque lo esté emocionalmente, y que se dedica a la copia o a la falsificación o al negocio ful. Deza, pasando de ser un espía «teórico», que se limita a averiguar el comportamiento de la gente por sus palabras y por los gestos de su cara, a ser un espía «de calle», hará un seguimiento de las actividades de Custardoy que lo llevarán a fijarse en algunos cuadros del Museo del Prado, como Camilla Gonzaga, condesa de San Segundo, y sus hijos, del Parmigianino, o Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien.

Quizá las tres partes de Tu rostro mañana respondan también a las «edades» del cuadro del pintor renacentista alemán: la infancia, la madurez, la vejez, acompañadas siempre de la sombra de la muerte, una vieja que parece haber sido atractiva en algún momento.

Las decisiones que toma Deza en Veneno y sombra y adiós hacen que el personaje que se presenta en Fiebre y lanza aparezca bastante cambiado. Las simpatías que generaba su condición de «novato» en un mundo que no conocía, el del espionaje, se convierten en recelo ante sus actuaciones como «hombre de acción». Su deseo de recuperar a Luisa se vuelve bastante obsesivo y siniestro: el cierre de la novela recuerda al de la mejor ficción de Paul Auster, La noche del oráculo, en la que el narrador y protagonista, que nos ha vendido una imagen cándida de sí mismo, acaba mostrando su lado más negro, también en relación con la vida sentimental de su mujer. Deza tiene una explicación para su cambio de forma de pensar, para su cambio de comportamiento: «Sí, me había ocurrido algo malo, y no, no me había ocurrido nada malo. Nada anómalo, en todo caso. A uno le hacen daño y se convierte en enemigo. O hace uno daño y se crea un enemigo».

Lo mejor de Tu rostro mañana está en la primera entrega, Fiebre y lanza, y en esta tercera, Veneno y sombra y adiós, en especial a partir del regreso de Deza a Madrid, porque el comienzo es largamente discursivo y sin fondo. Sigo sin entender el sentido de Baile y sueño, y su caída en la especulación por la especulación, que quita la carne a unos personajes que la tenían, que la querían sentir, tocar, disfrutar y también herir.

No creo que Javier Marías (Madrid, 1951) haya conseguido, con este enorme esfuerzo, escribir su mejor novela, que pienso que sigue siendo Todas las almas, en la que se encuentra el origen de Tu rostro mañana y también el origen de Jacques Deza, ese «español» sin nombre que da clases en Oxford; la ciudad que el padre de Deza se empeña en confundir siempre con Londres.

FÉLIX ROMEO

Revista de libros, noviembre de 2007



Despedida de un mundo imaginario

 

Lograr el mantenido interés de una acción narrativa a través de cientos de páginas, amarrar al lector entregado a una trama de variadas temáticas y enfoques diversos no es nada fácil. Insistir en el extenso desarrollo de un motivo argumental que gira sobre sí mismo, avanzando con sorprendentes desenlaces sectoriales y arriesgadas propuestas estilísticas requiere el coraje que ha tenido Javier Marías (Madrid, 1951) al finalizar su trilogía Tu rostro mañana -las dos primeras entregas, recordemos, Fiebre y lanza y Baile y sueño- con el volumen titulado Veneno y sombra y adiós.

La historia arranca ahora con la conversación que sostienen Jacques/Jaime/Jacobo Deza -el escrutador de rostros en oficinas sin nombre, que conoce así lo que ha de suceder- y el intrigante y taimado Tupra, en el acogedor gabinete particular de este, tan característicamente británico todo en la decoración ambiental, las formas y los modos sociales.

Haciendo gala de un mutuo cinismo, ambos desgranan la clave de un asesinato que, en esencia, es sólo el pretexto de un lúcido paseo intelectual por los más -aparentemente- peregrinos temas, desembocando la mayoría de ellos en un final abierto y una convicción asumida que ya conocemos desde hace tiempo los lectores de este soberbio conjunto literario: el Oxford universitario no es aquí ningún paraíso.


Retratos y guiños

Sumidos en la vorágine de una conceptual historia plagada de enigmas, repleta de guiños cinéfilos, plásticos y culturalistas en general, asistimos a un devenir de azarosos y hasta arbitrarios asuntos, que fluyen ágilmente en un listado que iría desde los fascinantes atractivos de aquella actriz (o así) que fue Jayne Mansfield, a la evocación del fusilamiento del caudillo liberal Torrijos y sus compañeros (a travésdel conocido cuadro de Gisbert), pasando por aquel cartelismo bélico que pedía la máxima discreción ante el espionaje de la retaguardia en las contiendas europeas del pasado siglo, las leyes raciales del Tercer Reich, el Londres mítico de Sherlock Holmes y el Museo de Cera o las legendarias gestas del Imperio británico.

Todo ello bajo el influjo de ese personaje que gravita de modo cambiante sobre la novela, un hallazgo en la narrativa actual, con Graham Greene y Le Carré al fondo: el profesor universitario, ambiguo miembro del MI5, con pretensiones estetizantes, hábil conversador, astutamente silencioso también, sin entrañas sentimentales, pausado diletante de la existencia, inteligente y amoral.

Sin dejar de tener su importancia, el contenido novelístico de la acción es secundario, frente a la maestría con que fluye un lenguaje de la imaginación miscelánea, y el acierto de Javier Marías en la creación de un ritmo narrativo que aboca al lector a una historia de amplias posibilidades en el tratamiento del conflicto; de algún modo, la técnica de «rashomon», en que un mismo hecho es desglosado por la mirada de diversos personajes, cobra aquí el sentido de un misterio mutante, enjuiciado a su vez desde varios sucesos menores.

Reconocimiento

Y siempre, al fondo, ese continuo proceso de autorreconocimiento que vive el protagonista, máscara a desentrañar por los demás: «Sí, era ofensivo que no tuviera ninguna prisa por reconocerme, en el hombre cambiado, en el hombre ausente, en el hombre solo, en el extranjero que vuelve; que no deseara descubrir sin demora cómo era yo sin ella, o en quién me había convertido. («Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, cité o recordé para mis adentros)» (pág. 319). Encarado al reto de la más exigente literatura, sin concesiones a la vana novelización del entorno, riguroso en el ejercicio experimental del puro narrar, Marías nos devuelve aquí el placer del texto decantado en un lenguaje de claves, códigos e intrareferencias que vale por toda una estética del vivir y del pensar, por toda una escritura de la sensibilidad gratificante.

 

JESÚS FERRER SOLÁ

La Razón, Caballo Verde, 27 de septiembre de 2007