Javier Marías. Hablar o callar, esa es la cuestión

Invocar el nombre de Javier Marías es como solicitar el parecer sobre un cuadro abstracto. Unos manifiestan adhesiones entusiastas y otros se decantan por diatribas furibundas. Los segundos tienen mucho donde agarrarse: una prosa obsesivamente llena de digresiones y de forzada sintaxis, artículos retadores, una personalidad contundente que con facilidad puede interpretarse como arrogante, un reconocimiento internacional inaudito en un autor español... A los primeros les basta el hipnótico ensimismamiento de su estilo para perdonarle cualquier falta. En las distancias cortas, el escritor seduce por sus modales oxonienses (se apresura a ofrecer algo que beber), su atildamiento y un sutil aire aristocrático que en ningún momento deviene soberbia (anima en seguida a tutear, pregunta con interés la opinión sobre su último libro, bebe Coca-Cola). Al lado del Ayuntamiento de Madrid, su piso tiene un marcado aroma inglés, mitad librería de segunda mano en un callejón londinense de los años 40, mitad gabinete de las maravillas, dada la profusión de objetos de coleccionismo.

La dificultad de llegar medianamente virgen a una obra de entretenimiento, a causa tanto de una pérdida del arte de la sugerencia -ejemplificada por los eternos y explícitos tráileres de películas- como de una tendencia de los medios de comunicación a destripar argumentos, rompe el hielo y apuntala la naturaleza irritada del autor ante los desatinos más comunes. Igual de proverbial en Marías es el comentario que sigue al encendido de la grabadora: "Quizás tenemos un pequeño problema, y es que no sé muy bien qué decir de la novela. Especialmente ahora, me parece suficiente con haberla escrito". Pero, como sus locuaces narradores, el escritor jamás se queda sin palabras, al contrario. También la frase de apertura de Tu rostro mañana era "Uno no debería contar nunca nada" y, cinco años después, quien la dijo ha disertado sobre lo humano y lo divino en 1.600 páginas repartidas en tres volúmenes.

La obra de una vida. Tras encadenar dos títulos maestros, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, que lo llevaron a la cúspide de su carrera con un aluvión de premios internacionales y una histérica fiebre comercial en Alemania, el autor optó por homenajearse en esa falsa novela titulada Negra espalda del tiempo, suicida paso artístico que estuvo acompañado de la controvertida decisión de no apoyarla promocionalmente. Su índice de popularidad experimentó una violenta sacudida. ¿Y qué hace el faraón cuando se ve amenazado? Construye su mayor pirámide. Tu rostro mañana es, en gran medida, un rescate y ampliación de temas y obsesiones (la interpretación de personas, saber o no saber, hablar o callar), ambientes (Oxford, Londres, Madrid) y personajes (el narrador de Todas las almas, secundarios de Corazón tan blanco...) de sus anteriores obras. Una suma, un concentrado y una expansión de su universo narrativo. Sus fantasmas oxonienses y el voyeurista que diserta bajo el padrinazgo existencialista de Shakespeare se persiguen por un laberinto de espejos sin que se sepa cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en lo reflejado.


Mundo majadero


Al leer el último volumen, uno tiene la sensación de que el proyecto suponía, de manera preferente, una forma de recuperar la figura y el legado de dos modelos paternos, los representados por su padre biológico, Julián Marías, y por su mentor, sir Peter Russell, alias Peter Wheeler, en cuyas vidas radica gran parte del combustible literario. ¿Esta fue la intención desde el principio?
Ciertamente hay un homenaje a dos figuras reales, pero también se las utiliza, pues se fabula a partir de sus vidas. Es un libro que no responde a un proyecto previo. Ha resultado inmenso en páginas sin que yo tuviera una ambición predeterminada. Ni siquiera pensé en dividirlo en varios volúmenes; simplemente fue abriendo posibilidades y adquiriendo dimensión. Para mí, el mayor atractivo del proceso de la escritura es averiguar la historia que estoy contando. Si la conociera completamente desde el principio, no escribiría el libro; la voy fraguando. Lo mío es errar con brújula. Corrijo mucho sobre la marcha, pero no hago segundas versiones.

