domingo, marzo 05, 2006

LA ZONA FANTASMA. 5 de marzo de 2006. Tótem y tarea

Es de desear que, cuando se publiquen estas líneas, la llamada crisis de las caricaturas haya por fin pasado y no se sigan produciendo muertes por su absurda causa, porque todavía hoy, cuando escribo, acaba de palmarla una decena más de libios que protestaba a lo bestia contra las que publicó el diario danés Jyllands-Posten o vaya usted a saber cuáles. Es fácil que cuando las cosas duran mucho se pierda de vista su origen, porque siempre hay imbéciles en las dos trincheras para avivar las llamas: en la trinchera occidental la palma a la imbecilidad se la ha llevado, cómo no, un ministro de Berlusconi, de nombre Calderoli, que anunció su propósito de enfundarse en camisetas con las viñetas de Mahoma estampadas. Lástima que lo hayan disuadido y dimitido: no sólo habría sido probable que nos libraran de un imbécil –falta nos hace aliviar la sobreabundante carga contemporánea–, sino que nos habríamos dado el gusto de verlo hecho un cromo (supongo que, como italiano rancio, habría lucido camisetas sin mangas).

Uno tiene a menudo la sensación de que, cuanto más bobo y leve el motivo de un conflicto, más posibilidades tiene éste de degenerar en algo grave. También cuanto más artificial o ficticio. Sin salir de España, llevamos cuarenta años de terrorismo de ETA por razones imaginarias. Hace poco vi en televisión a ese tal Kandido (es decir, en origen Cándido) que se cargó a quien lo había salvado de un accidente mortal cuando Cándido era un bebé indefenso, y que ahora ha puesto un negocio de cristales debajo de donde vive la viuda del salvador y víctima. Para explicar sus actos (pues no se justificaba, y menos aún se arrepentía), sólo se le ocurrían vaguedades y tópicos, a cual más imaginario: “Él pertenecía al aparato represivo” –qué entenderá por aparato Kandido–, o “Lo que yo no voy a permitir es que se aplaste a mi pueblo”. Si se piensa que ese pueblo no es otro que el País Vasco, se comprueba que allí no tienen ni idea de lo que es un pueblo aplastado de veras; desde luego no lo es un sitio con Gobierno, Parlamento y elecciones propias desde hace casi treinta años, y con altísimo nivel de vida y no pocos privilegios desde hace mucho más tiempo.

El conflicto de las caricaturas, como casi cualquier otro de índole o pretexto religiosos, es bobo y leve y debería ser ficticio. Pero claro, cómo se puede convencer a nadie a estas alturas, tras un error de concepción de siglos por parte de las religiones, de que en realidad hablar de blasfemias y sacrilegios no tiene el menor sentido si quien supuestamente los comete no pertenece a la fe ofendida. Porque de la misma manera que nunca podría decirse que es un traidor –menos aún un “traidor a la patria”, según la expresión celebérrima– el inglés que perjudica a España o a Alemania o a Francia, ni el español que conspira contra Inglaterra o Venezuela o Rusia, tampoco debería poder decirse que es blasfemo el caricaturista danés que jamás ha tenido a Alá por su dios ni a Mahoma por su enviado, representante o profeta. E igualmente no debería ser juzgado sacrílego el musulmán que escarnece una cruz cristiana, pues para él ese símbolo jamás ha estado dotado del carácter sacro necesario para que su actitud lo menoscabe o lo ofenda. En todas las religiones, o por lo menos en las monoteístas, hay un error de partida, o quizá no sea un error, sino un deliberado afán totalitario. Cualquier fe estaría en condiciones de exigir a sus libres adeptos la firme creencia en sus dogmas y el cumplimiento de sus preceptos y normas. Pero a nadie más que a sus fieles, y sólo a los voluntarios, es decir, en el caso del catolicismo, por ejemplo, a los que hayan corroborado su adscripción en la edad adulta y libremente, y no a quienes sólo hayan sido bautizados sin su saber ni su consentimiento. Únicamente esos responsables adeptos deberían estar obligados a obedecer la doctrina, venerar los símbolos y seguir las consignas de la Iglesia. Y sólo ellos, por tanto, deberían estar facultados para incurrir en blasfemia y en sacrilegio, esto es, para negar el carácter sagrado de lo que ellos creen sagrado. Para quienes no profesen su fe, una efigie de la Virgen o del Cristo crucificado no tiene por qué ser muy distinta de lo que para un católico es un tótem sioux.

El problema parte del hecho de que las religiones han pretendido tradicionalmente, si no exigido, que pertenezca a ellas todo el mundo. De ahí las guerras santas, las persecuciones, las intolerancias y las evangelizaciones por las buenas o por las malas. Ha costado mucho razonamiento y mucha sangre occidental convencer a nuestras Iglesias (bueno, a medias, porque íntimamente ninguna está convencida) de que su “fe única y verdadera” lo ha de ser sólo para sus creyentes, y no para la humanidad entera. Lo ridículo es que ahora nos toque también a nosotros, occidentales, ir a explicárselo y a intentar convencer de eso a varios millones de musulmanes fanáticos y totalitarios, y, lo que es peor y más arduo, a no pocos millares de ayatolás, imanes y ulemas, que no van a ayudar, desde luego, en la descomunal tarea: el negocio se les resentiría.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 5 de marzo de 2006