domingo, julio 18, 2004

LA ZONA FANTASMA. 18 de julio de 2004. Que vuelvan de una vez los loqueros

Hubo un tiempo en el que las argumentaciones servían de algo. Si no para convencer -las de buena ley-, sí al menos para callarle la boca a alguien y dejarlo en evidencia, por ignorante, por mentiroso, por idiota o por torpe, lo último sobre todo cuando el adversario poseía elocuencia. Cuando las personas discrepaban o discutían, solía haber cierta esgrima, cierto duelo, y si alguna vez la cosa quedaba en tablas era debido a lo complejo o intrincado del asunto, a las perplejidades sobrevenidas durante la controversia o a que ambas partes llevaran algo de razón. Pero no a que lo dicho quedara como no dicho y no contara, que es lo que con frecuencia sucede hoy en cualquier ámbito, desde el Congreso hasta los programas de comadreo y chillido, pasando por las polémicas de la prensa y las grescas entre particulares. Antes, a veces, se le acababa dando la razón a alguien si había testigos del intercambio, tuviera éste lugar en el Parlamento, en el diario, en la pantalla o en torno a una mesa de amigos regularmente avenidos. E incluso había ocasiones en las que uno de los discutidores se la concedía al final al otro. Ese mismo verbo, utilizado a menudo, indicaba que el concesor no se sentía derrotado por fuerza, sino que, con buena fe, admitía no haber pensado antes con la perspectiva de su rival, suspendía su opinión anterior hasta mejores consideraciones, o bien reconocía sin más haber sido convencido, o bien -si se trataba de hechos- se rendía a la evidencia, o aceptaba su incapacidad para probar lo por él sostenido, o daba por demostradas las afirmaciones del otro. Y aunque aquí el verbo, rendirse, sí evoca una derrota, ésta no tenía por qué resultar humillante ni indigna: suponía tan sólo otorgar haber estado equivocado, y eso hasta podía alegrar al que lo había estado: "Cómo celebro saber que usted no cometió ese asesinato, en contra de lo que yo creía", seria el ejemplo máximo de esa satisfacción posible, a la cual normalmente habrían seguida unas disculpas: "Perdone que lo haya acusado a la ligera, me he precipitado". Y si lo puesto en evidencia era una mentira consciente, y no un juicio apresurado o un error involuntario, entonces el embustero no sólo había de rectificar sino que quedaba expuesto a la vergüenza.

Hoy, con excepciones tan escasas que se hace difícil recordarlas, ¿cuánto hace que no oímos una concesión a las argumentaciones del otro, o el reconocimiento de una equivocación, o la manifestación de un pesar y un arrepentimiento ("Yo no me arrepiento de nada", repite todo el mundo con una extraña brutalidad unánime), a una asunción de responsabilidades, o una retractación en regla, por no hablar de las abolidas disculpas que ya jamás salen de los labios? Si hay un logro no material de la civilización, son todas esas actitudes hoy desdeñadas, o aún más, aborrecidas. Parece que incurrir en cualquiera de ellas equivaliera a una deshonra, un baldón, un servilismo e incluso una mariconada. No seria tan preocupante si esta aversión se diera sólo en los personajes públicos: políticos, periodistas, telechismosos, escritores, empresarios exhibicionistas, cineastas, que al fin y al cabo trabajamos de cara a la gente y podríamos temer el paso atrás como al más dañino de los males. Lo grave y desalentador es que se da en la población casi entera, la cual, con la santificación de las "opiniones" y de la tautológica idea de que cada cual tiene la suya, ha acabado por confundir todo lo demás con eso, con "opiniones": las creencias, las razones, los argumentos, los conocimientos, las aseveraciones fundadas y hasta los hechos. Aún hemos de ver el día en que en un foro público alguien afirme que la Tierra es redonda y otro le conteste: “Ah, esa será su opinión y la respeto, pero no la comparto". Y además salga entre aplausos.

En realidad ya ha llegado ese día, y al nivel más catastrófico. A las conclusiones de la comisión de investigación del 11-S. entre las cuales figura una que ya conocían hasta los monos, a saber, que no había conexiones entre Bin Laden y Sadam y su régimen, Bush Jr ha contestada con una frase a la altura de aquella famosa de Rumsfeld de que "La ausencia de pruebas no prueba la ausencia" (de las armas, supongo): "La razón por la que sigo insistiendo en que había una relación entre Irak y Al Qaeda es porque había una relación entre Irak y Al Qaeda". Dudo que ni a un niño se le consintiera decir necedad semejante: "Lo paso mal en el colegio porque lo paso mal en el colegio". Y se trata del Presidente del país más poderoso. Claro que no le ha ido a la zaga su Vicepresidente Cheney. "No hay pruebas creíbles de ese vínculo", ha establecido la comisión tras exhaustivas investigaciones. Y Cheney responde: "Las pruebas de que sí, son abrumadoras. Que la comisión no las encuentre no significa que los vínculos no existieran". Como expresaba acertadamente el corresponsal Del Pino, "la opinión pública no debe fijarse en lo demostrado, sino en lo indemostrable", que es lo que ya llevan años idolatrando Bush, Cheney y Rumsfeld. Hubo también un tiempo en que a estos tres individuos (y a unos cuantos más), tras locuras y sandeces tales, proferidas con tanto ahínco, se los habría llevado sin dilación al manicomio, y con camisa de fuerza, por violentos. Es uno de los pocos motivos por los que debe lamentarse que ya no existan los loqueros.

Javier Marías

El País Semanal, 18 de julio de 2004