En sus artículos denosta con frecuencia muchos de los comportamientos actuales y parece añorar tiempos pretéritos, digamos que de mayor señorío. ¿Se siente un hombre de otro tiempo, al igual que esas figuras paternas?
A medida que uno va cumpliendo años (yo pronto llegaré a los 56), se va sintiendo más ajeno al mundo vigente, quizás en eso consista hacerse mayor, en estar cada vez más incómodo en él, en echar de menos cosas. Otras veces pienso que no es solo una cuestión de edad, pues pertenezco a una generación en absoluto reprimida ni represora; al contrario, partidaria de la ruptura de los tabúes y nada mojigata. Ocurre que simplemente tenemos razón los que vemos que proliferan las estupideces, que el mundo vive idiotizado. Algunas ya las detectaba a los 19 años, cuando publiqué mi primer libro, pero creo que las majaderías han ido a más.

Cíteme ejemplos.
¿En qué época del mundo se puede imaginar que, ante la iniciativa de un multimillonario idiota que decide organizar una votación sobre las nuevas siete maravillas del mundo, por un lado, todos los periódicos dediquen numerosas páginas a semejante sandez y, por el otro, se incite a los españoles a votar por la Alhambra, y al que no lo haga casi que se lo tilde de antipatriota? Me quedé atónito ante la visión de esas 8.000 personas que se reunieron para abrazar la Alhambra y traerle suerte.
Ante cosas así, uno no puede dejar de decirse: “Yo aquí no estoy a gusto".

Luego tenemos el reciente caso Puerta, el malogrado joven futbolista del Sevilla.
Su fallecimiento resulta lamentable y triste. ¿Pero era necesario que TVE interrumpiera su programación para informar de su muerte? ¿Y suspender el Trofeo Santiago Bernabeu? Un momento, esto supone una exageración, la gente se muere en todas partes. No se ha de parar la vida por ello. Antes se contaba con la muerte, había una sobriedad al respecto. Ahora prolifera la sacralidad impostada. Estamos ante una muestra más del odioso mimetismo, que es una de las más terribles plagas actuales; alguien hace algo y todos lo siguen.

¿Su imagen de arrogante es el precio de ser usted mismo?
Sé que tengo fama de arrogante, igual que de antipático o altivo. A lo mejor lo soy.
Supongo que es el resultado de expresar en la prensa lo que pienso, de señalar lo que me parece mal. Qué le voy a hacer. Yo me tengo por una persona liberal en el buen sentido de la palabra, no en el de su usurpación por la extrema derecha de este país. También hay gente que agradece que se digan cosas que muchos piensan, pero que se callan para no parecer insensibles, soberbios, bordes... Pero, no nos engañemos, el grado de frustración del articulista es enorme, ya que nada de lo que escriba cambia nada. Solo queda el consuelo de que resulte reconfortante para el que lo lea con gusto.

Pero volvamos a Tu rostro mañana: ¿Lo ve como su obra total?
Tal vez. Además de rescatar temas de mis anteriores títulos, se puede afirmar, aunque suene pretencioso, que, a la manera de los libros antiguos, habla de todo: de tiempos de paz y de guerra, de la importancia de la muerte y de los muertos, de la violencia y del miedo, del aprendizaje de la soledad, del conocimiento de uno mismo y de los demás, del peso del pasado sobre el presente... Si uno se detiene a pensar, es un libro extraño, pues, pese a su extensión, no es para nada una novela río, no sigue a varias generaciones a base de encadenar acontecimientos, una fórmula que me parece relativamente fácil. Al contrario, todo transcurre en un lapso muy corto: tres noches.

