lunes, octubre 03, 2005

LA ZONA FANTASMA. 2 de octubre de 2005. El desprestigio del desprestigio

Una de las cosas que más me asombran en los últimos años es que a la gente no le importe ya apenas desprestigiarse. Me refiero, claro, a quienes por su profesión actúan de cara al público, o aún es más, a quienes viven de sus ocurrencias, ideas, argumentaciones y propuestas, y por lo tanto deberían depender no poco de su crédito y su prestigio. Nada peor puede pasarle a un columnista –y me aplico el cuento– que dejar de ser leído o serlo sólo por sus incondicionales y fanáticos, aquellos que esperan que él les regale los oídos y les repita lo que ellos ya opinan, sin necesidad de él, por cierto. Lejos de orientar o de hacer razonar, esos articulistas son solamente consigna y eco, y lo normal es que, fuera del círculo que los jalea para a su vez ser jaleado desde su letra impresa, nadie con un mínimo de imparcialidad –o de la tan menospreciada ingenuidad, incluso– se moleste en echar un vistazo a sus escritos. Como es natural, soy mucho más lector que escritor de columnas: hago una a la semana y en cambio no leeré menos de veinte, pero hay nombres de autores que me invitan a pasar sin más de página, sabedor como soy de lo que van a soltar sobre cualquier tema que toquen. Me salto al obsesivo que echará pestes de PRISA y del Gobierno socialista, estén o no justificadas y venga o no a cuento; me salto a aquel que, en su furibundo antiamericanismo –y miren que hay motivos para la aversión hacia los actuales Estados Unidos–, ensalzará a cualquiera que se les enfrente, sea un cacique cantarín como Hugo Chávez o un discursivo dictador como Fidel Castro; omito a quien se deshará en alabanzas melifluas de la Iglesia Católica, por fe ciega y dogma sordo; paso por alto lo que redactan políticos y ex-políticos, ya los he visto opinar por televisión a diario; los textos de cualquier nacionalista espontáneo o a sueldo, monotemáticos y sesgados siempre, el colmo del aburrimiento; y hasta los de las almas bellas, que suelen oscilar entre la cólera de sus denuncias y la cursilería.

Todos estos son, a mis ojos, articulistas desprestigiados, como sin duda lo estaré yo a los de tantos, les sobrarán las causas. Es un riesgo que corremos, sin más consecuencia probable que nuestro despido a medio plazo. Ahora bien, una institución o un partido político sí sufren inmediatamente las consecuencias graves de su desprestigio, que debería preocuparles más todavía. En ese sentido, me siento muy defraudado por el Partido Popular, que al fin y al cabo es el primero de la oposición. Mis simpatías por él son hoy nulas, sobre todo desde que nos involucró, con engaño, en la frívola e ilegal Guerra de Irak, cuyos catastróficos resultados vemos aún a diario. Pero mis simpatías por los demás partidos son también nulas o muy escasas, y lo que sí creo necesario es que se ejerza vigilancia y control sobre el que gobierna, sea cual sea, porque en sus manos está hacer gran daño. El Partido Popular, sin embargo, lleva ya año y medio anulándose a sí mismo en esa tarea, por previsible. Y, lo mismo que ya no leo a los articulistas enumerados antes, he dejado de escuchar las declaraciones de Rajoy, Acebes, Zaplana, Aznar (cuando las lanza en plan trotamundos), Ana Pastor y Esperanza Aguirre, no digamos las de un tal Pujalte o un tal Moragas o la inequívoca Botella. Nada tan eficaz para desactivarse a uno mismo como el empecinamiento arbitrario, la acusación invariable, la negatividad permanente, la insatisfacción rebuscada. Si el principal partido de la oposición clama al cielo por cuanto hace el Gobierno y deja de hacer, por lo que emprende y lo que no, por sus iniciativas y sus pasividades, por sus comparecencias e incomparecencias, por sus diálogos y su ausencia de diálogo, por sus debilidades y sus prepotencias, porque se estrella un helicóptero o se produce un incendio, porque el Presidente habla en la ONU o se queda mudo en otros foros; si protesta por todo, en suma, por esto y por su contrario, entonces ese partido está estafando a los ciudadanos, al no servirnos ya para medir cuándo el Gobierno obra mal de veras, o comete una injusticia o abuso, o pone al país en peligro, o nos desampara.

Si todo está mal siempre, como se empeña en proclamar histéricamente ese partido tan trastornado, nadie puede saber lo que de verdad lo está y cuándo, y eso es alarmante. A diferencia de los columnistas (allá cada uno con sus lectores y empresas, y que haya suerte), la oposición no puede permitirse seguir cayendo en el descrédito y el desprestigio, porque con ello priva a la sociedad de las imprescindibles vigilancia y control sobre los gobernantes. Y el resultado de su ya largo desequilibrio oral y mental es que nadie, salvo fanáticos, acabará por prestarle atención ni hacerle caso. Lamentándolo mucho, yo ya estoy en eso.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 2 de octubre de 2005