domingo, febrero 10, 2008

LA ZONA FANTASMA. 10 de febrero de 2008. El técnico y el sentimental

Como conté ya una vez, suelo fiarme de las críticas de CD de música clásica que los sábados publica mi hermano Álvaro en el suplemento cultural de Abc. No le pido recomendaciones directas porque, como buen músico que es él a su vez, suele hablarme poco y, cuando le hago una consulta, no es raro que me conteste con un monosílabo (“Sí”, “No”), o con suerte un trisílabo displicente (“Depende”), o incluso que no conteste y sea su paciente mujer, Marga, quien me traduzca sus silencios. Me fío por costumbre, pero también porque cuando otorga cinco estrellas a un CD en sus reseñas, nunca quedo defraudado. Así que me fui corriendo a comprar un disco de Chopin, que no es de mis favoritos, ante los elogios que dedicaba a un joven pianista polaco, Rafal Blechacz, vencedor de la Competición Internacional de Chopin de 2005, y me puse a oír sus Preludios, a ver si me gustaban más en esta ocasión. La verdad es que sí, pero al llegar al último sufrí una especie de conmoción, y, con esa capacidad evocadora de la música –sólo comparable a la del olor y el sabor–, me vi trasladado, quién sabe, dieciocho o veinte años atrás, a la casa de Juan Benet en Madrid.

El noventa por ciento de las veces que yo fui a esa casa, Benet tenía música puesta, en el tocadiscos primero, luego en el reproductor de CD, y lejos de quitarla al llegar yo –normalmente a la caída de la tarde, la jornada ya concluida, con la idea de salir a cenar con un pequeño grupo de amigos más o menos fijo–, la mantenía y se dedicaba a perorar un rato sobre lo que sonaba, en la mano su whisky. Como nos ocurre a muchos aficionados a la música, tenía la tendencia a escuchar la misma pieza una y otra vez durante días o durante una temporada. Eso es fácil ahora, pero no lo era con los tocadiscos, y recuerdo que cuando escribió su novela Un viaje de invierno, en la que aparecía el brevísimo Vals Kupelwieser de Schubert, de apenas minuto y medio, se las ingenió, no sé por qué procedimiento, para oírlo incesantemente mientras avanzaba en su libro. Benet veía en la música, y si le describía a uno cómo se iba concentrando un ejército al pie de una ladera, al amanecer, mientras sonaban las Metamorfosis de Richard Strauss, uno ya no podía volver a oír esa composición sin imaginarse el lento avance de la caballería para colocarse en formación. Y al escuchar ese vigésimocuarto preludio del Opus 28 de Chopin tocado por el joven prodigio Blechacz, me vi transportado a una tarde en que Benet lo oía insistentemente –poco más de dos minutos cada vez– y me decía con excitación: “Mira, esta es la lucha entre el técnico y el sentimental, ¿no la oyes? La mano izquierda es el técnico, que toca imperturbable y monótono, y la derecha es el sentimental, completamente desenfrenado, son puro combate, pura contradicción”.

El 5 de enero se cumplieron quince años de su muerte, y el pasado 7 de octubre él habría cumplido ochenta si no hubiera muerto. Siempre cuesta imaginarse a las personas con la edad que no llegaron a alcanzar, todas quedan fijadas en la de su terminación. Pero no es sólo la edad, y quizá una de las razones por las que hoy tenemos menos presentes a los muertos, o convivimos menos con ellos que en cualquier otra época conocida, es por la aceleración del tiempo, o por la sensación de que todo se aleja pronto. Hoy nos sorprendemos diciendo a menudo: “De eso hace ya un año”, cuando antaño decíamos: “Sólo hace un año de eso”. Esa distancia enorme con la que vemos los acontecimientos que en sí son aún cercanos, nos lleva a relegar más de la cuenta a los que ya no están. El mundo cambia a tal velocidad que cualquiera que de él se apee es convertido en pasado con más celeridad que nunca, quiero decir en pasado remoto. “Claro”, piensa uno, “si Benet murió en 1993, de cuántas cosas no se enteró. No vio los móviles, ni utilizó el ordenador, ni conoció el DVD. Aún gobernaba Felipe González, no conoció ni padeció a Aznar, ni a Zapatero, ni supo que Suárez está retirado sin apenas memoria de cuanto hizo y vivió. No tuvo idea de Berlusconi, ni casi de Blair, ni de Putin, Bush o Sarkozy (suerte en ese aspecto). No supo del 11-S ni de la repugnante Guerra de Irak ni de los atentados del 11-M en su ciudad. Y para él la caída del Muro de Berlín era algo aún reciente, murió menos de cuatro años después. Jamás pudo ver tales películas ni leer tales libros, ni desde luego oír al pianista Blechacz”. Y uno se pregunta cómo es posible que alguien a quien aún siente cercano y tiene presente a diario empiece a no ser su contemporáneo, y se extraña de que ya no coincidan las vivencias, cuando coincidieron tantos años, y de que su tiempo haya dejado de ser el de él. Ya sé que uno no debe citarse a sí mismo, pero no encuentro mejor manera de expresarlo: “A nuestro muerto más querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, más al cabo del más tiempo que va haciéndolo más caduco, no sólo con pena sino con lástima, sabedores de que no se ha enterado –oh, fue un iluso– de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros sí estamos al tanto … Él no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos”.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de febrero de 2008

Juan Benet (10 años) 1
Juan Benet (10 años) 2