Por mastodóntica y exigente, ¿sale de ella con sensación de plenitud, de haber tocado techo, de ambición saciada o de no saber ahora hacia dónde tirar?
Creo que hablar de plenitud es exagerar un poco, hay que intentar ser muy sobrio incluso en los momentos de mayor exultación. Digamos que tengo mucho contento, me siento agradecido de haber podido acabarlo. Me ha absorbido ocho años de mi vida. Lo empecé ya maduro, a los 48 años, una edad en la que los libros desgastan más. No es que haya acabado harto, pero sí cansado; he atravesado varios momentos de desfallecimiento. Siento una mezcla de liberación y lástima. Ahora mismo, tres meses después de haberlo terminado, me asalta la sensación de que en el campo de la novela no tengo mucho que decir, la mera idea de crear otro mundo se me antoja imposible. Sí que tengo previsto escribir cuentos. Lo que es seguro es que jamás me embarcaré en nada parecido. Pero, si no escribiera más novelas, no me angustiaría.

Es una contradicción continua

Su personaje prototípico es un observador en la sombra, abonado a la interpretación y la conjetura, que a la vez oculta mucho sobre su persona. No es una voz confesional. ¿El de Tu rostro mañana le ha permitido decir mucho sobre sí mismo de una forma velada?
No creo que, por lo general, al autor se lo vea mucho en mis libros, nunca han sido un vehículo para darme a conocer. En Fiebre y lanza, el primer volumen de Tu rostro mañana, cuando el protagonista lee un informe sobre él, una de las cosas que se comenta es: "No tiene interés en conocerse a sí mismo". La considera una tarea perdida; piensa que la autoprospección carece de sentido. No creo que en modo alguno sea una novela de tipo psicológico. La aproximación al autoconocimiento entraría dentro de lo abstracto.

Las densas preguntas retóricas son las que bombean sangre a la novela. ¿Cuáles cree que son las más trascendentales?
Cómo podemos saber a qué atenemos con las personas que nos son más queridas y cercanas o con nosotros mismos; cómo llegar a saber de lo que somos capaces y de lo que no, y cómo actuar sin poder encontrar la respuesta a las dos primeras preguntas (aunque otra idea del libro es que sabemos más de lo que aceptamos saber, lo que demuestra que su esencia está en la convivencia de sentimientos contrarios).

Tener o no tener

La duda entre hablar o callar sobrevuela toda la novela. Quien habla condena a otros o se condena a sí mismo. La generación mayor es prudente y reservada, mientras que hoy domina la cháchara, el parloteo incesante y vacío. Al final, guardar silencio queda revestido de buen juicio, de sabiduría.
Sí y no. En el primer volumen se habla del caso de Andreu Nin, al cual callar y no denunciar a sus compañeros, pese a ser torturado brutalmente, no lo salvó de la muerte. También hay algún momento en el que se señala que, incluso cuando no sucede nada, algo sucede, como si el mero hecho de estar en el mundo fuera una maldición para que ocurran cosas, no necesariamente malas. Permanecer callado, quieto, no intervenir es prácticamente imposible. Pedir que no se hable es pedir mucho, porque el lenguaje, el hecho de poder decir, maldecir o soltar palabras cariñosas, es lo único que tiene el que no tiene nada, es lo único verdaderamente democrático; incluso la persona menos cultivada raja y raja.

Lo que me produce mucha angustia es la facilidad con la que todos nos vamos de la lengua, sin pensar en lo que son capaces de desencadenar esas palabras por sí mismas o por las ideas que pueden alumbrar. La tentación de contar es muy fuerte y se vence muy fácilmente: cayendo en ella o evitándola. En el primer caso, puede asomar de inmediato el arrepentimiento. En el segundo, es normal advertir que no era algo tan difícil de lograr. Y, sin embargo, casi nadie hace esa pausa para reflexionar si es necesario contar algo y si puede reportar algún daño.

