sábado, agosto 11, 2007

Vacaciones mitómanas

Mi mitomanía literaria, cuyos primeros síntomas se manifestaron antes de que me convenciera por la práctica de que es mejor no conocer personalmente a los autores que uno admira (una regla que, sin embargo, tiene excepciones), me ha llevado con frecuencia a organizar complicados viajes en pos de los lugares en que vivieron o se inspiraron mis escritores favoritos. Así, en diversas épocas de mi vida he visitado lugares como el estudio de Kipling en Bateman (East Sussex), las cabinas de Robert Frost en Meat Loaf (Vermont) y de Dylan Thomas en Laugharne (Gales), la casa de Carlyle en Chelsea, de Virginia Woolf en Monk's House, de Flannery O'Connor («Andalusia», se llama) en Milledgeville (Georgia), el cottage americano de Stevenson en Saranac Lake, la casa de Pessoa en Rua da Rocha, y la de Pérez Galdós en la calle Cano, la casona barojiana de Itzea, la de Leopardi en Recanati, la de Dickens en Doughty Street, la de Goethe en Fráncfort, la de Aleixandre en Velintonia, entre muchos otros. Algunos de esos sitios están abiertos al público, pero otros no. Y, a veces, para acceder a ellos me he visto obligado a bordear la Ley: hace unos años, por ejemplo, me fingí pariente de los propietarios del piso segundo del inmueble del número 45 de la rue de Courcelles sólo para subir por las mismas escaleras por las que había transitado Marcel Proust en la última residencia de sus padres, uno de los lugares proustianos que aún no conocía.

En torno a algunos escritores particularmente amados he organizado rutas a las que he arrastrado a otras (pacientes) personas. Hubo un verano en que recorrí todos aquellos lugares de Mississippi, Louisiana y Tennessee relacionados con Faulkner y su obra (reconstruyendo con minuciosidad la topografía de Yoknapatawpha), e incluso escribí un breve relato de aquel viaje en un libro ya olvidado (y nunca reeditado) en el que yo oficiaba de telonero de Faulkner y Marías (Si yo amaneciera otra vez, Alfaguara). En otra ocasión me las arreglé para pasar una semana en Massachussetts siguiendo los pasos de Melville, desde su casa Arrowhead (Pittsfield) -donde escribió Moby Dick y en la que ahora (paradojas de la vida) te colocan un pin con la leyenda «¡salvad a las ballenas!»- al puerto de Nantuckett o a New Bedford, donde visité la capilla Seamen's Bethel y me encaramé al púlpito desde el que el padre Mapple pronunció su apocalíptico sermón en el capítulo IX de la novela. Por eso, pensando en que algunos de mis improbables puedan adolecer de mis mismos fetichismos, les sugiero algunos destinos a los que (aún) no he accedido: en Kalamí, Corfú, se puede alquilar (por unos 1.000 euros a la semana) la White House en la que Lawrence Durrell vivió en los años treinta. En París se puede dormir (por 240 euros) en el mismo Hotel du Luxembourg en que lo hizo Faulkner cuando era un autoexiliado bohemio. Y, sólo para muy exquisitos, en Roma puede alquilarse por unos 400 euros la noche el apartamento donde pasó sus últimos días Keats. Y además, no está nada mal situado: sobre el Museo Keats-Shelley, en la llamada Cassina Rossa, junto a la escalinata de la Piazza di Spagna. La verdad es que no me parece tan caro, si tenemos en cuenta que pueden dormir 4 personas y que allí se alojaron, entre otros, Goethe, Byron, Henry James o Joyce. Lo que nadie dice es si después de pasar allí una temporada a uno se le pega el genio.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

Abc de las artes y las letras, 11 de agosto de 2007