Otra de las disquisiciones de calado del libro se concentra en el dilema entre saber o no saber, en los retorcidos caminos que conducen al establecimiento de lo que existió frente aquello cuya realidad se niega. Aquí tiene un peso especial el apartado histórico, a través de la recuperación de episodios escasamente conocidos de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial.
Creo que hoy en día se mezclan dos tendencias diametralmente opuestas en la sociedad occidental. Por un lado, el olvido: solo cuenta el presente, las cosas duran tan poco que de inmediato son pasado. Por otra parte, hay una voluntad de recordar y sacar cosas a la luz. Lo que me parece más interesante y curioso de este asunto es que en tiempos de paz se juzgan muy severamente los tiempos de guerra. Se condenan y provocan escándalo revelaciones sobre estos últimos, pero es que las épocas pacíficas no tienen ningún derecho a juzgar a las bélicas. Son realidades excluyentes. Durante la paz no se concibe otra cosa que la paz, y durante la guerra solo se ve la guerra. Debería haber mucha menos hipocresía. Por la misma regla de tres, genera un gran revuelo la salida a la luz de actuaciones del Estado de carácter delictivo, entre la misma gente que se apresura a culpar al Estado en cuanto ocurre algo, soltando ese “¿y por qué no se tomaron medidas antes?” Sería muy ingenuo pensar que históricamente ese comportamiento del Estado al margen de la legalidad no ha sido una constante, en principio para proteger a la sociedad.

Sin rencor

¿Vivimos en una contradicción continua?

Sí. Hay otros casos. Por ejemplo: lo que me parece más despreciable de nuestra época es la negación de las responsabilidades. Nadie quiere ser responsable de nada, se busca echar la culpa a quien sea. Por otro lado, incluso si hay un accidente, debe haber un culpable, es como si el azar no existiera. Cada descarrilamiento, inundación o incendio tiene un dedo acusador apuntándolo. Hoy en día se castiga el simple despiste o algo tan natural como la buena o la mala suerte.

¿Se esconde un cierto ánimo revanchista detrás de algunos de los personajes más ruines y despreciables del libro?
Hay bromas, no ajustes de cuentas. Son pocos los guiños, no tienen verdadera importancia y quedan perdidos entre el número tan extenso de páginas. De La Garza o Custardoy, por citar los más repulsivos, no son trasuntos de nadie, son eminentemente ficticios. A los personajes realmente desagradables de mis novelas siempre les pongo cosas mías (señala un retrato a lápiz que cuelga de una de las paredes de su comedor y que en la novela Tupra tiene en su casa). A Custardoy, por ejemplo, lo he enviado por mi barrio haciendo cosas que yo hago, y además el suyo es un apellido secundario mío.

Tu rostro mañana solo podía ser escrito por alguien que dedica muchas energías a darle vueltas a las cosas, a preguntarse por el mundo, a reflexionar sobre el sentido de todo. ¿Se reconoce en este proceso constante de reflexión, indagación y cuestionamiento? ¿Supone para usted una carga, o incluso una condena?
Sí, a veces es un poco como una condena. Sin embargo, solo me reconozco en el protagonista cuando escribo, lo que por suerte no acontece las veinticuatro horas del día. Si mi cabeza funcionara todo el rato como la de mis narradores, resultaría insoportable. Siempre comento que escribo para no madrugar y para no tener jefe, pero, si nos ponemos serios, lo que de verdad me lleva a hacerla es la posibilidad de pensar de una manera que no se da en ninguna otra circunstancia. Escribir es una manera de pensar. No es solo contar bien una historia, eso es casi una perogrullada y a mí no me parece lo bastante estimulante como para sentarme frente a la máquina. Las buenas historias y muy bien contadas se olvidan fácilmente; lo he, observado con las novelas policíacas (aunque no las leo mucho, por falta de tiempo): la gente las relee porque no se acuerda de las tramas, se olvidan fácilmente. Eso no me basta. Para que escribir me valga el esfuerzo ha de desencadenar en mí una forma de pensar diferente a la que experimento sentado en el sofá.

Varios de sus libros están dedicados a mujeres, y en ellos la figura femenina aparece siempre retratada con la máxima caballerosidad y cariño. ¿Qué influencia diría que han tenido ellas sobre usted como escritor, tanto en el plano de la inspiración, como en el del aporte de ideas o del consejo...?
Supongo que han tenido un papel clave. No obstante, debo reconocer que los personajes femeninos de mis novelas están siempre mucho más difuminados que los masculinos, son más vagarosos, menos nítidos. En Tu rostro mañana, sin ir más lejos, Pérez Nuix o Luisa no están perfiladas con tanta claridad como Tupra o Wheeler. Tengo una cierta limitación para trazarlos, por lo que su presencia deviene más fantasmal, y señalo esto como una limitación.

Volviendo al principio, las mujeres han sido importantes en mi vida, empezando por mi madre, que murió hace ya treinta años y que nos aficionó a la lectura a mis hermanos y a mí, más incluso que nuestro padre. Fue una mujer muy intelectual para su época, escribió un libro y estudió Filosofía. Me da rabia decirlo, porque puede sonar a una de esas tonterías que en la actualidad proliferan y que tanto detesto, que es el halago a las mujeres, pero ellas han sido siempre las lectoras más inteligentes de mis libros. Lo de ser fuente de inspiración no lo veo tan claro, pero lo que sí es verdad es que no solo leen más, sino también con más atención. Y no hemos de olvidar que, entre los sambenitos que me han ido poniendo a lo largo de mi larga carrera (primero que si escribía que parecía traducido, luego que si era frío e intelectual, ahora directamente que lo hago muy mal), durante una temporada estuvo el de que sólo escribía para mujeres, como si eso fuera un defecto.

   ANTONIO LOZANO
Fotos: Daniel Sánchez
Qué Leer, octubre de 2007

 

 

Javier Marías punto y aparte

 

Veneno y sombra y adiós es la tercera y última parte de Tu rostro mañana. La obra más ambiciosa del autor llega cargada de acción, intriga y reflexiones.


Tras nueve años dedicados a Tu rostro mañana, ¿qué sensación queda?
Un poco rara. Por un lado, da alegría terminar un proyecto tan largo y pensar que ha quedado armónico. Por otro, siento cierta melancolía por salir de un mundo paralelo en el cual he estado inmerso durante tiempo.

¿Es esta su mejor novela?
No me queda más remedio que pensar que sí después de todo el esfuerzo, si no, sería para deprimirme. Es la más ambiciosa y abarcadora, la que toca más asuntos... ¡Son 1.600 páginas sumando los tres volúmenes!

Esta entrega, subtitulada Veneno, sombra y adiós, incorpora más acción e intriga...
Supone el 45% de la novela y pasan muchas cosas. Aunque hay reflexiones características de mi estilo, es el más narrativo de los tres.

Los personajes de Juan Deza y Peter Wheeler se inspiran en su padre y en su amigo Peter Russell, que no podrán leer este libro, ¿ha sido por eso más emotiva su escritura?
Llevaba cien páginas cuando murió mi padre y poco después murió Peter. Escribir sus escenas me costó, hubo emotividad y consuelo, porque era como si aún estuvieran vivos. Ahora tengo la sensación de que han muerto del todo; es una sensación melancólica.

Se tratan infinidad de temas en la novela...
Uno de los centrales es la indagación en quiénes somos realmente, cómo es posible que lleguemos a hacer cosas que nunca habríamos imaginado en frío (ni siquiera sabemos cuál será nuestro rostro mañana). Pero se tratan otros temas: la traición, el amor, el maltrato a las mujeres, la muerte...

Nos adentra en el mundo de las organizaciones secretas, ¿lo ha conocido de cerca?
Tengo información de primera mano. Mi amigo Peter Russell perteneció a una, como muchos profesores de Oxford y Cambridge. Aunque hay documentación y cosas fabuladas.

«Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado», utiliza primeras frases muy sugerentes, ¿las piensa mucho?
No, la verdad es que no. No es algo que considere fundamental ni le dedique esfuerzo, si me salen es casualidad.

¿Tendremos que esperar al 3 de septiembre de 2008 para que vuelva a escribir?
Quizá lo siguiente sean cuentos. Escogí ese día para empezar a escribir mis libros como homenaje a una ex novia; es su cumpleaños.

 

 ISABEL LOSCERTALES

Woman, octubre de 2007